Mendigo por un día – Por: Eduardo Bechara Navratilova

El ruido de Chestnut Street se cuela por la ventana y distrae mi lectura. Por un megáfono me llega el canto amplificado de un hombre que interpreta What a wonderful World. Su voz gruesa imita la de Louis Armstrong. La quietud del invierno que enfría los ánimos de Filadelfia, contrasta con el movimiento del verano con la gente volcada a la calle.

Tengo el aire acondicionado al máximo. Según me cuentan, este verano de 2008 está particularmente caliente. Me levanto del sofá y echo agua en mi cara. Llevo un puñado de maní a la boca y vuelvo a la lectura. Intento concentrarme. No lo consigo. Tengo una idea rondando en la cabeza: quiero durar veinticuatro horas en la calle como un mendigo. Lo he venido pensando desde hace meses. Cierro el libro Miguel Estrogoff de Julio Verne, me preparo un sándwich de jamón y lo como sentado en el borde de la cama.

Con la llegada del verano he visto a los vagos pululando en el centro de ´Philly´. Hay uno en particular que se sienta contra la fachada de un antiguo banco y escucha una grabadora ochentera. El otro día salí de mi edificio y había uno echándose brandy en la cara. Tenía una de esas botellas chicas de avión y la usaba como si fuera un perfume.

Termino de comer y tomo fuerzas. Supongo que si voy a hacerlo éste es el momento. Las cosas se hacen o no se hacen. Me pongo un jean desteñido, una camiseta blanca roída en el cuello y unos tenis viejos. Me miró en el espejo y me suelto el pelo. Los mechones largos caen al lado de mi cara. Con esta pinta puede que parezca un mendigo estadounidense. Siempre cargan cosas. En el invierno los ves con sacos de dormir, chaquetas calientes, gorros y guantes. Hay algunos que tienen aparatos electrónicos y celulares. No se parecen en nada a los que hay en Colombia y caminan las calles como harapientos, sin nada diferente a su sombra y la oscuridad de su existencia. En Brasil es igual. La pobreza latinoamericana no es comparable a la que se vive aquí. Muchos mendigos de Filadelfia viven del ´welfare´, la ayuda que les da el Estado. Aún así, piden dinero y habitan las calles. Hay casos, por supuesto, en que es la pura pobreza la que los bota afuera.

Bajo en el ascensor y camino por el espacioso ´lobby´ del Adelphia House, un edificio de más de cien años inaugurado como hotel de lujo en 1903. Saludo a Timothy, el portero, y salgo al calor del día. Ayer hizo 99°F, unos 38°C, y algunas personas, en especial de la tercera edad, murieron por exceso de calor.

Son las dos de la tarde. Me fatiga pensar que estaré en la calle hasta mañana a las dos. Ya veremos qué pasa. Me aventuro por Chestnut. Un par de mendigos fuman y hablan en la esquina de la calle doce. El pico de una botella sobresale de una bolsa a su lado. ¿Qué los habrá llevado a estar en las calles? ¿Quién sabe qué vuelta del destino los trajo aquí? Puede haber sido el licor o las drogas. Esa es una causa frecuente. Tal vez sus padres los descuidaron de pequeños o no les dieron el amor necesario, ni los incentivaron. Mi papá dice que cada persona tiene unos alambritos que deben ser desenrollados. Cada uno de esos alambritos son aptitudes que bien desarrolladas pueden llevar a un niño a perfeccionar destrezas esenciales. Enseñarle a nadar, a pintar, a leer y escribir, a montar bicicleta o patines, a tocar un instrumento, las matemáticas, una lengua extranjera y otras condiciones que le van a ir dando la posibilidad de defenderse en el mundo y asumir la vida con entusiasmo. Khalil Gibran las llama flechas. Cada una de estas flechas te posibilita para valerte frente al mundo. Entre más flechas tengas más herramientas a tu favor tendrás.

Camino hasta Broad Street. El sol picante cae sobre la fachada de ´City Hall´. La estructura de granito se levanta imponente sobre el cielo azul. Me siento en el borde de una maceta y analizo mi próximo paso. Puedo pararme en la esquina y empezar a pedir dinero. Una especie de pánico escénico me invade. No es fácil pedirle plata a alguien. Esto también requiere de práctica. Lo medito por un tiempo y tomo fuerzas. Le estiro la mano a una mujer de jeans y camiseta.

—Disculpa, ¿tienes cambio que te sobre?

Me voltea los ojos y sigue derecho. Lo mismo pasa con un señor de sombrero. Vuelvo al borde de la maceta. Va a ser más difícil de lo que pensé. Enfrentarse a la vergüenza de pedir dinero en la calle es el primer obstáculo. Vuelvo a intentarlo una y otra vez de forma infructuosa. Me siento de nuevo. Ser un vago no es tarea fácil. Luces desamparado, careces de un plan, la gente te quita la mirada cuando pasa a tu lado. Es una indicación expresa que estás excluido de la sociedad.

Venzo la humillación, estiro la mano y una señora con una bolsa arruga la cara con desagrado. Me contento con el ejercicio de ver pasar la gente. Eso no va a pagar mi comida. Le extiendo la mano a una señora con gafas negras sentada en uno de los bordes.

—Disculpa, ¿tienes algo de cambio?

—¡Oh no! Lo Siento.

Me sumo en un estado de tristeza. Un sentido de abandono que te llega hasta los huesos. No tengo a dónde ir. El sentimiento me golpea. La sola idea da miedo. Las personas caminan a tu lado en una dirección determinada, tienen una vida, un destino inmediato, una motivación que las mueve, una tarea: desplazarse de un punto A a un punto B. Alguien los espera: el trabajo, un amigo, un familiar, en el peor de los casos un allegado. Tú no tienes a nadie. No hay un destino inmediato, una dirección, una tarea, da igual si volteas por una esquina o por otra. Todas están llenas de personas que te miran de arriba abajo con desconfianza.

