Camino al volcán Izalco, Parte IV – Por: Eduardo Bechara Navratilova


El calor de la tarde es alivianado por el viento que sopla desde el mar. Steve le toma fotos a las laderas de vegetación seca, los riscos, las pequeñas playas de arena rojiza que se alcanzan a divisar en marea baja y las olas que revientan con furia. Una joven mesera yace de brazos cruzados bajo un kiosco aledaño.
—¿Estás aburrida? —le pregunto.
—Estoy con sueño —responde levantando la espalda de una columna—. No ha entrado nadie hoy por aquí.
—¿La economía está quieta?
—Sí, mucho.
Volvemos al carro, saco un sándwich y le doy uno a Steve. Retomamos la marcha atravesando el túnel.
—Muy rico el sándwich. ¿Dónde los compraste?
—Lo preparó mi mamá.
—Eso pensé. Tiene un sabor casero —dice mordiéndolo con gusto—. Sigue la historia.
—Eduardo me dijo que se había dado cuenta de algo antes de que yo llegara. Me contó que había vivido en El Cairo y había conocido a una francesa llamada Valerie Rosemain en un taxi. Al parecer hubo un amor a primera vista, intercambiaron correos electrónicos y se empezaron a escribir. Eduardo le admitió que tenía una esposa y por eso Valerie nunca accedió a verlo. Pero su relación epistolar fue creciendo al punto en que empezaron a enviarse correos eróticos. Ella terminó adjuntándole unas fotos en las que salía desnuda. A partir de eso sucedieron dos cosas. Angela le preparó a Eduardo una comida espectacular y le dijo que esa era la última vez en la vida en la que iban a comer juntos. Eduardo le preguntó cómo se había enterado. Ella dijo que tenía acceso a su correo electrónico desde una vez en la que Eduardo lo había revisado en su computador personal y la clave le había quedado grabada. Al día siguiente se fue de la casa —digo subiendo los hombros—. Al poco tiempo Eduardo recibió un correo de Valerie en el que le decía que se había vuelto a Paris porque se sentía enferma y los médicos le habían encontrado un tumor en el cerebro —añado ante una nueva tractomula que desacelera nuestra marcha.


