Cuaderno de viaje “En busca de poetas” – Reporte 10 – Perito Moreno: un glaciar de este mundo
Abro los ojos. Venzo la modorra y
me entretengo con el panorama. Pastizales cubren las planicies. Le dan un tono
verdeamarillo que se prolonga hasta el horizonte. Una serie de nubes grises y blancas
flotan de forma rasante. Crean un juego de azules que parecen darle al paisaje una
textura abullonada.
—Es muy plano este territorio.
¿Toda la Patagonia es así?
—Por aquí es chatito todo —responde
la señora a mi lado.
—¿A qué se debe la falta de
árboles?
—Debe ser porque no llueve y hace
mucho frío. En invierno está todo congelado. Cuando uno siembra un arbolito
tiene que dedicarse a cuidarlo o de lo contrario no crece.
El letargo, esa especie de arrullo
que generan el andar cansino del bus, aquel sonido continuo del motor y del
aire acondicionado, surte su efecto anestésico. Descanso la cabeza sobre el
asiento y cierro los ojos. Sueño un sueño imposible, me desperezo y vuelvo al
paisaje.
A medida en que nos acercamos a El
Calafate hay ciertas ondulaciones en el terreno. Anuncian esa cordillera de los
Andes que recorre el continente y termina en Colombia. Con esto empiezo a
zigzaguear la Patagonia. Ir de la costa a la cordillera, de nuevo a la costa, y
otra vez más a la cordillera. Es la forma más efectiva, o tal vez menos
engorrosa que encontré de ir a todos esos puntos que deseo visitar. Interesante
como la palabra “zigzaguear” de por sí parece estar formando un zigzag. La
propia Z es un zigzag. Una onomatopeya. Palabras que imitan los sonidos o las
formas de los objetos o acciones que describen. “Maullido” reproduce el sonido
que hace el gato. Cacareo, estruendo, chapuzón, traqueteo. Estos son el tipo de
ocurrencias que se despiertan en las personas cuando viajan y tienen tiempo de
salir de sus rutinas. O por lo menos son las que se me ocurren a mí. Los
pensamientos de cada quien, aquellas hadas o demonios que embellecen o embrujan
la cabeza de la gente, están ligados de forma íntima a sus estados de ánimo, esa
realidad actual de su existencia. Pensar en la infinidad de veces que me he
visto mirando un panorama desde la ventana de algún vehículo al tiempo en que
lucho contra los demonios que me afligen, incrementa la importancia de estar
pensando en algo así.
La vegetación se pone un poco más
colorida con los arbustos verdes y negros que empiezan a poblar las estepas. La
señora me dice que los verdes son coirones y los negros calafates. Pasamos por
un sector en el que los calafates se extienden hasta el horizonte.
Saco “Hullablanca” y leo el poema
número “(20)”.
“conésta carne medesgarro
aguantaderos de laquiebra
los sepultureros no mueren
tienen poder sobrel descanso
te pondrántierra confía
enel favor del entierro
este pedazo a las cenizas
uñas y dientes al polvo”
En eso se convirtió papá. En
polvo. Daniel, mamá y yo esparcimos sus cenizas. De alguna forma fuimos
susepultureros, esos que nomueren, en los qué´l vive hasta que muramos…
“(27)”
“anillo de los padres
todos losdías es eldía
de los
inocentes
cuando alevosía est´hambre
despiert´al niño enel hombre
esta vez no más estaciones
del suplicio no
el abandono porque saben
los que hacen la cruz”
Volvemos alhambre. Parece que
al(h)ambrara los cuerpos de los niños, hiriera sus pieles con sus púas y les cerraralaboca de un ¡BOFETÓN!
“(30)”
“surgido al´ambre
muerdetierra
los niños comen
de ladureza
de laselva
niega respiro”
Latierratambienpuedeserrica. Posee aminoácidos, vitaminas, larvas, lombrices y heces.