Creo que de vago me muero de hambre como lo hacen muchos, pero en serio. Una joven pasa y le pido dinero. Me mira con desprecio. Un vago se quita los pellejos de una mano mientras mira al piso de forma alienada. Es afroamericano. Luce jeans arremangados, camiseta amarilla y botas plásticas.

Camino hacia Samson Street. Me siento frente al edificio del Banco Wachovia y le estiro la mano a los transeúntes que pasan por enfrente. Todos, sin excepción, voltean la mirada. Me inunda cierta desolación. Pasa un tiempo. No he conseguido nada y estoy aburrido. Saco la cámara de mi bolsillo, paro a una joven y le pido que me tome una foto. Levanta la cámara y lo hace.

—¿Parezco un mendigo?

—Sí.

—¿Me vas a dar algo de cambio?

Responde que no y camina en dirección a ´City Hall´. Ya son las cuatro de la tarde. Los ´yuppies´ con trajes y corbatas pasan a mi lado hablando por celular. Mujeres jóvenes lo hacen luciendo pantalones apretados o ´shorts´ con los que exhiben sus piernas. Ellas no hacen parte de mi mundo.

Paro a una afroamericana de esqueleto, jeans desteñidos y dientes amarillos. El borde de uno de ellos luce negro pero sus labios son atractivos y sus facciones agradables.

—¿Puedes tomarme una foto? —Lo hace. Me devuelve la cámara con una leve sonrisa—. ¿Tienes algo de cambio que te sobre?

Saca un pucho desordenado de su bolsillo y me da un dólar.

—Muchas gracias. Eres la primera persona que me da algo en todo el día.

—No te preocupes.

—¿En dónde trabajas?

—En el Marriott, aquí cerca. Soy camarera. Aunque llevo cinco años y voy a renunciar. Ya estoy aburrida.

—¿Y tu teléfono? ¿Te lo puedo pedir?

—Estoy casada —responde con una sonrisa. Se va caminando hacia el sur por Broad Street.

Quedo sorprendido. La persona más humilde es la única que me ha dado algo. Miro orgulloso el billete en mi mano. Me quedo ahí hasta las cinco y media pero nadie más me da un centavo.

En la intersección con la calle Walnut un loquito sin camiseta grita: —Están aquí. Han venido del espacio a invadirnos. ¿No los pueden ver? —Lo repite una y otra vez.

De subida por Walnut hay otro de raza blanca hablando para sí. —Dios bendijo a Nueva York. Él va a venir a bendecir a Filadelfia, él dijo, adviérteles…

Un peatón para en el semáforo de la dieciséis y le da un mordisco a un burrito de Qdoba. Recuerdo que no he comido. Me detengo frente al restaurante Brasserie Perrier. Varias personas beben cócteles y cervezas heladas en vasos que sudan. Pienso en pedirles una moneda pero no me atrevo. La deshonra es difícil de manejar aún si es auto-impuesta. El orgullo me impide humillarme frente a una mesa de ´yuppies´. En las de Alma de Cuba, una pareja toma martinis. Acompañan sus tragos con una entrada apetitosa de palmitos.

Son las seis y el calor aún es agotador. Termino de subir por la calle repleta de gente que entra y sale de los restaurantes y almacenes. Estudiantes en grupos y jóvenes ejecutivos, se dirigen a los bares para iniciar la noche de rumba. En Ritten House Square hay de todo. Una mujer pasa halada por su perro, un joven en bermudas monta su bicicleta pedaleando patas arriba con la espalda contra el pasto. Impresiona a tres amigas que tiene al frente.

—¿No es esto salvaje? —pregunta con voz de esfuerzo.

Una ardilla con una nuez en la boca da pequeños saltos hacia el tronco de un árbol. Espanta a un grupo de palomas. Un embolador con la camisa rota le ofrece sus servicios a una pareja que está en la banca de al lado.

—Estoy intentando ensuciar mis zapatos —le responde un hombre moreno que abraza a una joven asiática de vestido rojo.

—Tú te mereces más, —le dice el embolador a la joven—. Te mereces un tipo que tenga los zapatos limpios.

Dos niñas con vestidos lila juegan a pasar descalzas por el tronco caído de un árbol. Dos mujeres con falda pasan en compañía de un hombre que carga una máquina de fotografías en el hombro.

Hacia las siete siento el cuerpo pesado. Tengo un dolor en la nuca que me atormenta. El calor empieza a extenuarme. Es agotador. Se cuela por mi ropa incrementando el agobio.

Un hombre pasa con la camiseta de la selección argentina de fútbol. Sostiene un cono de helado en la mano. Me siento en una banca. Al cabo de un tiempo llega una joven rubia con una franela clara, pantalón corto y las gafas de sol sobre la cabeza. Desenvuelve un ´wrap´ de su papel aluminio, le da un mordisco, se levanta y lo tira a la caneca. Vuelve a sentarse, levanta un vaso de plástico y le da un sorbo a un líquido rosado con hielos. Saca un libro de su cartera, lo abre en la primera página y lo empieza a leer. Al cabo de un minuto lo baja.

—¿Qué pasó? ¿No te gustó el ´wrap´?

—No. Boté mi dinero.

—Estoy haciendo este experimento, sabes, de ser un mendigo…

—¿Y crees que he debido dárselo a un vago? Creo que no lo habría aceptado de todos modos. —Yo me lo hubiera comido feliz, pienso—. Mira, toma estas gomitas —dice lanzándome unos dulces empacados en una bolsa amarilla.