—¿Entonces? —pregunta Steve con ojos incisivos.
—Nunca más volvió a saber de ella —digo pasando la tractomula—. Pero Valerie le había escrito algunos mensajes titulados “La novia del torero”, en los que le decía que ella también era escritora. Le preguntaba por qué era tan difícil el amor para todos. Eduardo no entendía bien lo que significaban. Pensó que no se sentía un torero y que si lo fuera sería pésimo. De hecho esta en contra de las corridas de toros ya que todo gira en torno a la sangre, el sexo y la muerte —añado ante una gaviota que sobrevuela sobre nosotros—. Le terminó escribiendo que podía ser su torero si eso era lo que ella quería. Sabes cómo es él, un tipo poético —digo de cara a Steve.
—¿Qué quería decir con eso de “La novia del torero”.
—“La novia del torero”, es el título de mi primera novela.
Steve abre los ojos. —¿Es decir que ella pensaba que Eduardo era el autor?
—Exacto. Seguro lo buscó por Internet y salió el nombre de la novela junto a una foto mía en la que nos parecemos mucho.
—Y ella leyó la novela.
—No hay como saberlo, aunque al parecer sabía de qué se trataba. Eduardo me dijo que le escribiera contándole que estábamos juntos y que yo era el verdadero autor de “La novia del torero”. Le preparé un mensaje y se lo envié a los tres correos electrónicos que Eduardo me dio. En los tres rebotó.
—¿Se murió?
—No sabemos pero es muy raro que tuviera tres cuentas distintas desactivadas. La buscamos por Google y Facebook y no apareció. Ese día le hicimos el duelo.
—Claro, es difícil sobrevivir a un tumor en el cerebro —dice Steve perdiendo los ojos en la inmensidad del océano.
—Eso pensamos nosotros. La historia está narrada en “Un abrazo a mi reflejo”, un cuento que Eduardo y yo escribimos a cuatro manos y salió en su libro “Creaturas del Mandala”, publicado hace un mes en Argentina.
—Ese tipo de cosas solo le pasan a Eduardo.
—Lo mismo dicen mis amigos de mí —respondo ante el resplandor del sol en las olas. La tarde empieza a caer y el océano adquiere tonos grisáceos—. Al día siguiente Eduardo me llevó a conocer a su mejor amigo en Itacaré. Un porteño intelectual de unos cincuenta y cinco años, llamado Alejandro Barreiro, quien había salido escapando de la gran ciudad. La costa brasilera está llena de esas personas que van a buscar una vida alejada del tráfico, las grandes distancias y el estrés —añado de cara a Steve—. Resultó que Alejandro estaba administrando la posada Lanai, el sitio en el que yo me había quedado en mi travesía de “Brasil en dos ruedas”. Eduardo dijo que después de esa coincidencia adicional ya podíamos esperar cualquier cosa del destino. Alejandro salió a la puerta, tomó su barba gris con las manos, afiló la mirada y me pregunto si yo era Eduardo Bechara Navratilova. Respondí que sí. “¿Cómo no me dijiste que venía Eduardo Bechara Navratilova?”, le reclamó a Eduardo mostrándole las palmas de las manos. “Te dije que venía Eduardo Bechara, el de Colombia”, respondió Eduardo. “Yo me leí “La novia del torero”, che”, añadió Alejandro con entusiasmo. Eduardo y yo nos miramos sin darle crédito a lo que acabábamos de escuchar. Le pregunté dónde había sacado una copia y me dijo que se la había regalado una novia que tenía en Buenos Aires.
—Ahora entiendo por qué hablabas de este tipo de coincidencias con Eduardo.
—Alejandro nos hizo subir a su apartamento, nos preparó un café y me preguntó qué había pasado con Tatiana.
—¿Quién es Tatiana —pregunta Steve.


—Tatiana Jordán es una novia que tuve antes de irme de Colombia —le aclaro tomando una nueva curva—. Hicimos un viaje por el norte de Argentina, Paraguay, Sur de Brasil y Uruguay antes de que yo iniciara mi travesía por la costa brasilera. Ella estaba resentida conmigo porque no la incluí en mis planes y nuestro viaje fue un infierno —añado levantando las cejas—. Nos habíamos conocido en febrero de 2006 y lo primero que le dije es que al final del año me iría. Intenté desinteresarla de forma repetida contándole mis cuentos más oscuros. Ella siguió firme. Al final terminamos involucrándonos mucho y claro, ella quería que hiciéramos una vida juntos —digo ante un nuevo túnel que se avecina—. El hecho es que mis crónicas publicadas en el blog de El Tiempo, tenían como tela de fondo nuestra separación tortuosa. Eran escritos existencialistas impregnados con la melancolía que me generaba dejar atrás mi país, a mis papás, a ella, a mis hermanos, amigos, mi vida pasada y las esquinas que me habían visto crecer. Como nunca las terminé de escribir ya que luego de acabada la travesía viajé de inmediato a Filadelfia a iniciar la maestría en escritura creativa, y algunas personas sabían que yo ya no estaba en Brasil, decidí dejar de publicarlas y el tema quedó en el aire. Por eso Alejandro quería saber ¿que pasó con Tatiana?
—¿Y? —pregunta Steve mostrándome las palmas—. ¿Qué pasó con Tatiana?
—Seguimos adelante con lo acordado una vez nos separamos en el aeropuerto de Ezeiza en Buenos Aire. Yo continué mi camino y ella el suyo. Fue muy difícil, nos costó mucho tiempo dejarnos atrás —añado encogiendo los hombros—. Hoy en día está casada y vive en Madrid. Somos buenos amigos.
—Eso siempre es bueno —dice asintiendo.
—Lo increíble de todo es que Alejandro era mi lector. ¿Sabes lo que es eso? —pregunto mirándolo—. Encontrarse un lector tuyo en un lugar de la costa brasilera apartado del mundo. Alejandro incluso se había leído las últimas crónicas que yo había escrito de algunas carreras de Juan Pablo Montoya en la Nascar.
—Sí, es una coincidencia fantástica.
—Sobre todo si no eres un Gabriel García Márquez. “La novia del torero” solo se publicó en Colombia y Panamá en una edición limitada de mil ejemplares que se agotó hace años —añado frenando ante un nuevo camión. Acelero en una pequeña recta y lo paso.