“(33)”
“llueve
dondenunca miel
bajada lamujer
sufruto andando
niña delos ojosllueve
donce nuncamuero”
Niñadelosojos. Donde llueveesen tus ojos.
“(38)”
“lo nuestro es
quedars´en laherida
en el´umbraltajo
invertido
elcielo
con estamortaja
se cubrirán los reflejos
delhambre los quetemen
laimagen coman
mis despojosvivientes
a la luz severán
en nuestrosrostros
el perfilirresuelto
de las tinieblas
suyasnutrición”
Heridabierta, hambreterna. Cuando
la niñadelosojos muera será devorada
por los buitres…
“(39)”
“olor azufre hermanomío
en los bosillosperros
cobran y cumplenobediencia
cae sobre lospeces
en los ojos
no hay mar de repliegue
los ahogados estallan la pecera
caminan bajo elagua
se desmandan la mosca
es tentación y muerte
cienpies los botines pirañan”
Lomástristeeseso, hermanomío. Tú eres el lobo, ese otr´ombre,
qu´es otr´ombre, qu´es otr´ombre, qu´es cienpies rojo con bocadepiraña. Desgarras con tus dientesfiludos los pies de la niñadelosojos.
Levanto la mirada. Vislumbro unos
picos nevados en la lejanía.
—Por allá queda El Chaltén —me
dice la señora.
Las nubes parecen obra de algún
impresionista. Se aglomeran y esconden detrás de los montes.
—Dentro de poco vamos a llegar a
la bajada de Miguez, es muy hermoso —me advierte.
Tomo la filmadora y camino hacia
la puerta del bus. Apunto por fuera de la ventana y espero el momento. El valle
se abre al costado derecho con ondulaciones femeninas que terminan en los
cerros nevados. Un lago de color turquesa descansa sus aguas frente al grupo de
montañas y nubes. La profundidad del paraje y sus colores variados generan una
sensación sobrecogedora.
Vuelvo a mi puesto y sigo con el “(42)”.
“los cebados en la
piern´arrancada
peligran perono sueltan
pedazo
desquit´el cielo
trozan tironesdehígado
mordisquean
nosueltan
incisivos delhambre
los rápidoscorren
presas enlos márgenes
ven dice carnerroja
estapobreza culpa me
hoguera la boc´abierta
matahambre
somos
gusanos”
Es hermanomio. Él tiene la culpa. Desgarra los pies de la niñadelosojos, sigue con sus piernas,
las vísceras, la carneroja que
intensifica su tono colorado de cien-pies, su bocadepiraña llena de carnedegusano…
“(59)”
“una gota cae el padre
dos gotas los hijoscaen
una lluvia lamadretoda
esferaelhijo
futuro
y caigo sobre los´olivos
suenan pasos de los perdidos”
Niñadelosojos es hija de una niñadelosojos,
que es hija de otra niñadelosojos. Su
padre es el´hambre, el´hambre qu´es otr´ombre, qu´es otr´ombre, qu´es cienpies
rojo con bocadepiraña.
El poemario termina con “(60)”.
“hemos de volver al río
hombres lavarán niñasmujeres
lavarán hombresniños se
lavarán la máscara
es muchos rostros”
Lo´shombres llevarán a lasniñasdelosojos´al-río. Usarán
más-caras para cubrirse los rostros. Sus cuerpos quedarán expuestos… Y todo
vuelve a comenzar en los hombresniños
que son otr´ombre, qu´es otr´ombre, qu´es cienpies rojo con bocadepiraña.
El bus recorre los últimos
kilómetros frente al Lago Argentino. Entra a una población de casas de madera
con sus tejados en triángulo. Transita algunas calles habitadas por alerces, cipreses
y ñires, ingresa a la terminal y estaciona. Me despido de la señora, bajo al
andén y hago fila tras una pareja de paisas. Recogen sus morrales, los cuelgan
al hombro y aseguran las correas.
—Colombianos.
—Vos también. ¿De dónde?
—Bogotá.
—Rolo.