—No los puedo comer, soy hipoglicémico.

—Bueno, se los puedes dar a otro vago.

Se para de la banca y se va caminando por una de las esquinas del parque. Me quedo ahí solo, sin nada que hacer y con un sentimiento de orfandad que me llega hasta la médula. Hacer el ejercicio de imaginar que no tengo a nadie en el mundo me desgarra. No quiero ni pensar lo que te genera cuando es una realidad.

Una mujer de piel clara y jeans descaderados llega a la banca. Se sienta y destapa una ensalada dispuesta en un recipiente de plástico. La come con apetito. Mastica las hojas de lechuga y pedazos de cebolla produciendo un crujido en cada bocado. Su nariz es recta y sus labios gruesos.

—¿Está buena?

—Me la comí sin que me gustara —responde con un leve acento.

—¿De dónde eres?

—Polonia.

—Mi mamá es Checa —le digo con entusiasmo. Me mira con sus ojos negros y rasgados. Vuelve a su comida—. Ella nació en la guerra y siempre nos enseño a comernos todo.

La mujer bota el envase de plástico vacío, saca otro y come unos calamares floreados. Los mastica con movimientos marcados con la misma energía que la ensalada.

—¿Parezco un mendigo? Es que estoy haciendo este experimento de ser mendigo por un día.

—Pareces un drogadicto.

—¿Qué debo hacer para parecer un mendigo?

—Los mendigos huelen feo, lucen harapientos y sucios. Tu ropa es vieja pero está limpia.

Andrea Castelanski, una conocida del grupo brasilero “Hora Feliz in Philly” me ve y se acerca a la banca. —¿Qué haces acá?

—Estoy disfrazado de mendigo. ¿Parezco un mendigo?

—No, te veo igual a siempre. —La polaca se ríe, baja los ojos y trincha un nuevo calamar—. Para lucir como un mendigo tendrías que revolcarte en la tierra y ensuciar tu camiseta, está muy blanca —añade Andrea.

—Eso es una buena idea.

Me arrodillo en la tierra, unto mis manos y las empiezo a pasar por mis muslos y pecho. Los jeans y la camiseta se van ensuciando.

—Acuéstate en la tierra y da un giro —ordena Andrea.

—Eso no lo voy a hacer.

—Vamos, dale, dale, hazlo, hazlo.

—No, no lo voy a hacer.

—¡Orínate! ¡Orínate! Los mendigos huelen a orines. Orínate si quieres ser un verdadero mendigo.

—Estás loca.

—¡Orínate! ¡Orínate! ¡Hazlo! —dice con sevicia.

—¡Qué te pasa! —respondo ofendido.

La polaca me mira con una sonrisa. Me paro y camino hacia la banca.

—Apestas como mendigo —dice Andrea—. Te estaba ayudando a ser un auténtico mendigo y no quisiste que te ayudara.

—¿Tienes cambio que te sobre?

—Estás loco. Los mendigos me dan asco. Nunca les suelto un centavo.

Da media vuelta y se va. Camina hacia otra banca, saluda a otras personas y me señala. Volteo la mirada.

—¿Le hiciste algo? Se lo tomó personal —pregunta la polaca. Ahora come unos tentáculos de pulpo que se ven magníficos.

—La conocí el día de mi cumpleaños. Frecuenta un grupo de brasileros que yo conozco. Le pedí el teléfono en medio de mi borrachera, luego la volví a ver sobrio en otra reunión y nunca la llamé. Supongo que con esto se vengó.

—Le diste la oportunidad.

—Me acabo de sentir como en el colegio, cuando los niños grandes te discriminaban. Es duro sentir que no perteneces a un grupo.

—¿Por qué estás haciendo esto?

—He visto a los vagos caminando por ahí. En Colombia también hay muchos, así como en Brasil y en toda Latinoamérica. Soy colombiano. —Dejo pasar un momento—. Me dio curiosidad hacerlo. La gente les pasa por encima como si fueran invisibles. ¿Vas a darme una moneda? —Se esculca los bolsillos y me pasa unas monedas que suman cuarenta y cuatro centavos—. Te lo agradezco. ¿Cómo te llamas?

—Ania, mucho gusto.

—Yo soy Eduardo —digo estrechando su mano. Es fuerte pero delicada— Eres muy bonita. Como se nota que no eres norteamericana.

—¿Por qué lo dices? —pregunta subiendo una de sus cejas.

—Porque las norteamericanas no se sienta a hablar con un tipo así en un parque. Aquí la gente es muy desconfiada. Hay mucha paranoia. Eso me aburre. La gente es muy cerrada. —Annia guarda silencio. Su compañía me conforta. Come otro tentáculo—. Tengo hambre —le digo.

—¿Quieres? —me pregunta mostrándome el tarro de plástico con algunos tentáculos finales.

Lo tomo, trincho uno y lo llevo a mi boca. Me sabe delicioso.

—Tengo mucha hambre. ¿Puedes imaginar lo que es el hambre de verdad? Ninguno de nosotros conoce lo que eso significa.

—Europa ha pasado periodos de hambre.

—Los Estados Unidos no. Por eso la gente es tan consentida —digo llevando otro tentáculo a mi boca. Deslizó el tenedor con suavidad. Saber que estuvo en la boca de Ania me reconforta aún más.

—Aquí no entienden el concepto de ahorrar —dice ella.

—Antes de que tú llegaras estuvo una mujer que botó un ´wrap´ luego de darle un mordisco. —Ania estira los brazos y se despereza—. ¿Vas a darme tu teléfono? En el año que llevo aquí no he conocido a nadie como tú.