—¿Y Eduardo y tu cómo se la llevaron?
—Establecimos una hermandad de inmediato. Era como si un sentimiento íntimo nos uniera. Un cordón umbilical que nos ataba a una misma identidad. Una existencia paralela en la que habíamos vivido desde siempre —respondo de cara a un nuevo túnel que nos desacelera. Prendo las luces, me quito las gafas y lo cruzamos—. Era muy interesante ver las reacciones de las personas cuando Eduardo y yo salíamos a dar una vuelta por la calle. La gente nos miraba intrigada. Nos presentábamos como Eduardo Bechara & Eduardo Bechara y nos preguntaban si éramos hermanos y nuestros papás estaban locos. Les respondíamos que sí, que habían sido una pareja de hippies en los sesentas y nos habían bautizado con el mismo nombre. Un día conocimos a una mujer llamada Melissa Marijnen, una joven muy inteligente de papá holandés y mamá indonesa. Sus ojos azules y pelo claro contrastaba con sus facciones medio orientales. Hacia un viaje de mochilera por Brasil antes de iniciar una maestría en Ámsterdam. Esa noche me fui con ella a un bar en el que tocaba un grupo de regué. Tomamos unas cervezas, le conté algunos cuentos de mi vida y terminamos pasando la noche juntos. Vivimos un amor de verano por tres días. Era curioso porque le tenía ciertos celos a Eduardo y por el otro lado Eduardo sentía que ya no estaba pasando suficiente tiempo con él. Un día Melissa y yo nos peleamos y dijo que se iba para no interponerse más entre Eduardo y yo. Le respondí que se iba porque eso era lo que quería hacer. Lo demás eran excusas. Esa noche me confesó que aún sufría un despecho por un novio con el que había terminado —digo entrando a un poblado llamado El Zonte—. “Yo sé porque tu y Eduardo se quieren tanto”, dijo mirándome a los ojos: “Porque los dos son totalmente egocéntricos y se ven reflejados el uno en el otro”.
—Era bastante ingeniosa —dice Steve.
—La acompañé a la terminal de buses al día siguiente, nos dimos un beso y me dijo: “Vuelve al hombre al que amas”. ¿Cómo te parece eso?
—Muy chistoso.
—Le conté a Eduardo y me dijo que era cierto porque en realidad estaba volviendo a mi mismo.
—Claro, claro que sí. Eduardo es muy ingenioso.
—Ese fue el final de nuestro encuentro en Brasil. Yo me fui al día siguiente con el sentimiento de haber vivido un acontecimiento sublime.
—Todo el mundo espera encontrar su doble en el mundo.
—Nuestra historia genera tanto interés porque es real. Es un ejemplo en el que la realidad supera la ficción —digo ante una joven en bicicleta que pedalea en el hombrillo de la carretera con sus piernas doradas—. José Saramago tiene un libro llamado “El hombre duplicado” en el que toca este tema.
—Lo más revelador que nos pasó en Brasil es que me di cuenta de que Eduardo era un escritor. Me dio a leer el inicio de una novela que estaba escribiendo y me di cuenta que su escritura tenía anhelo profundo y humor. Dos elementos muy difíciles de lograr en literatura. Le sugerí que debía trabajar un poco en mostrar las acciones en vez de contarlas, e intentar generar imágenes claras. Exceptuando eso, me dio la impresión de ser un gran escritor.
La carretera se aleja del litoral y algunos caseríos aparecen a uno y otro lado con sus gallinas sueltas.