—Rolo buena gente —aclaro.
Me los vuelvo a encontrar en la
oficina de turismo. Preguntan cómo llegar al Hostel de las Manos. La señorita
les dice que es pasando el río. Se los muestra en el mapa.
—¿Puedo ir con ustedes?
—Sí, claro, venite —me dice la joven.
Se llama Juliana. Su novio
Ricardo. Ambos son de Medellín. Repasamos el camino y ruedo las maletas hasta
una bajada de cemento. Las sujeto con fuerza, pulseo cada uno de sus kilos, y
empezamos a bajar los innumerables escalones. Aprovecho los descansos para
recobrar energías. Descendemos hasta un paseo de artesanos y salimos a la Avenida
San Martín. Locales y restaurantes abren sus puertas en construcciones de
madera lacada. Sus avisos coloridos resplandecen bajo el sol de la tarde.
Ubicamos la calle 9 de Julio y empezamos a bajar. El sonido de las ruedas
produce un ronroneo en el pavimento.
—¿Qué tal les parece mi forma de
viajar?
—Muy cómoda —bromea Ricardo.
—Claro, soy conocido por ser un
tipo muy práctico. Así me pienso recorrer toda América del Sur… Si la maleta
tuviera cuatro ruedas podría halarla y ya. Con estas dos me toca alzar su parte
delantera.
Me cambio de lado y la levanto
con el brazo izquierdo. Terminamos de bajar las varias cuadras hasta un punto
en el que llegamos a un puente. Elevo ambas maletas y camino sobre la gravilla.
Descanso a la entrada del puente. Lo atravieso con las maletas alzadas y las ruedo
por un camino de tierra. Por fortuna salimos a una calle de asfalto en medio de
una naturaleza arbórea exuberante. Recorremos un par de cuadras y llegamos al
hostal. Es cómodo, limpio y de techos altos. Su arquitectura de madera genera
calidez. Los grandes ventanales, el ambiente tranquilo, los sofás y asientos
tapizados, lo hacen el sitio perfecto para trabajar en el cuaderno de viaje.
—Vamos a dar una vuelta por la
laguna y los humedales. ¿Vos querés venir? —Pregunta Juliana.
—Claro que sí.
Se chequean, pregunto si tienen lugar
y un joven comenta que solo hay una cama en el dormitorio de tres personas, que
por cierto es bastante costosa.
—Todos los dormis están copados
por la fiesta del lago que hay este fin de semana. Podés ir a los hostels de en
frente para ver si tienen cupo allá.
Me doy una vuelta. En ambos
sitios me indican que todo está lleno. Vuelvo al Hostel de las Manos. El joven
se ha ido. Una señora de actitud un tanto hosca, parece porteña, aunque no
quiero ser injusto, me indica que no hay ni una sola cama libre.
—El chico que estaba acá me dijo
que había una cama en el dormitorio de tres.
—Se la acabo de reservar a una
chica que llamó por teléfono.
—Vas a tener que ir a buscar rápido
—advierte Juliana.
—¿Puedo guardar las maletas aquí?
La señora hace mala cara pero
termina accediendo.
Salimos, damos algunas vueltas
por el sector de hostales y hoteles rústicos construidos en propiedades
cercadas por árboles. En ninguno hay cupo. Regresamos al hostal por las
maletas.
—Sigue el “vía crucis”.
Ricardo me ayuda con la pequeña.
Volvemos a cruzar el puente y preguntamos en Che lagarto. Tampoco hay ni una sola
cama. Vamos al Camping de dos Pinos. Una señora me indica que hay camas en una
cabaña en la que no hay calefacción.
—¿Vos tenés saco de dormir?
—No.
Se apiada de mí y me ofrece una que
al parecer ya tenía reservada. Me lleva a un dormitorio de dos catres en el que
hay un par de motociclistas coreanos que vienen manejando sus poderosas Hondas
desde Los Ángeles, California. El tercero es un francés que parece buena gente.