—No puedo. Vivo con un norteamericano en ese edificio. —Señala uno de fachada labrada a un extremo de la plaza.

—Vives en el sitio más caro de Filadelfia.

—Sí —responde con una sonrisa.

—¿Y el norteamericano es un tipo divertido? —Hace un silencio y duda—. Eso me imaginé.

—No es que sea aburrido —aclara enderezando la espalda en la banca—. Es un buen tipo, y es generoso.

—¿Por lo menos me vas a dar tu correo para poder enviarte la crónica?

—Sí, dale, anótalo—. Lo anoto en mi libreta y levanto los ojos. —Bueno, debo irme. Que tengas suerte.

—¿Ya te vas?

—Sí, me están esperando. Ten cuidado.

Camina hasta el borde del parque, cruza la calle y entra al edificio. El sentimiento de abandono vuelve a mí de forma triplicada. Siento ganas de llorar. Un dólar y cuarenta y cuatro centavos no alcanza para nada. Por lo menos necesitaría cinco para comprar un combo en Mc Donalds.

Me doy una vuelta por la plaza. Algunos vagos pueblan las bancas. Otras personas pasan frente a mí: parejas tomadas de la mano, una joven con sus papás, un viejo en bicicleta, un grupo de hombres luciendo vestidos de mujeres. La gente les aplaude.

—Vuelvan al zoológico —les grita un tipo.

Uno de los vagos le vocifera cosas inteligibles a los transeúntes. Su rabia es evidente. Tiene una bolsa de la que saca un plato de arroz grasoso. Su rostro está percudido por la mugre al igual que sus manos y prendas. ¿Dónde habrá nacido? ¿Quién habrá sido antes de ser quién es? ¿Qué lo empujó a esto?

Se da cuenta que lo estoy mirando y me grita. No entiendo lo que dice. Me muestra su puño. Sus pupilas parecen desorbitadas. Vuelvo los ojos hacia mi libreta y escribo lo que estoy viendo. El tipo sigue gritando pero no le paro bolas. Ahora le muestra el puño a un transeúnte.

Estoy agotado, el espaldar de la banca es incómodo. Quisiera descansar un poco, librarme del agobio. El calor me atormenta sin descanso. Los mendigos carecen de muebles cómodos: un sillón acolchado, una cama mullida, una piscina, un jacuzzi. Nada de esos bienes hacen parte de su mundo.

Creo que nunca en mi vida había aguantado tanto calor, un calor intenso, que no da tregua, un calor que te va menguando el espíritu y te dice que tu salud corre peligro, que el cuerpo humano no está hecho para aguantar estas temperaturas y que tal vez estás tentando tu suerte. Necesito acostarme un rato y descansar el cuerpo.

Me siento en el pasto cerca a cuatro niños acostados en sus espaldas. Miran el firmamento. Hago lo mismo. Cuento once estrellas. El vértice de tres edificios aparece junto a las copas de los árboles. Algún avión lejano de luces titilantes pasa produciendo un leve resoplido de turbina. El murmullo de algunas personas hablando en las bancas se mezcla con el de los carros y buses que pasan acelerando por Walnut.

Cruzo mis manos y las llevo detrás de mi cabeza. El rugido de una moto se escucha de una punta a otra del parque en una sola acelerada. El pasto está fresco. Alivia un poco mi agobio aunque la tierra es dura. Saco el celular de mi bolsillo y me percato de que ya son las ocho y media. Otro mendigo duerme sobre el pasto al lado de una bolsa plástica.

Mi garganta está seca. Tengo mucha sed. Necesito beber algo. Tomo fuerzas y me paro. Salgo del parque en dirección a Mc Donald´s. Supongo que lo recaudé me alcanza para una Coca Cola. En la calle dieciocho hay un grupo de personas arregladas que hacen fila para entrar a Vango. Un par de mujeres en tacones y minifalda entran a Biblos. Bajo por Samson y paso al lado del Sofitel. Un grupo bebe una botella de ginebra Bombai Saphire en unos asientos de terciopelo dispuestos detrás de las ventanas polarizadas del hotel. Un tipo y dos mujeres de falda corta hablan y fuman frente a la entrada del bar “The Raven”.

Volteo por la diecisiete, bajo hasta la dieciséis y me topo con un local que vende pizza. Entro y busco en el mostrador una carta de precios. Una rubia de tacones y vestido ceñido al cuerpo me mira con desconfianza. Detalla la suciedad de la tierra en mis jeans y camiseta. Me quedo ahí parado durante un rato.

—¿Va a pedir algo? —le dice un hombre a otro en español adentro del mostrador.

—¿Cuánto vale la pizza? —pregunto en español a un joven de contextura delgada con un ´piercing´ en el oído.

—¿Cuál quieres?

—No sé. ¿Cuánto vale?

—La sencilla vale dos dólares. Dos catorce con impuesto. ¿La quieres?

—Espérate. —Saco el billete de un dólar y cuento las monedas sintiendo los ojos de la mujer puestos en mí. Tres monedas de un cuarto que tenía desde antes aparecen en el bolsillo anterior—. Sí dámela.

—Tienes que pagarla en la caja.

Camino hasta ella y le entrego el dinero a un hombre de baja estatura. El otro joven llega.

—Es que no sabía si me alcanzaba —digo levantando los hombros—. Estoy probando ser mendigo —añado mostrando mi camiseta sucia—. Soy escritor y quiero ver qué se siente. Es muy duro.

—Pero te ha ido mal porque aquí vienen unos llenos de monedas. Van a pedir dinero cerca a ´City Hall´.