—¿Qué pasó después?
—Me devolví a Filadelfia a trabajar como profesor de Escritura Creativa en la Universidad de Temple. Eduardo me envió un cuento que había escrito llamado “La historia de una máscara”, una narración fantástica de un ‘carioca’ que había nacido en una familia millonaria pero decidió seguir su vocación de ser artesano y recorrer el mundo con los pies descalzos. Nilzo Dos Santos Conceiçao, el protagonista, era una de esas personas excepcionales que pasaron por Posada Mandala y Eduardo aprovechó para historiarlo. Yo le sugerí algunas correcciones que debían hacerse, él las admitió, lo publicó en el blog de la posada y el cuento tuvo un recibimiento impactante con más de treinta comentarios positivos. Luego me envió el primer capítulo de una novela llamada “Kifaya”, llena de anhelo profundo como en la mayoría de sus escritos. Un día iba caminando por ‘Chestnut Street’ y se me ocurrió la idea de que la podríamos escribir a cuatro manos. Sería la primera novela en el mundo escrita por dos personas con el mismo nombre y apellido, o por lo menos eso creo. Lo llamé y se lo sugerí. El aceptó la idea con entusiasmo y empezamos a trabajarla. También le dije que si podía tener diez o doce cuentos de la calidad de “Historia de una máscara”, yo se los editaría y le podría ayudar a publicar un libro.
—Ahí nació el escritor.
—Eduardo cumplió su ciclo en Brasil y se devolvió a la Argentina, yo acabé mi año de OPT, “Optional Personal Training”, que me permitía estar un año en los Estados Unidos trabajando. Me fui corriendo de Filadelfia al enterarme que mi papá se había infartado y lo iban a operar de una cirugía de corazón abierto. Por fortuna ya había vendido todos mis bienes a excepción del carro que le terminé regalando a mitad de precio a una concesionaria. Viajé esa tarde a Nueva York y tomé el primer avión a Colombia. Alcancé a llegar la mañana anterior a la operación. Todo salió bien aunque fueron momentos muy duros: mi papá estaba convaleciente, a mi mamá la operaron de una reconstrucción de cadera y estuvo mes y medio recuperándose en la cama, y mi hermano se enfermó de una bacteria intestinal que lo tuvo tres semanas sin digerir bocado. Todo lo que comía lo vomitaba un minuto después. Bajó unos veinticinco kilos. ¿Sabes lo que es eso? —digo abriendo lo ojos—. Parecía estarse muriendo frente a nosotros sin que pudiéramos hacer nada. Le ponían una botella de suero en el hospital y lo devolvían a la casa. Mi mamá miraba el vacío con ojos de haberlo perdido todo en la vida. La impotencia de no poder hacer nada atragantaba su garganta. Mientras todo esto recaía en mis hombros, yo me reunía cuatro, cinco, seis, siete horas por teléfono con Eduardo y trabajábamos editando sus cuentos de “Creaturas del mandala”. Les hice una última revisión con Jaime Echeverri, un escritor colombiano que es mi propio corrector de estilo, y organizamos mi viaje a Argentina para ir a escribir “Kifaya”, publicar “Creaturas del mandala” y mi primer libro de poesía llamado “Poemas para una ciudad, un insecto y una mujer”. Mi viaje se fue aplazando una y otra vez ya que las cosas en mi casa no parecían mejorar. Hacia principios de septiembre papá lució recuperado, Daniel empezó a comer y mamá dio sus primeros pasos, de forma que organizamos mi ida para mediados de septiembre y llegué a la Argentina el primer día de primavera.
—Cuando a uno le llega un mal le llegan todos los males juntos. Se lo que es eso —dice Steve hundiendo uno de los bordes de su boca.