—¿Conoces a algún poeta de la
ciudad?
—A José Ángel Amarilla, vive a
pocas cuadras de aquí.
La señora me lo muestra en el
mapa. Tomo la bolsa con mi ropa sucia y regreso a la recepción.
—Me toca hacer esto antes. No
tengo un solo calzoncillo limpio.
—Te esperamos en el hostal.
—Espero no demorarme —le respondo
a Juliana.
Busco una lavandería que queda a
algunas cuadras de distancia, troto de regreso, vuelvo a cruzar el puente y llego
jadeando al Hostel de las Manos.
—Gracias por esperarme.
Salimos en busca de la laguna. El
mapa indica que un par de calles van hasta sus orillas. Vamos buscando la vía
por unas cuadras rurales habitadas por casas de madera y álamos que cortan el
viento.
—Me alegra encontrarme con
colombianos —confieso—. Hay colombianos que le huyen a los colombianos cuando
viajan.
—Tan bobos. Yo también he
conocido de esos aquí en Argentina —concuerda Juliana.
—Es como si se negaran a sí
mismos. De no ser por los colombianos mi vida en Filadelfia hubiera sido aburridísima.
A los norteamericanos les falta ese picante latino.
Juliana estudia en la Universidad
Nacional de La Plata. Ricardo trabaja en Medellín. Hablamos de lo personal que
es la percepción de un lugar. A Juliana le gusta Bogotá porque es cosmopolita.
Ricardo la odia porque la única vez que tuvo que ir de trabajo esperó un taxi
durante cinco horas. Salió a buscar uno en la calle, con los zapatos elegantes
entre los charcos, y su traje y corbata empapados por el chaparrón.
—Terminé llegando al aeropuerto
en bus.
—Está muy chistoso ese cuento, y
aunque es bastante caracterizador, creo que no se puede odiar a un lugar sin
darle una segunda oportunidad.
Confiesan que su cámara se dañó y
les tomo algunas fotos en las que sale el humedal con sus espigas doradas al
contraste de un agua oscura que forma visos granates. Atrás está el Lago
Argentino con su masa aguamarina. Luego vienen unas montañas bajas que parecen
haber sido cortadas por un cuchillo de hoja gigante. Batallamos el viento que
viene del lago, le damos una vuelta a un circuito que vuelve por la misma calle
por la que va, y nos detenemos frente al paisaje del otro lado. Un descampado
con arbustos amarillentos se extiende hasta el inicio de unas casas retiradas. Las
protegen cercas de álamos. Detrás se levanta una montaña de piedra.
Juliana propone ir a los
humedales. Caminamos hasta la entrada de la Reserva Natural Municipal Laguna Nímez
y entramos a la cabaña. Una señora amigable nos cobra. Dice que tenemos el
tiempo justo para caminarla antes de la puesta del sol. Nos entrega un folleto
en el que hay indicaciones punto a punto e iniciamos el avistaje. El cielo, de
un azul claro, el color pardo de las montañas, el agua en la que resplandece el
sol y los pastos tiernos con las espigas quemadas, le dan al paisaje un tono pastel.
Uno a uno vamos viendo a los cauquenes, patos y teros que introducen su enorme
pico en el barro. Buscan lombrices y otros invertebrados pequeños. Vistos de
cerca, los calafates tienen espinas. Los senecios poseen hojas afelpadas de un
color grisáceo. Paramos en un punto en el que se observa una vista panorámica
sobre la laguna y fotografiamos los islotes con los pastizales donde las
coscorobas y cisnes de cuello negro hacen sus nidos. Flamencos encorvados intensifican
el contraste de colores con sus plumajes rosados. Todo es largo en ellos: las
patas, que de lejos se ven como juncos, el cuello y el pico con el que atrapan crustáceos.
La naturaleza en su estado prístino muestra su cara más hermosa. Incluso unos
patos de pecho blanco y plumaje gris, aparecen indiferentes a nuestra cercanía.