—Sí, yo no soy bueno para pedir. No estoy acostumbrado. ¿Me puedes regalar un poco de Coca Cola?

—Sí, claro.

Le pone hielos a un vaso de cartón y la sirve de un dispensador. Le doy un sorbo largo. Entra delicioso refrescando mi garganta. El aire acondicionado regula mi temperatura. Es un regalo del cielo, otro de esos servicios que damos por sentados pero que la gente más necesitada jamás llegará a disfrutar.

Me entregan mi pizza y me siento frente a un T.V. de pantalla plana en el que están pasando un partido de la liga inglesa de fútbol. Juegan Manchester Vs. Liverpool. Muerdo la pizza. El queso derretido invade mi boca con su sabor característico. Masco el pedazo y lo trago. Voy degustando cada pedazo. Bebo sorbos de Coca Cola y termino mi pizza con calma. Qué rico puede saber un alimento cuando se vuelve un bien que no tienes a la mano, un lujo como todos los demás que anhelas y no puedes satisfacer.

—¿Quieres otro pedazo? —me pregunta el flaco desde el mostrador.

—No tengo como pagarlo.

—No importa. —Camino hasta él y me da uno de peperoni—. ¿Quieres otro poco de Coca Cola?

Le doy mi vaso. —Muchas, gracias. ¿Ustedes cómo se llaman?

—Rafael y Benny.

—Es un placer conocerlos. —Estrecho sus manos—. Por qué no me dan sus correos electrónicos y les envío la crónica. Voy a incluirlos en ella.

Me los dan. Vuelvo a la mesa y muerdo la pizza. La gente que tiene menos siempre resulta ser la más amplia y generosa. Rafael y Benny saben lo que es sentir hambre, no tener una comida cierta en el día. Con seguridad cruzaron la frontera y han tenido que pasar momentos muy duros hasta llegar a estar detrás del mostrador vendiendo pizzas. Supongo que anhelan volver a México en algunos años conduciendo una camioneta 4 x 4 y los bolsillos llenos de dólares que les repartirán a sus familiares. Serán héroes que desafiaron el peligro y volvieron victoriosos. ¿Cuántos inmigrantes sin papeles perecen en el intento?

Les agradezco de nuevo y salgo al calor de la noche. Es muy intenso, pero las dos pizzas y vasos de Coca Cola me han fortalecido. Por lo menos ya no siento que mi salud corre peligro. Subo de nuevo por la calle Chestnut. Un grupo de universitarios camina hacia “Drinkers” en la diecinueve. Qué lejos están ellos de una vida precaria, de caminar las calles sin rumbo o asumir la vida en un día a día en el que no hay dirección. Suena difícil de creer pero el mundo está lleno de estas personas abandonadas.

La fila para entrar a Vango ha crecido. Un par de ´bouncers´ requisa a unos clientes. Los dejan pasar y suben por las escaleras que llevan al segundo piso de la disco. Vuelvo a la plaza. Me siento en una de las bancas. Cada una de ellas tiene un apoyabrazos intermedio que les impide a las personas acostarse. Supongo que mi inquietud ahora es en dónde pasar la noche. Mato el tiempo viendo a la gente. Vuelvo al pasto, acomodo la espalda y cruzo los brazos. Busco una posición en la que me siento cómodo y cierro los ojos. Podría pasar la noche ahí, ¿por qué no? Por lo menos es un lugar seguro.

Me relajo y pienso en Colombia. En lo lejos que está. Recuerdo el niño que fui, al que su papá le compró una camiseta a rayas y no se la quitó durante tres días porque era la camiseta que le había comprado su papá.

Un sonido de agua disparada rompe mi pensamiento y siento la hilera de gotas aterrizar en mi cara. De un momento a otro se han encendido todos los roceadores del parque. Varios vagos se levantan del pasto y caminan fuera de su alcance para no ser alcanzados por los chorros. Aprovecho y me refresco un poco con la película vaporosa que sale de uno de ellos.

Vuelvo a la banca. ¿Dónde voy a pasar la noche? Me pregunto. Ahora es una preocupación. Me siento ahí por un momento. Un sentimiento desolador me invade de nuevo. El calor del día me ha dejado extenuado y lo único que quisiera es descansar. Recuesto la espalda contra el incomodo espaldar de la banca y saco mi teléfono. Llamo a mi amigo Carlos Queirós y le digo que por fin me decidí a ser un mendigo por un día. Me dice que llega al parque en quince minutos. Saber que viene me reconforta un poco.

Siento que estoy haciendo trampa. Los mendigos no van observando a la gente ni apuntando sus pensamientos en libretas. Los mendigos no tienen celulares ni llaman a sus amigos para que los vengan a consolar. Los mendigos no están haciendo ningún ejercicio de vida en el que pueden experimentar lo que sienten las personas entradas en desgracia. Los mendigos lo sienten de verdad. No tienen a dónde ir, no tienen qué comer, no tienen a quién llamar, no tienen una motivación y lo peor de todo, a muchos se les olvido lo que es tener una vida.

El vago que ha estado gritando saca un cacho de marihuana y lo fuma. Les dice a unas personas que no se le acerquen porque les vuela la cabeza.

Carlos llega con su pelo húmedo y bien peinado. —Por fin te decidiste a hacerlo —me dice en portugués.

—Si las cosas se hacen o no se hacen.

Se sienta en la banca con entusiasmo y hace un paneo general sobre los vagos de enfrente. —Las personas que viven en la ´rua´ tienen una expresión característica en la cara: ya perdieron el brillo en los ojos.

—La parte que más dura me ha parecido es la sensación de ser invisible. Humillarse a pedir dinero también es asqueroso.