—Eduardo había contactado a dos de las mejores editoriales de Córdoba, El Boulevard y Ediciones El Copista y ambas habían accedido a publicar los libros luego de leer los manuscritos, pero como nos habíamos demorado un poco, dijeron que la publicación no alcanzaría a estar para el 2010 sino que tendríamos que esperar el inicio del 2011. Aparte, El Copista tenía algunas prevenciones de tipo sexual y religioso con las cuales no estaba de acuerdo, y ni Eduardo ni yo estábamos dispuestos a cambiar la naturaleza del texto por satisfacer al editor. Luego de muchas idas y venidas negociamos bajarle el tono a un par de apartes de “Creaturas del Mandala” y firmamos un contrato para la publicación de los dos libros para finales de noviembre. Mientras todo esto pasaba estábamos acuartelados en un apartamento de Astrid y su esposo Woody, en Córdoba, escribiendo “Kifaya”. Teníamos lo esencial: Una mesa, dos computadores personales, dos asientos y dos cuartos cada uno con su cama. Nos levantábamos temprano, escribíamos durante toda la mañana, interrumpíamos el trabajo para preparar el almuerzo y continuábamos hasta que la tarde caía. Era una maratón de escritura que solo interrumpíamos para ir a hacer ejercicio por la noche. Cuando estábamos agotados nos íbamos a dormir o salíamos a tomar unas cervezas.
—¿Cómo escribieron el libro juntos? Eso es algo que me parece muy difícil de hacer —pregunta Steve levantando una ceja.


—Trazamos la historia y nos la dividimos por capítulos. Eduardo estaba encargado de los capítulos impares, narrados en primera persona desde la voz de su personaje, un argentino que vivía en El Cairo y trabajaba en una revista de protesta contra la autocracia de Mubarak. Yo me encargaba de los capítulos pares también narrados en primera persona desde la voz de mi personaje, un colombiano que vivía en los Estados Unidos durante la crisis de 2009 y le ofrecieron ir a trabajar a la misma revista en El Cairo. Es una crítica al gobierno de Mubarak, a los Estados Unidos y a los musulmanes fundamentalistas. Para un lector será interesante ver cómo va cambiando el estilo de un capítulo a otro. Como Eduardo dijo, cada quien es marionetista de su propio personaje —digo acelerando en una recta.