—Cuando los seres humanos no
persiguen a los animales, unos y otros conviven en armonía —comento.
Tomo una foto en donde capturo a
un par de aguiluchos en pleno vuelo. Sus alas curvadas y cuerpos aerodinámicos le
dan apariencia amenazante. En otra sale una bandada de cauquenes. Según el
folleto estos grandes gansos patagónicos pasan el invierno en el centro del
país y en la primavera migran a estas tierras australes. Tomamos algunas fotos
en las que los rayos perpendiculares generan tonos brillantes en nuestros
rostros.
Bordeamos los matorrales con la
intención de encontrar alguno de los comesebos, chingolos, ratonas, calabrias y
remolineras que construyen sus nidos y se refugian del asecho de las aves
rapaces. El canto de un junquero se oye entre los juncos. El pato zambullidor
de pico azul y cola erecta se roba nuestra atención. A su lado hay un pato
cuchara. Barre con su pico cóncavo la superficie. Tomo algunas otras fotos en
las que el color del cielo se refleja en el espejo del agua. A medida en que
vamos llegando al otro lado de la laguna el atardecer va generando en las
montañas contrastes rojizos. Colorea el borde de las nubes con un tinte
amarillezco. Hacia el este van adquiriendo ese color rosáceo del ocaso. Nos
alcanza justo en el borde del Lago Argentino.
Avistamos algunas calandrias,
bandurritas y remolineras que picotean la orilla en busca de insectos e
invertebrados. Los gansos patagónicos parecen aglomerarse en este punto. El
frío es penetrante. El viento intensifica su soplido y Juliana cubre sus manos
con las mangas de la chaqueta. Tomamos las últimas fotos del Lago Argentino
contra el horizonte quemado. Un aguilucho emite graznidos sonoros y vuela sobre
nosotros. Su actitud defensiva delata la presencia de sus polluelos. De regreso
vemos algunos zorzales, patos overos y chorlitos cenicientos que terminan de
darle al lugar ese aspecto de refugio aviar único en el mundo.
Volvemos al Hostel de las Manos.
Ricardo baja las fotos a su computador. Me conecto a Internet, respondo y envío
mensajes. Hacia las nueve y media caminamos hasta la avenida San Martín. Todo
el lugar luce vivo. La gente cena en los restaurantes de fachadas coloridas y
camina la calle en busca del concierto de Miranda. Seguimos al tumulto hasta la
entrada de un descampado custodiado por policías de pecho amplio. Lucen
amenazantes con sus armas y los revestimientos del traje antimotines. Uno en
particular mide casi dos metros. Podría martillar a alguien de un mazazo,
aunque también podría caer de una pedrada. Le damos una vuelta al lugar entre
el gentío y nos compramos unos choripanes. Desde la tarima Sergio Goycochea cuenta
la forma en que llegó a ser el portero titular de la selección argentina del
campeonato mundial de Italia 1990.
—Nery Pumpido se lesionó en el
partido contra la Unión Soviética y ahí llegó mi oportunidad.
Añade que detuvo penales ante
Yugoslavia en los cuartos de final, y los de Roberto Donadoni y Aldo Serena ante
Italia en la semi. En la final estuvo cerca de tapar el de Andreas Brehme, con
el cual Alemania se coronó campeona.
—Por eso se le conoce como el “anti-penal”
—comento.