—La gente que vive en la calle ya tiene estrategias. Siempre hablan de su familia y repiten que quieren ir a casa. Decir: “necesito dinero para llegar a casa”, remite a las personas a su propia existencia familiar. Ven en carne propia la situación del mendigo y le dan el dinero.

—Es la idea platónica de la tragedia. El observador ve en el otro la desgracia y siente compasión y temor porque a él también podría llegar a pasarle.

—La situación es muy compleja —dice Carlos de cara al vago que fuma su cacho de marihuana—. Las personas que están en la calle pierden la esperanza en la vida y las personas que tienen dinero consideran que el problema es demasiado grande.

—Es cierto. El problema es muy grande. Muchas de estas personas ya están muertas por dentro. —Me levanto de la banca para estirar las piernas—. Tengo una sed espantosa.

—Vamos a casa y te ofrezco un vaso de agua.

Bajamos por Walnut. En la esquina de la diecisiete me siento en el piso y le digo que me tome una foto. Una cucaracha camina a mi lado. Estiro la mano y le pido dinero a un peatón. A Carlos le da pena y voltea su mirada para otro lado.

—Viste que es difícil. Incluso a ti te dio vergüenza.

Un policía pasa en una patrulla y nos mira con ojos suspicaces.

Bajamos a Broad y caminamos hasta Pine Street. ´City Hall´ con su torre de 167 metros luce distinta. Toda Filadelfia luce distinta si no tienes dónde quedarte a dormir. Tus problemas se vuelven vitales. Dejas de pensar en cosas superfluas y te enfocas en sobrevivir.

Bajamos hasta la once. El apartamento de Carlos me brinda un consuelo momentáneo. El aire acondicionado me refresca. El sofá se ve provocador pero no me siento. No le quiero hacer más trampa a mi experiencia. Carlos me pasa el vaso de agua y lo engullo en pocos tragos, me pasa otro y hago lo mismo. Su novia Ali baja del segundo piso.

—Tú definitivamente estás loco.

Le sonrío, me despido de ella y Carlos me acompaña hasta la salida. —Ten cuidado, —me advierte—, estás calles son peligrosas.

—Tienes cambio que te sobre —le pido con la mano extendida.

Saca dos dólares y me los entrega. Nos damos un abrazo y camino calle abajo. La ciudad duerme y las calles están silenciosas. Me doy la última licencia y saco el celular del bolsillo. Quiero contarle a Camilo Moncada que finalmente lo hice.

—Eso me gusta de usted. Es una persona comprometida con su arte.

—Pedir plata es muy duro. Hay que humillarse para hacerlo.

—Un verdadero mendigo está por encima de la humillación, —responde con elocuencia—. Hay que perder el miedo. Un mendigo no discrimina a quién le pide. Le pide al rico, al pobre, al estudiante, a la abuelita, a otro mendigo.

Las casas de trescientos años con sus porches, barandas y dispositivos metálicos para quitarse la nieve de los zapatos, acompañan mi camino. La noche luce tranquila. Sería como cualquier noche si es que fuera ir a mi aparta-estudio a dormir. No sé a dónde voy. Solo camino por las calles. Tomo la quinta y paso junto a un gimnasio en el que se aprecian unos balones de ´pilates´ amontonados contra el vidrio. Las personas que van a un gimnasio tienen una intención. Desean ser atléticos, sanos, lucir bien. Les importa su aspecto, tienen una ilusión y una vida por la cual luchar. Es triste saber que hay personas que no tienen nada de eso.

Chestnut luce un poco más movida. Hay gente que sube caminando desde los bares de ´Old City´. Una joven con medias de rombos, botas negras y shorts del mismo color, se acerca por el andén en dirección contraria.

—Discúlpame, ¿tienes un dólar que te sobre?

Levanta su cara y me mira. Sus cejas son pronunciadas y su cara está maquillada. Cuando entiende lo que le estoy pidiendo aparta la mirada.

—No tengo —responde.

Sigo bajando hasta la ciudad vieja. Algunos borrachos salen de Rotten Ralph´s. Otra gente entra a Brazil´s. Me quedo ahí un rato. No tener a dónde ir me genera un sentimiento desagradable. De alguna forma me humilla ante gente que tiene sus necesidades satisfechas y van en busca de la fiesta. Sus prioridades no son comer o buscar una cama en dónde dormir. Ellos están en busca de sexo, o de conquistar al hombre o mujer de sus sueños.

Continúo mi marcha hacia el río. Cruzo la calle frente a una patrulla de policía con dos agentes adentro. Me observan caminar como sombra en la noche. Sigo de largo y llego hasta ´Penn´s Landing´. Las luces de los edificios en Camden se reflejan sobre las aguas del Delaware al otro lado del río. Es la ciudad más peligrosa de los Estados Unidos, seguida por Filadelfia. Las separa el puente Benjamín Franklin, el primer puente colgante del mundo con su estructura de acero alumbrado en medio de la noche. El rio hace parte de lo que se llamó el ´Mason Dixon Line´, la línea divisoria entre el norte y el sur. Hacia allá, Nueva Jersey, considerado en este punto aún como el sur. Del rio hacia el norte, Pensilvania, una tierra libre en la que se abolió la esclavitud. Es increíble pensar que un esclavo que pasara el río era hombre libre. Estas tierras tienen historia. Una historia sufrida y sangrienta. Para llegar a ser lo que son, sus gentes tuvieron que tragarse muchos escorpiones.

Me quedo un rato mirando los barcos anclados en la orilla. Hay una corbeta de la marina de los Estados Unidos. Más allá está el Mochulu de cuatro mástiles, famoso por ser uno de los principales barcos de vela que transportaba madera desde la costa oeste hasta Australia. Aún más allá, se ven las chimeneas del S.S. United States, el barco de pasajeros más rápido del mundo, hoy en día convertido en un barco fantasma.