—Suena interesante.
—Nos enfocamos en escribir la historia siguiendo los elementos que definen al desilucionismo, un movimiento que fundamos él y yo en el que se resalta el desencanto del ser humano en un mundo que lo constriñe dejándolo sin salida. Si bien la desilusión existe en el mundo desde su génesis y el arte ha expuesto la desilusión del ser humano de forma repetida a través de los siglos, el movimiento desilusionista es el primero en bautizarlo —le clarifico—. Las obras del desilusionismo exponen el desasosiego al que se ven expuestos los hombres en el mundo contemporáneo. Plantean los atropellos de la sociedad y los exponen como fatalidad ineludible, revelando la impotencia ante sus propios sistemas y las coyunturas impuestas por el mundo.
—Estoy seguro que a Ziad Fahmy, el mejor amigo de Eduardo en El Cairo, le encantaría leerla.
—Su publicación se va a demorar un poco ya que queremos ir juntos a El Cairo, al Líbano y a Siria, antes de darla a conocer. Después de publicada seremos enemigos del gobierno de Mubarak y es posible que alguna iglesia musulmana fundamentalista nos ponga una fatua.
—En qué idioma está escrita.
—Español —digo asintiendo—. Aunque la traduciremos al inglés.
—A mucha gente que conozco allá le interesaría.
—Mi ida a la Argentina fue muy interesante ya que conocí a la familia de Eduardo. Una gente encantadora. Su mamá, Adela Baracat, conocida como Chichí, es parecida a mi abuela Olga Baruque y puede ser que Baracat y Baruque sea el mismo apellido. Eduardo es Bechara Baracat y mi papá es Bechara Baruque. Su sobrino Jordan es muy parecido físicamente a mi hermano Daniel cuando él era niño, su sobrina Sofía Bechara, es muy parecida a mi prima Antonella Bechara, su otro sobrino, Ramiro Satorres, hijo de Astrid, es igualito a mi cuando yo era niño. Vi unas fotos en las que también es igualito a Eduardo de niño. Los mismos tíos de Eduardo son parecidos a mi papá. Eso apoya la posibilidad de que tengamos parientes comunes así su familia provenga de Siria y la mía del Libano, dos países pequeños que han estado hermanados a lo largo de la historia.
—¿Cuándo van a ir a averiguarlo?
—Una vez yo viva en la República Checa y él esté de vuelta en El Cairo.
—Me sentí muy bien con ellos. Chichí me trató como un hijo, sus hermanos como un hermano y sus sobrinos como un tío.
—Esa es la hospitalidad de medio oriente.
—Todo el viaje fue interesante. Nos entrevistaron en el noticiero de Deán Funes y la gente nos miraba en la calle como salidos de un circo. Las personas nos observaban con detenimiento y hablaba entre ellos. Astrid le preguntó al dueño de un café si sabía quién era yo y él le respondió: “Obvio, es el doble de Eduardín”.
Salí por primera vez a Kaos, la discoteca de la ciudad, y la gente me miraba como un bicho raro. Fui al baño y una mujer le dijo a su pareja: “Mira ahí va el doble de Eduardín”. De vuelta, otra joven le dijo a su novio: “Mira, ese es, ese es”. Al volver junto a Daniel Bechara, el hermano de Eduardo…
—Un momento —me interrumpe Steve—. ¿Eduardo también tiene un hermano llamado Daniel?
—Sí, sólo que es mayor que Eduardo y yo soy mayor que Daniel. El hecho es que volví con él y un borracho me empezó a enterrar el codo en la espalda buscándome pelea. ¿Sabes qué pasó? —le preguntó a Steve. Él levanta los hombros—. Un amigo suyo lo apartó y le dijo: “¿Qué estás haciendo? No te das cuenta de que es el doble de Eduardín?”. Más tarde tuve necesidad de volver al baño. Tan pronto como bajé el escalón de la barra sentí unas manos sobre mi espalda. Era una mujer. Entrelazó sus dedos con los míos y me llevó al otro lado de la discoteca a bailar cuarteto junto a sus amigas. Me dijo que se había leído todo lo que yo había escrito y que le parecía fantástico estar bailando con el doble de Eduardín. Luego de un par de canciones le dije que iba camino al baño. “Ya sabes donde estoy”, respondió con una sonrisa.
—Eran unas celebridades.
—Eduardo de por si es famoso en su pueblo. Ha escrito canciones como “Amor Ausente” que se canta por toda la Argentina. Es decir que yo era el doble de una persona popular, aunque insisto que éramos vistos como figuras circenses, un par de hermanos siameses que están pegados por el vientre —digo inclinando mi cabeza hacia un lado—. A donde saliéramos en Deán Funes nos analizaban con atención viendo si era cierto que fuéramos tan parecidos como se decía. Opté por mirar al frente. Era un poco incómodo, la verdad, al punto en que prefería estar en Córdoba donde pasábamos desapercibidos. “Adentro están hablando de ustedes”, nos dijo la hija de una amiga de Chichí, una noche en la que fuimos a llevarle las llaves del carro a una comida a la que asistía. “Ustedes son personajes públicos”, añadió la joven de ojos verdes.
—¿Por qué te molestaba? Tuvo que haber sido muy divertido.
—Me encanta el anonimato. Hay cierta belleza en el hecho de que nadie te conozca. Por eso me gusta viajar a sitios recónditos en los que no tienes historia y tu propia cara habla por ti.


