Crónica – Mendigo por un día – Parte III - Por: Eduardo Bechara Navratilova

Me doy una vuelta por la plaza. Algunos vagos pueblan las bancas. Otras personas pasan frente a mí: parejas tomadas de la mano, una joven con sus papás, un viejo en bicicleta, un grupo de hombres luciendo vestidos de mujeres. La gente les aplaude.

—Vuelvan al zoológico —les grita un tipo.

Uno de los vagos le vocifera cosas inteligibles a los transeúntes. Su rabia es evidente. Tiene una bolsa de la que saca un plato de arroz grasoso. Su rostro está percudido por la mugre al igual que sus manos y prendas. ¿Dónde habrá nacido? ¿Quién habrá sido antes de ser quién es? ¿Qué lo empujó a esto?

Se da cuenta que lo estoy mirando y me grita. No entiendo lo que dice. Me muestra su puño. Sus pupilas parecen desorbitadas. Vuelvo los ojos hacia mi libreta y escribo lo que estoy viendo. El tipo sigue gritando pero no le paro bolas. Ahora le muestra el puño a un transeúnte.

Estoy agotado, el espaldar de la banca es incómodo. Quisiera descansar un poco, librarme del agobio. El calor me atormenta sin descanso. Los mendigos carecen de muebles cómodos: un sillón acolchado, una cama mullida, una piscina, un jacuzzi. Nada de esos bienes hacen parte de su mundo.

Creo que nunca en mi vida había aguantado tanto calor, un calor intenso, que no da tregua, un calor que te va menguando el espíritu y te dice que tu salud corre peligro, que el cuerpo humano no está hecho para aguantar estas temperaturas y que tal vez estás tentando tu suerte. Necesito acostarme un rato y descansar el cuerpo.

Me siento en el pasto cerca a cuatro niños acostados en sus espaldas. Miran el firmamento. Hago lo mismo. Cuento once estrellas. El vértice de tres edificios aparece junto a las copas de los árboles. Algún avión lejano de luces titilantes pasa produciendo un leve resoplido de turbina. El murmullo de algunas personas hablando en las bancas se mezcla con el de los carros y buses que pasan acelerando por Walnut.

Cruzo mis manos y las llevo detrás de mi cabeza. El rugido de una moto se escucha de una punta a otra del parque en una sola acelerada. El pasto está fresco. Alivia un poco mi agobio aunque la tierra es dura. Saco el celular de mi bolsillo y me percato de que ya son las ocho y media. Otro mendigo duerme sobre el pasto al lado de una bolsa plástica.

Mi garganta está seca. Tengo mucha sed. Necesito beber algo. Tomo fuerzas y me paro. Salgo del parque en dirección a Mc Donald´s. Supongo que lo recaudé me alcanza para una Coca Cola. En la calle dieciocho hay un grupo de personas arregladas que hacen fila para entrar a Vango. Un par de mujeres en tacones y minifalda entran a Biblos. Bajo por Samson y paso al lado del Sofitel. Un grupo bebe una botella de ginebra Bombai Saphire en unos asientos de terciopelo dispuestos detrás de las ventanas polarizadas del hotel. Un tipo y dos mujeres de falda corta hablan y fuman frente a la entrada del bar “The Raven”.

Volteo por la diecisiete, bajo hasta la dieciséis y me topo con un local que vende pizza. Entro y busco en el mostrador una carta de precios. Una rubia de tacones y vestido ceñido al cuerpo me mira con desconfianza. Detalla la suciedad de la tierra en mis jeans y camiseta. Me quedo ahí parado durante un rato.

—¿Va a pedir algo? —le dice un hombre a otro en español adentro del mostrador.

—¿Cuánto vale la pizza? —pregunto en español a un joven de contextura delgada con un ´piercing´ en el oído.

—¿Cuál quieres?

—No sé. ¿Cuánto vale?

—La sencilla vale dos dólares. Dos catorce con impuesto. ¿La quieres?

—Espérate. —Saco el billete de un dólar y cuento las monedas sintiendo los ojos de la mujer puestos en mí. Tres monedas de un cuarto que tenía desde antes aparecen en el bolsillo anterior—. Sí dámela.

—Tienes que pagarla en la caja.

Camino hasta ella y le entrego el dinero a un hombre de baja estatura. El otro joven llega.