Saco el celular y miro la hora. Una de la mañana. ¿Dónde voy a pasar la noche? Me pregunto de nuevo. La fatiga se cuela hasta mis huesos. Camino de vuelta. La patrulla sigue en el mismo sitio. Los policías me miran tras los vidrios polarizados. Pienso en lo que les diría si me paran y me preguntan a dónde voy. ¿Me creerían? Ni siquiera tengo conmigo el carnet de la Universidad de Temple que me acredita como estudiante.

Vuelvo a la calle dos. Algunas personas toman cerveza frente al bar “The Plough & The Stars”. Uno de ellos me para. —Tú te pareces a Cat Stevens, así con la nariz arqueada, la barba desordenada y el pelo largo. ¡Miren, Cat Stevens! —le dice a sus amigos.

—Cat Stevens. ¿Qué haces por aquí en Philly? —me dice una de las jóvenes borrachas.

Me alejo de ellos. No sé qué pensar. Me siento decepcionado al saber que no me tomaron como un mendigo. Por el otro lado me alegra que me hayan tenido en cuenta. La canción Moonshadow viene a mi cabeza: “Yes, I´m being followed by a moonshadow / moonshadow, moonshadow / Leaping and hopping on a moonshadow… And if I ever lose my legs / I won´t moan, and I won´t beg / Oh, if I ever lose my legs / Oh, if, I won´t have to walk no more… Did it take long to find me? / I ask the faithful light / Oh, did it take long to find me? / And are you going to stay the night?”.

No son las primeras personas que me lo dicen. Claire Lenahan, una estudiante de teatro, también lo dijo. Me regaló un disco con sus canciones favoritas de Cat Stevens porque yo le acordaba de él. Stevens también quiso experimentar con su identidad: se cambió el nombre por uno islámico y ahora se hace llamar Yusuf Islam. Con todo y eso, al final del día ambos volveremos a ser quienes somos. El cansancio sepultará la rebeldía y despertará nuestra identidad verdadera. Mañana habremos olvidado todo y volveremos a nuestros prejuicios.

Cruzo la calle y paso al lado de un vago sentado frente a Cuba Libre. Mira hacia el piso con la cara entre una gorra. La levanta y me mira. —¿Tienes cambio?

—No tengo plata —le respondo.

Su rostro no tiene brillo así como dijo Carlos.

Me corro algunos metros y me quedo ahí. No tengo a donde ir. No tengo un derrotero, ni un plan, ni nada. No tengo nada.

Me quedo mirando al vago por un momento. Prende una colilla de cigarrillo a la que le da dos chupadas antes de botarla sobre el andén. Camino hasta Market Street. Los oficiales de otra patrulla me tienen los ojos puestos encima. Me doy cuenta que me están supervisando. Quieren saber a dónde voy, qué estoy haciendo ahí en la calle vagando sin ningún destino. Ante sus ojos podría ser un ´jibaro´ intentando vender alguna droga. Vuelvo a los bares y me siento a poca distancia del otro mendigo. Me quedo ahí. Meditó por qué hago estas cosas y por qué soy tan distinto al resto de la humanidad. Siempre voy en busca del dolor cuando la gente va en busca de la felicidad. La misma Tatiana me lo ha dicho: “¿Si puedes ser feliz por qué no lo eres?”. Yo mismo me lo he preguntado muchas veces. Algo me lleva a hacer esto. El dolor agudiza mis sentidos, me hace sentir vivo y me deja percibir el sufrimiento humano. El dolor me hace mejor escritor. Si estuviera en una zona de confort mis temas serían completamente diferentes. Sería un escritor que expondría la felicidad y la ilusión.

Ahí sentado no perturbo a nadie. Soy invisible incluso para los policías. Me quedo tranquilo hasta las tres de la mañana y veo a los últimos clientes salir de los bares. Algunas jóvenes caminan abrazadas de un lado a otro con sus vestidos desajustados. Un par de tipos encienden unas motos de alta cilindrada. Las aceleran produciendo un rugido ensordecedor. Una mujer con un vestido de rayas de tigre se monta con uno de los motociclistas. Otra, con uno de rayas de cebra, se monta con el segundo. Se ponen los cascos y las dos motos salen disparadas por la calle. Voltean por Samson y el bramido de su motor se pierde en la distancia.

Un taxista pasa y rompe su espejo contra el del carro de un rapero. El rapero sale a verificar el daño. A su espejo no le pasó nada. Se monta de nuevo y se ríe con otro rapero.

—Por qué siempre tratas de pegarle a alguien —dice un tipo que pasa en compañía de otro.

—Porque te estaba mirando mal —responde el amigo con los puños cerrados.

Camino hasta Market Street. La patrulla sigue junto al andén como caimán en playa. Esperan a que algo ocurra: una pelea callejera, alguna persona manejando borracha o un ´business´ de cualquier tipo en el que se lleven una medalla por capturar a un ´jibaro´ desprevenido. Subo hasta la calle tres. La avenida está bien concurrida para ser miércoles. A medida en que me acerco a la cuatro y la cinco, se empieza a respirar cierta soledad. Las personas están en sus apartamentos durmiendo.

Una rata gigante se pasea por el borde de un andén y se esconde en una cañería. Estas son las calles por las que se pasearon los grandes próceres de la independencia norteamericana como George Washington, Benjamín Franklin, Thomas Jefferson y John Adams.