—¿Qué pasó después?
—Volvimos a Córdoba y recibí un mensaje de Diego Rubio, un periodista de la revista Semana en Colombia, equivalente a la Newsweek en Estados Unidos. Él se había enterado de la historia y estaba interesado en hacerla pública. Nos llamó al apartamento y nos entrevistó durante dos horas y media. Seguíamos trabajando sin descanso en “Kifaya”. Visitábamos las oficinas de Ediciones El Copista con frecuencia para presionarlos a cumplir su palabra y tener los libros listos a finales de noviembre. Durante mi estadía en Argentina le diagnosticaron una fibrosis pulmonar a mi papá, y mi mamá estuvo en medio de un ataque de nervios. Hablaba por teléfono con ella intentando animarla pero mis esfuerzos eran vanos. “¡No! ¡No estoy bien! ¡No estoy bien! ¡No estoy bien!”, repetía una semana tras otra. Yo debía volver a Colombia cuanto antes para apoyarlos —digo suspirando—. Por lo general permanecíamos en Córdoba entre semana y viajábamos a Deán Funes los fines de semana. Eduardo tomaba el carro de su mamá e iba hasta Frías, en Santiago del Estero, por Azahar y Lorena. Con la llegada del verano nos empezaron a invitar a asados y comidas. La familia de Eduardo nos quería cerca de ellos. Chichí nos esperaba con la nevera llena de delicias orientales en su casa y Astrid llegaba junto a Woody y sus hijos Lara, Ana, Tati y Ramiro. Daniel lo hacía con su novia Mónica y Juan Carlos con su esposa Pinky y sus hijos Sofía, Juan y Jordan. La vida familiar que Eduardo había llevado en Deán Funes, una pequeña ciudad de 35.000 habitantes, en la que todo mundo se conoce y sabe del otro, es muy diferente a la vida que yo había llevado en Bogotá, donde la gente pulula, nadie se conoce y todo mundo camina con desconfianza.
—Igual a cualquier otra metrópoli del mundo —aclara Steve.


—A medida en que el final de noviembre se fue acercando, organizamos el lanzamiento de los libros en Deán Funes, volvimos a salir en el noticiero, viajé a Córdoba a encargarme en persona de que la editorial tuviera los libros listos para el 30 de noviembre, las compañías de impresión los entregaron esa misma tarde y me devolví a Deán Funes con el dueño y el director de ventas de El Copista. Llegamos treinta minutos antes de que se iniciara el lanzamiento. Eduardo estaba intranquilo. Me di una ducha rápida y salimos a tiempo. Según algunas personas ha sido el lanzamiento más concurrido en la historia de la ciudad. La gente no cabía en el auditorio Natalia Zabala de la Escuela de Arte Martín Santiago.
—Eso es buenísimo.


—Al día siguiente tomé un bus nocturno a Buenos Aires. Hice la gestión para cambiar mi pasaporte antiguo por uno electrónico en la embajada checa y recibí un mensaje de Diego Rubio en el que nos informaba que el artículo había sido aprobado para su publicación. Necesitaba ultimar los últimos detalles de la entrevista. Lo llamé con una tarjeta desde un restaurante, me quedé una noche en Buenos Aires y al día siguiente viajé a pasar el fin de semana en Córdoba. Eduardo se había ido a un matrimonio en Frías con Lorena. El domingo salió publicado el artículo en Semana. Llamé a mis papás por la noche. Mamá contestó con voz animada: “Estaba leyendo la revista Semana y me encontré con un artículo llamado “El hombre duplicado” en el que se habla de dos escritores homónimos, uno argentino y otro colombiano, que tienen un parecido físico sorprendente y están escribiendo una novela juntos”. Parecía alentada, como si el artículo le hubiera renovado sus ganas de vivir y su crisis nerviosa se hubiera detenido de momento. “Le di la revista a tu papá, la empezó a leer y se puso a llorar”, me contó. Papá pasó al teléfono. “No me cabe duda de que vas a llegar a ser un gran escritor”, dijo entre sollozos. ¿Sabes lo que eso significaba para mí? —le pregunto a Steve con los ojos cargados—. ¿Qué mis papás se dieran cuenta de que las cosas estaban empezando a pasar? Llevaba diez años pedaleando en una bicicleta estática. La mayoría de la gente siente que vives de una ilusión infundada si no les muestras resultados —añado ante un nuevo poblado que bordea la carretera con casas de bareque.