En 1988, cuando Goyco jugaba en
Millonarios, yo entrenaba en la escuela de futbol Alejandro Brand. Las sedes
compartían el mismo predio, de modo que los jugadores de Millos solían trotar
por ahí. Él iba pasando un día mientras yo hacía tiros al arco. Papá me dijo:
“Retalo a un penal”. Sentí un poco de timidés. Yo era un chico de quince años y
él la figura a la que íbamos a ver al estadio todos los domingos. Igual tome
cierto valor, dejé que se acercara al arco y le dije: “¡Goyco! Párate ahí y te
cobro un penal”. Caminó hacia el centro de la portería con desgano. Acomodé la
pelota y di tres pasos hacia atrás. Mi corazón latía con brío. Era la primera
vez que me paraba frente a un profesional. Tomé carrera y disparé un tiro a su
palo izquierdo. Goyco lo vio besar el vertical y anidarse en la red. Luego
siguió trotando. “Ni siquiera se estiró”, le dije a papá. “No importa. Era
imparable”, me animó. Eso fue antes de que Sergio llevara el apodo de
“anti-penal”, y fue un penal sin importancia, pero igual se lo metí,
Millonarios quedó campeón del fútbol profesional colombiano ese año, y yo me
quedé con esta anécdota. Luego tuvo momentos menos felices. Fue el portero del
famoso cinco a cero en el que Colombia goleó a la Argentina en el Monumental de
River, durante las eliminatorias del mundial. Muchos dicen que por eso fue
remplazado por Luis Islas y no jugó en Estados Unidos 1994.
—No sabía que ahora fuera
presentador.
—Tiene un show en televisión —responde
Juliana.
Goyco comenta que mañana temprano
va ir a visitar el glaciar Perito Moreno, que el Chaqueño
Palavecino, Coti Sorokin y Los Cafres hicieron sus interpretaciones en los días
anteriores, mañana estará el grupo uruguayo No te va a gustar, quema otro poco
de tiempo y finalmente dice:
—Con ustedes ¡Miranda!
El escenario se alumbra con luces
de diversos colores y el grupo electro-pop empieza a tocar. Escuchamos “Ya lo
sabía”, “Tu misterioso alguien”, “Perfecta”, “Vamos a la playa”, “El profesor”
y otras interpretaciones hasta que cantan “Don”, su canción más famosa. Salimos
del lugar y caminamos hasta el Camping de dos Pinos.
—Mañana vamos al Perito Moreno a
las ocho. ¿Vos venís? —Pregunta Juliana.
—Vamos a ver si me levanto.
Nos despedimos, entro a mi
dormitorio y alumbro la maleta con el celular. Los dos motociclistas coreanos
parecen un par de locomotoras que producen bufidos en cada respiración. Maldigo
mi suerte. El francés niega, da un salto del catre y saca unos tapaoidos. Me
acuesto y empiezo a dar vueltas. Cada ronquido rasga mi tímpano. La sucesión de
heridas me llena de pensamientos oscuros. El menos negro de ellos sería despertarlos
a baldazos de agua. El cansancio va adormeciendo mi veneno. Duermo y me
despierto de forma constante. Una noche de perros, aunque es más una de ratas.
A las siete y media el despertador me saca del suplicio. También los despierta
a ellos. Los miro con ojos cargados de rabia. Voltean sus miradas. Abro la
cortina. El día está soleado. Me doy una ducha rápida, me visto y salgo. Siete
y cincuenta y cinco. Corro por la 9 de julio con el mejor tranco posible. El
vino, los trasnochos y la falta de ejercicio, hacen mella en mi cuerpo de
escritor-deportista, una gran contradicción para muchos. Cruzo la avenida San
Martín, acelero por el paseo de los artesanos y me lanzo a subir las escaleras
alentado por la luz que me da ese minuto final que me queda. Ubico el bus en la
plataforma, les hago señas a Juliana y Ricardo desde abajo, y hablo con el
conductor.
—Tenés dos minutos para comprar
el boleto.
Hago la gestión de forma eficaz y
entro al bus.
—Llegué a pesar de las dudas —les
digo a mis compatriotas.
Camino hacia la parte de atrás,
me acomodo y dejamos la terminal. El bus sale del poblado y bordea la laguna.