—Es que no sabía si me alcanzaba —digo levantando los hombros—. Estoy probando ser mendigo —añado mostrando mi camiseta sucia—. Soy escritor y quiero ver qué se siente. Es muy duro.

—Pero te ha ido mal porque aquí vienen unos llenos de monedas. Van a pedir dinero cerca a ´City Hall´.

—Sí, yo no soy bueno para pedir. No estoy acostumbrado. ¿Me puedes regalar un poco de Coca Cola?

—Sí, claro.

Le pone hielos a un vaso de cartón y la sirve de un dispensador. Le doy un sorbo largo. Entra delicioso refrescando mi garganta. El aire acondicionado regula mi temperatura. Es un regalo del cielo, otro de esos servicios que damos por sentados pero que la gente más necesitada jamás llegará a disfrutar.

Me entregan mi pizza y me siento frente a un T.V. de pantalla plana en el que están pasando un partido de la liga inglesa de fútbol. Juegan Manchester Vs. Liverpool. Muerdo la pizza. El queso derretido invade mi boca con su sabor característico. Masco el pedazo y lo trago. Voy degustando cada pedazo. Bebo sorbos de Coca Cola y termino mi pizza con calma. Qué rico puede saber un alimento cuando se vuelve un bien que no tienes a la mano, un lujo como todos los demás que anhelas y no puedes satisfacer.

—¿Quieres otro pedazo? —me pregunta el flaco desde el mostrador.

—No tengo como pagarlo.

—No importa. —Camino hasta él y me da uno de peperoni—. ¿Quieres otro poco de Coca Cola?

Le doy mi vaso. —Muchas, gracias. ¿Ustedes cómo se llaman?

—Rafael y Benny.

—Es un placer conocerlos. —Estrecho sus manos—. Por qué no me dan sus correos electrónicos y les envío la crónica. Voy a incluirlos en ella.

Me los dan. Vuelvo a la mesa y muerdo la pizza. La gente que tiene menos siempre resulta ser la más amplia y generosa. Rafael y Benny saben lo que es sentir hambre, no tener una comida cierta en el día. Con seguridad cruzaron la frontera y han tenido que pasar momentos muy duros hasta llegar a estar detrás del mostrador vendiendo pizzas. Supongo que anhelan volver a México en algunos años conduciendo una camioneta 4 x 4 y los bolsillos llenos de dólares que les repartirán a sus familiares. Serán héroes que desafiaron el peligro y volvieron victoriosos. ¿Cuántos inmigrantes sin papeles perecen en el intento?

Les agradezco de nuevo y salgo al calor de la noche. Es muy intenso, pero las dos pizzas y vasos de Coca Cola me han fortalecido. Por lo menos ya no siento que mi salud corre peligro. Subo de nuevo por la calle Chestnut. Un grupo de universitarios camina hacia “Drinkers” en la diecinueve. Qué lejos están ellos de una vida precaria, de caminar las calles sin rumbo o asumir la vida en un día a día en el que no hay dirección. Suena difícil de creer pero el mundo está lleno de estas personas abandonadas.

La fila para entrar a Vango ha crecido. Un par de ´bouncers´ requisa a unos clientes. Los dejan pasar y suben por las escaleras que llevan al segundo piso de la disco. Vuelvo a la plaza. Me siento en una de las bancas. Cada una de ellas tiene un apoyabrazos intermedio que les impide a las personas acostarse. Supongo que mi inquietud ahora es en dónde pasar la noche. Mato el tiempo viendo a la gente. Vuelvo al pasto, acomodo la espalda y cruzo los brazos. Busco una posición en la que me siento cómodo y cierro los ojos. Podría pasar la noche ahí, ¿por qué no? Por lo menos es un lugar seguro.

Me relajo y pienso en Colombia. En lo lejos que está. Recuerdo el niño que fui, al que su papá le compró una camiseta a rayas y no se la quitó durante tres días porque era la camiseta que le había comprado su papá.

Un sonido de agua disparada rompe mi pensamiento y siento la hilera de gotas aterrizar en mi cara. De un momento a otro se han encendido todos los roceadores del parque. Varios vagos se levantan del pasto y caminan fuera de su alcance para no ser alcanzados por los chorros. Aprovecho y me refresco un poco con la película vaporosa que sale de uno de ellos.