Paso frente al Hall de la Independencia. Hace menos de un mes estuve con mis papás por aquí. A mi papá le brillaron los ojos al saber que estas calles vivieron el grito de independencia. Tomamos un vehículo anfibio de esos que desembarcaron en las playas de Normandía en la Segunda Guerra Mundial, y hoy pasean turistas por las principales ciudades de los Estados Unidos. Terminamos el tour navegando por el Delaware. Como niños, papá, mamá y yo, soplamos los silbatos aflautados que producen un resoplido de pato. La imagen es aún vívida en mi memoria. Tener a mis papás lejos incrementa mi sensación de orfandad.

Un par de vagos duermen en la entrada de un local entre las calles ocho y nueve. Hay otro que hace lo mismo una cuadra más adelante. Camino hasta la calle once y me siento en la banca del paradero de buses. Me quedo ahí un rato hasta que el cansancio me vence. Son las tres y media. Debo buscar un lugar para dormir. Podría acostarme contra una fachada en el andén pero no me atrevo. Camino hasta Filbert Street en el barrio chino y miro los cuatro andenes subterráneos de la estación de trenes Market East. Están desocupados y las puertas con llave. Un mendigo llega a mi lado.

—¿Tienes marihuana? —me pide llevando sus dedos a la boca.

—No.

Me cruzo con una mujer sin dientes camino a la calle doce. Me compró un café con leche en Wawa con los dos dólares que Carlos me dio. Lo pruebo. Me sabe delicioso. Los ojos de otro vago me miran con antojo. Bebo la mitad disfrutando cada sorbo y le regalo el resto.

—Dios te bendiga.

Doy algunas otras vueltas por ahí. Estoy desesperado. El calor no disminuye y de nuevo me siento cocinado. Debo encontrar un lugar dónde pasar la noche y dormir un rato, si es que quiero llegar a las dos de la tarde del día de mañana. Un bus de Greyhound pasa por la calle y se me ilumina la mente. La terminal de buses queda a cuadra y media. Camino bajo los avisos luminosos que publicitan los restaurantes de comida asiática y entro a la agradable terminal climatizada.

Me siento junto a una latina despeinada. Su vestido está deshilachado en las puntas. Frente a mi hay un afroamericano con ´dreads´ y los jeans rotos. Junto a él espera un hindú recién bañado y una joven de ojos rasgados con ojeras marcadas. Una viejita de gafas blancas no desatiende su maleta. Soy el único blanco a excepción de otro hombre con rasgos latinos. Todas son personas humildes pero tienen un destino. Van a algún lugar en el que intentan descubrir algo, reconciliarse o simplemente seguir con sus vidas.

Una joven de trenzas y shorts de satín llega con su tiquete y me mira de forma desconfiada. Cierro los ojos e intento descansar un poco en el asiento incómodo. Las fibras metálicas forman cuadrados que se marcan en mi trasero. Su espaldar curvo es pésimo para mi hernia discal. Me lo aguanto. Necesito dormir. Desconectarme un poco de esta ficción que me auto-impuse pero es la realidad para muchas personas. Mi mente me lleva a Bogotá por un instante. Alguien me toca el hombro. Abro los ojos. Es el guardia de seguridad.

—¿Tienes tu tiquete de Greyhound?

—No lo tengo.

—¿No planeas conseguir uno?

—No.

—No puedes estar aquí si no tienes un tiquete de Greyhound.

Me levanto bajo la mirada de la gente. El guardia se dirige hacia otra mujer que tiene los brazos cruzados y también le pide el tiquete. No lo tiene. Salimos al calor de la calle. Me siento en el andén. Algunos pasajeros con maletas se bajan de taxis. Me quedo ahí, viendo a la gente llegar e irse. Todos ejercen una acción activa menos yo y otro par de vagos que merodean. Apoyo los codos en mis rodillas y hundo la cara entre las palmas. Permanezco algunos segundos así. Levanto la cara. Mi reloj marca las cuatro y media.

¡Al diablo con esta mierda! ¡Yo tengo una cama!

Me levanto como un resorte. La decisión me devuelve la fuerza y el espíritu. Doy algunos pasos en dirección a la calle doce.

Un vago me llama desde atrás. Me volteo. Tiene los ojos inyectados. Usa gafas cuadradas y traje desteñido. Aunque es de mediana edad su piel luce acartonada. Debe tener menos edad de la que aparenta.

—¿Tienes con qué ayudarme? Voy a casa y me hacen falta unos dólares para el bus.

—Tengo algunas monedas.

Hundo la mano en el bolsillo y saco veintitrés centavos que le paso a su palma extendida.

—Algo es algo, —le escucho decir mientras retomo mi rumbo—. ¿Sabes a dónde vas? —Me volteo—. ¿Tienes alguna idea de a dónde vas? —repite de forma insistente.

—Sí —respondo.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Me volteo y sonrío. Sigo sonriendo en Market Street. Pienso en mi cama y mi pequeño hogar. Los veo como un regalo del cielo. No puedo esperar a poner la cara en la almohada. Agradezco tener un destino, un camino que yo mismo me he trazado. Algunos pajaritos cantan frente a mi edificio. Son las cuatro y cuarenta. Entro a su recepción enchapada en azulejos. ¡A la mierda con ser mendigo! Ojalá todos pudieran elegir no serlo.

Comments

Fabio Lazzeri said…
A veces es importante "parar" para observar lo esencial y verdaderamente importante. Con toda seguirdad manana voy a ver a los mendigos con otra actitud.
un beso desde Firenze
Mariaca
Anonymous said…
Mariaca, muachas gracias por el comentario. No sabemos por que llega una persona a la calle pero lo que no debemos olvidar es que sigue siendo una persona.

Un fuerte abrazo,

Eduardo Bechara N.

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