La claridad es absoluta. Los rayos cargan al paisaje de energía. Los juegos de
colores generan un placer estético. El pasto verdoso, el aguamarina extendido
sobre el agua, las montañas con sus picos nevados, el cielo limpio y el cielo
de nubes grisáceas entre las cuales se destaca una línea que cruza el
hemisferio, como si hubiera sido pintada por algún niño aprendiz de dios, forman
cuadros vivos que voy retratando. Las casas de tejados triangulares, algunas
blancas, otras amarillas y verdes, de tejas rojas y arquitectura alpina, se
destacan frente a los montes áridos. En las praderas pastan ovejas y caballos.
Algunos árboles forran el paraje atravesado por ríos pedregosos que fluyen con
el agua del deshielo. Todo es calmo y placentero. Un reflejo del balance que
genera la naturaleza.
La sucesión de parajes hermosos
hace que la mala energía de la noche de rata salga de mi organismo. Igual hay
que ser tolerantes.
El bus se aleja del cuerpo
central del lago, remonta una vía zigzagueante y bordea un recodo hacia el
oeste. La superficie luce ese tono aguamarina que contrasta con las montañas.
Bosques de árboles secos, acantilados y playas pedregosas se avistan por el
camino. La sucesión de curvas nos van acercando al Perito Moreno. Una menos y
el glaciar se divisa a mano izquierda. Su enorme masa azul-blanca hace que el
panorama sea uno de los más hermosos que haya visto. Parece un fenómeno natural
de otro mundo, por lo menos para alguien como yo, que jamás ha visto uno. La digresión
me lleva a pensar que es de este mundo: la tierra. Un lugar tan variado y
hermoso al que todos llamamos casa, pero tratamos como si fuera el basurero de
la ciudad. Es una de las grandes contradicciones del ser humano, incoherente
por naturaleza.
El bus se desvía y detiene frente
a un puerto que da contra el brazo del lago. El guía informa que hay un barco
que llega hasta el borde del glaciar, aunque obvio, es bastante costoso. Me
acerco a Juliana y a Ricardo.
—Vamos, hay cosas en las que no
se puede ahorrar.
Están de acuerdo. Pagamos y nos
embarcamos en un barco con vitrales. Se termina de llenar de turistas de todos
lados del mundo y zarpa. Permiten el acceso a cubierta y salimos a desafiar el
viento helado. Voy tomando algunas fotos desde lejos. Una montaña con los picos
cubiertos se levanta tras el cuerpo de hielo. Perito Moreno intensifica su
color azuloso a medida en que nos acercamos. Sus dientes y ondulaciones al
contraste de la falda de la montaña horadada, hace presumir que hace miles de
años se extendía algunos cientos de metros más. Fue rastrillando la piedra
hasta dejarla llena de cicatrices. Grandes pedazos de hielo desprendido flotan
como icebergs. Tomamos fotos desde varios ángulos. La emoción de algunos
turistas desaforados hace que se terminen empujando o entren en las fotos de
otros. Todo el mundo tiene esa misma reacción de saberse ante un fenómeno
natural único. El barco da una última vuelta, pongo esa cara de malevo
característica y Juliana toma la foto final.
Volvemos al puerto, embarcamos el
bus, termina de recorrer la carretera y nos deja del otro lado de la montaña. Desde
la sede del Parque Nacional de los Glaciares la vista del Perito Moreno es
panorámica. Pasarelas con varias rutas de acceso permiten su observación desde
distintos puntos. Comemos un sándwich de milanesa y nos entregamos a la tarea
de ir recorriendo y fotografiando algunos de sus bordes. Grietas sobre el hielo
forman sombras. Una hendidura particular tiene apariencia de órgano sexual femenino.
Sus labios delimitan la entrada a ese mundo interior donde el azul se
profundiza.
Una guía le señala a un grupo la
falda de la montaña y les comenta que hace miles de años el hielo endureció la
tierra y la volvió piedra. Se me ocurre “Post-congelación”,
un pequeño poema desilusionista:
“El hielo te vuelve piedra”.
Una joven norteamericana le saca
en cara a su novio que nunca la espera y agradezco no tener pareja.
—Qué jartera —comenta Juliana.
Ricardo levanta los hombros.