Vuelvo a la banca. ¿Dónde voy a pasar la noche? Me pregunto. Ahora es una preocupación. Me siento ahí por un momento. Un sentimiento desolador me invade de nuevo. El calor del día me ha dejado extenuado y lo único que quisiera es descansar. Recuesto la espalda contra el incomodo espaldar de la banca y saco mi teléfono. Llamo a mi amigo Carlos Queirós y le digo que por fin me decidí a ser un mendigo por un día. Me dice que llega al parque en quince minutos. Saber que viene me reconforta un poco.

Siento que estoy haciendo trampa. Los mendigos no van observando a la gente ni apuntando sus pensamientos en libretas. Los mendigos no tienen celulares ni llaman a sus amigos para que los vengan a consolar. Los mendigos no están haciendo ningún ejercicio de vida en el que pueden experimentar lo que sienten las personas entradas en desgracia. Los mendigos lo sienten de verdad. No tienen a dónde ir, no tienen qué comer, no tienen a quién llamar, no tienen una motivación y lo peor de todo, a muchos se les olvido lo que es tener una vida.

El vago que ha estado gritando saca un cacho de marihuana y lo fuma. Les dice a unas personas que no se le acerquen porque les vuela la cabeza.

Carlos llega con su pelo húmedo y bien peinado. —Por fin te decidiste a hacerlo —me dice en portugués.

—Si las cosas se hacen o no se hacen.

Se sienta en la banca con entusiasmo y hace un paneo general sobre los vagos de enfrente. —Las personas que viven en la ´rua´ tienen una expresión característica en la cara: ya perdieron el brillo en los ojos.

—La parte que más dura me ha parecido es la sensación de ser invisible. Humillarse a pedir dinero también es asqueroso.

—La gente que vive en la calle ya tiene estrategias. Siempre hablan de su familia y repiten que quieren ir a casa. Decir: “necesito dinero para llegar a casa”, remite a las personas a su propia existencia familiar. Ven en carne propia la situación del mendigo y le dan el dinero.

—Es la idea platónica de la tragedia. El observador ve en el otro la desgracia y siente compasión y temor porque a él también podría llegar a pasarle.

—La situación es muy compleja —dice Carlos de cara al vago que fuma su cacho de marihuana—. Las personas que están en la calle pierden la esperanza en la vida y las personas que tienen dinero consideran que el problema es demasiado grande.

—Es cierto. El problema es muy grande. Muchas de estas personas ya están muertas por dentro. —Me levanto de la banca para estirar las piernas—. Tengo una sed espantosa.

—Vamos a casa y te ofrezco un vaso de agua.

Bajamos por Walnut. En la esquina de la diecisiete me siento en el piso y le digo que me tome una foto. Una cucaracha camina a mi lado. Estiro la mano y le pido dinero a un peatón. A Carlos le da pena y voltea su mirada para otro lado.

—Viste que es difícil. Incluso a ti te dio vergüenza.

Un policía pasa en una patrulla y nos mira con ojos suspicaces.

Bajamos a Broad y caminamos hasta Pine Street. ´City Hall´ con su torre de 167 metros luce distinta. Toda Filadelfia luce distinta si no tienes dónde quedarte a dormir. Tus problemas se vuelven vitales. Dejas de pensar en cosas superfluas y te enfocas en sobrevivir.

Bajamos hasta la once. El apartamento de Carlos me brinda un consuelo momentáneo. El aire acondicionado me refresca. El sofá se ve provocador pero no me siento. No le quiero hacer más trampa a mi experiencia. Carlos me pasa el vaso de agua y lo engullo en pocos tragos, me pasa otro y hago lo mismo. Su novia Ali baja del segundo piso.

—Tú definitivamente estás loco.

Le sonrío, me despido de ella y Carlos me acompaña hasta la salida. —Ten cuidado, —me advierte—, estás calles son peligrosas.

—Tienes cambio que te sobre —le pido con la mano extendida

Saca dos dólares y me los entrega. Nos damos un abrazo y camino calle abajo. La ciudad duerme y las calles están silenciosas. Me doy la última licencia y saco el celular del bolsillo. Quiero contarle a Camilo Moncada que finalmente lo hice.

—Eso me gusta de usted. Es una persona comprometida con su arte.

—Pedir plata es muy duro. Hay que humillarse para hacerlo.

—Un verdadero mendigo está por encima de la humillación, —responde con elocuencia—. Hay que perder el miedo. Un mendigo no discrimina a quién le pide. Le pide al rico, al pobre, al estudiante, a la abuelita, a otro mendigo.


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