—Has sido perseverante —dice Steve asintiendo.
—Es la única forma, sobre todo en este oficio. El año pasado entrevisté al “Pibe Valderrama”, el futbolista colombiano y en la crónica escribí que uno puede pedalear en una bicicleta estática y no está yendo a ningún lado, pero sus piernas se están fortaleciendo.
—Es muy cierto.
—Por eso es que no hay que desfallecer. Nunca sabes a qué hora llega el momento en que se materializa tu trabajo. Hay gente que tira la toalla justo antes de que las cosas empiecen a pasar —digo entrando a un poblado llamado El Sunzal.
—Es una lástima por ellos.


—El martes siete de diciembre Eduardo llegó con Lorena hacia las cuatro y media de la tarde. Un gran optimismo flotaba en el ambiente. Habíamos sido exitosos al haber terminado el primer borrador de “Kifaya”, haber podido lanzar los dos libros y haber hecho moñona con la publicación de la historia en Semana, un hecho que le daba un carácter público. Astrid llegó a darnos un gran abrazo. Sus ojos brillaban al saberse artífice de una historia que estaba adquiriendo una dimensión internacional. Celebrábamos nuestros triunfos cuando sonó el teléfono. Era Patricia, la secretaría de Ediciones El Copista. Eduardo le preguntó en broma: “Quieres hablar conmigo o con mi otro yo”. Arqueó las cejas, afiló la mirada y me dijo: “Es algo serio”. Pasé al teléfono con cierta aprensión. “Te están buscando de la cadena radial RCN de Colombia. Llamaron a la Biblioteca de Córdoba y allá les dieron nuestro teléfono”, dijo con voz seria. “Queremos saber si nos autorizan para que les demos su teléfono. Aquí no le damos el teléfono de nuestros escritores a nadie, así los esté buscando la Interpol”, añadió con una risa. Eduardo contestó la llamada. La productora del programa la FM, María Cristina Hernández Capdevilla, le dijo que el periodista Yamid Amat nos quería entrevistar al aire a las siete y media hora de Argentina. Eduardo le respondió que a esa hora era imposible porque se cruzaba con el inicio del lanzamiento. Quedamos en que nos llamaban a la Biblioteca de Córdoba a las siete y cuarto. No lo podíamos creer. Algo así superaba nuestras expectativas. El tráfico nos demoró un poco. Llegamos de forma cinematográfica. La secretaria de la biblioteca hablaba por teléfono. Nos vio y dijo: “Espera, espera, acaban de llegar”. Pasé al teléfono. Era María Cristina. Eduardo tomó otro y nos hicieron una entrevista de más de veinte minutos. El lanzamiento comenzó tarde pero al igual que en Deán Funes, tuvo una gran asistencia. Al día siguiente tome un bus a Buenos Aires, pasé la noche en el aeropuerto y volví a Colombia. En eso va nuestra historia —le digo a Steve de cara a un aviso que indica la Playa El Tunco.
—Es una playa famosa de surfistas —me dice abriendo los ojos.

Comments

Anonymous said…
Debe ser increible una experiencia asi!! Pero yo por mi parte, prefiero la comodidad de mi apartamento en buenos aires, con su tranquilidad, y en una ciudad. No me bancaria un viaje asi!!