La escena me lleva a la que yo
mismo protagonicé con Tatiana en 2007 y explotó sobre la pasarela de la
Garganta del Diablo. Anulo el recuerdo. No hace parte de este viaje. Las vamos
recorriendo una a una hasta que caminamos las que dan al costado occidental. La
pared del Perito Moreno genera esa oposición del hielo con el agua verdosa, las
montañas y el cielo nublado.
—¿Por qué se llamará Perito
Moreno? —Pregunta Ricardo.
—En derecho perito es un experto
que da su opinión calificada dentro de un tema particular que haya generado una
controversia —comento.
—Le debieron poner ese nombre por
algún perito llamado Moreno —concluye Juliana.
—No, no creo.
Un argentino nos oye y comenta
que Francisco Pascasio Moreno fue un explorador y geógrafo argentino.
—Gracias a su estudio se marcó la
frontera entre Argentina y Chile a lo largo de las altas cumbres. Eso evitó la
guerra. Efectivamente fue un perito.
—Viste que tenía razón —replica
Juliana.
—Y sí. Muchos ignorantes…
Otro guía explica que el glaciar
se mueve unos cien metros por año hacia adelante, lo que fuerza desprendimientos de hielo. Nos
sentamos a esperar a que ocurran. Al cabo de unos minutos un pedazo cede, genera
un sonido de rompimiento, cae al agua y forma el efecto de un mini-tsunami que
llega hasta las rocas.
Esperamos otro poco bajo la expectativa
de que un pedazo que luce resquebrajado pueda llegar a desprenderse, caminamos
una última pasarela y le damos las miradas finales al fenómeno.
Un joven con la camiseta del Boca
Juniors nos escucha hablar e identifica nuestros acentos colombianos.
—¿De qué equipo de fútbol son?
—Nacional —dice Ricardo.
—Yo de Millonarios, su eterno
rival.
—Sí, los odiamos.
Lo dice en broma, pero en serio.
—¿Tanto como eso, odio?
—Sí, a Millonarios se le odia.
—Bueno, qué se le va a hacer…
Remontamos las pasarelas en
silencio. Arriba propongo tomar una última foto.
—¡Nooo, ya es suficiente! —Exclama
Juliana.
Volvemos a la cede y las descargamos
en su computador. Ambos lucen distantes. El ambiente se puso acartonado. La
misma Juliana está un poco antipática. Parece algo insólito, pero las
diferencias futbolísticas desnudaron odios regionalistas y terminaron por
generar cierta barrera entre mis nuevos amigos y yo.
El reloj marca las dos y volvemos
al bus. Se sientan adelante. Sigo a mi puesto. Llevar siete años por fuera de
Colombia me muestra que me he ido alejando de ese tipo de fanatismos propios que
existen entre las diferentes regiones de un país. Por eso es que hay que
alejarse de casa para poder apreciar las situaciones en perspectiva.
El bus inicia su camino de
regreso. Saco mi cuaderno de notas y me concentro en el panorama. Árboles de
hojas pequeñas y ramas gruesas, algunos de los cuales lucen secos y parecen
salidos de un bosque encantado, pueblan la ribera del lago. La aridez de las
praderas amarillas en algunos sectores, y rojizas en otros, contrasta con el
tono aguamarina que el sol de la tarde genera en el agua. El paisaje de tonos
pasteles me evoca los cuadros de Fernando Fader. Entiendo por qué parajes como
estos le dan vida a pintores y poetas que les rinden homenaje. Las montañas con
sus filos rectos, cortados por aquel niño que juega a ser dios, terminan de
llenar al paraje con un espíritu eterno. Su esplendor recuerda lo infinito del
universo, lo ínfimos que somos, lo efímero de la vida, ese soplo de viento que
golpea en la ventana y se va.
Reporte publicado desde Valdivia,
Chile.
Espere nuevas crónicas y
fragmentos del cuaderno de viaje “En busca de poetas”.
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Agradecemos a Pavimentos Colombia
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