Mendigo por un día - Parte I - Por: Eduardo Bechara Navratilova

El ruido de Chestnut Street se cuela por la ventana y distrae mi lectura. Por un megáfono me llega el canto amplificado de un hombre que interpreta What a wonderful World. Su voz gruesa imita la de Louis Armstrong. La quietud del invierno que enfría los ánimos de Filadelfia, contrasta con el movimiento del verano con la gente volcada a la calle.

Tengo el aire acondicionado al máximo. Según me cuentan, este verano de 2008 está particularmente caliente. Me levanto del sofá y echo agua en mi cara. Llevo un puñado de maní a la boca y vuelvo a la lectura. Intento concentrarme. No lo consigo. Tengo una idea rondando en la cabeza: quiero durar veinticuatro horas en la calle como un mendigo. Lo he venido pensando desde hace meses. Cierro el libro Miguel Estrogoff de Julio Verne, me preparo un sándwich de jamón y lo como sentado en el borde de la cama.

Con la llegada del verano he visto a los vagos pululando en el centro de ´Philly´. Hay uno en particular que se sienta contra la fachada de un antiguo banco y escucha una grabadora ochentera. El otro día salí de mi edificio y había uno echándose brandy en la cara. Tenía una de esas botellas chicas de avión y la usaba como si fuera un perfume.

Termino de comer y tomo fuerzas. Supongo que si voy a hacerlo éste es el momento. Las cosas se hacen o no se hacen. Me pongo un jean desteñido, una camiseta blanca roída en el cuello y unos tenis viejos. Me miró en el espejo y me suelto el pelo. Los mechones largos caen al lado de mi cara. Con esta pinta puede que parezca un mendigo estadounidense. Siempre cargan cosas. En el invierno los ves con sacos de dormir, chaquetas calientes, gorros y guantes. Hay algunos que tienen aparatos electrónicos y celulares. No se parecen en nada a los que hay en Colombia y caminan las calles como harapientos, sin nada diferente a su sombra y la oscuridad de su existencia. En Brasil es igual. La pobreza latinoamericana no es comparable a la que se vive aquí. Muchos mendigos de Filadelfia viven del ´welfare´, la ayuda que les da el Estado. Aún así, piden dinero y habitan las calles. Hay casos, por supuesto, en que es la pura pobreza la que los bota afuera.

Bajo en el ascensor y camino por el espacioso ´lobby´ del Adelphia House, un edificio de más de cien años inaugurado como hotel de lujo en 1903. Saludo a Timothy, el portero, y salgo al calor del día. Ayer hizo 99°F, unos 38°C, y algunas personas, en especial de la tercera edad, murieron por exceso de calor.

Son las dos de la tarde. Me fatiga pensar que estaré en la calle hasta mañana a las dos. Ya veremos qué pasa. Me aventuro por Chestnut. Un par de mendigos fuman y hablan en la esquina de la calle doce. El pico de una botella sobresale de una bolsa a su lado. ¿Qué los habrá llevado a estar en las calles? ¿Quién sabe qué vuelta del destino los trajo aquí? Puede haber sido el licor o las drogas. Esa es una causa frecuente. Tal vez sus padres los descuidaron de pequeños o no les dieron el amor necesario, ni los incentivaron. Mi papá dice que cada persona tiene unos alambritos que deben ser desenrollados. Cada uno de esos alambritos son aptitudes que bien desarrolladas pueden llevar a un niño a perfeccionar destrezas esenciales. Enseñarle a nadar, a pintar, a leer y escribir, a montar bicicleta o patines, a tocar un instrumento, las matemáticas, una lengua extranjera y otras condiciones que le van a ir dando la posibilidad de defenderse en el mundo y asumir la vida con entusiasmo. Khalil Gibran las llama flechas. Cada una de estas flechas te posibilita para valerte frente al mundo. Entre más flechas tengas más herramientas a tu favor tendrás.


Camino hasta Broad Street. El sol picante cae sobre la fachada de ´City Hall´. La estructura de granito se levanta imponente sobre el cielo azul. Me siento en el borde de una maceta y analizo mi próximo paso. Puedo pararme en la esquina y empezar a pedir dinero. Una especie de pánico escénico me invade. No es fácil pedirle plata a alguien. Esto también requiere de práctica. Lo medito por un tiempo y tomo fuerzas. Le estiro la mano a una mujer de jeans y camiseta.

—Disculpa, ¿tienes cambio que te sobre?

Me voltea los ojos y sigue derecho. Lo mismo pasa con un señor de sombrero. Vuelvo al borde de la maceta. Va a ser más difícil de lo que pensé. Enfrentarse a la vergüenza de pedir dinero en la calle es el primer obstáculo. Vuelvo a intentarlo una y otra vez de forma infructuosa. Me siento de nuevo. Ser un vago no es tarea fácil. Luces desamparado, careces de un plan, la gente te quita la mirada cuando pasa a tu lado. Es una indicación expresa que estás excluido de la sociedad.

Venzo la humillación, estiro la mano y una señora con una bolsa arruga la cara con desagrado. Me contento con el ejercicio de ver pasar la gente. Eso no va a pagar mi comida. Le extiendo la mano a una señora con gafas negras sentada en uno de los bordes.

—Disculpa, ¿tienes algo de cambio?

—¡Oh no! Lo Siento.

Me sumo en un estado de tristeza. Un sentido de abandono que te llega hasta los huesos. No tengo a dónde ir. El sentimiento me golpea. La sola idea da miedo. Las personas caminan a tu lado en una dirección determinada, tienen una vida, un destino inmediato, una motivación que las mueve, una tarea: desplazarse de un punto A a un punto B. Alguien los espera: el trabajo, un amigo, un familiar, en el peor de los casos un allegado. Tú no tienes a nadie. No hay un destino inmediato, una dirección, una tarea, da igual si volteas por una esquina o por otra. Todas están llenas de personas que te miran de arriba abajo con desconfianza.

Creo que de vago me muero de hambre como lo hacen muchos, pero en serio. Una joven pasa y le pido dinero. Me mira con desprecio. Un vago se quita los pellejos de una mano mientras mira al piso de forma alienada. Es afroamericano. Luce jeans arremangados, camiseta amarilla y botas plásticas.

Camino hacia Samson Street. Me siento frente al edificio del Banco Wachovia y le estiro la mano a los transeúntes que pasan por enfrente. Todos, sin excepción, voltean la mirada. Me inunda cierta desolación. Pasa un tiempo. No he conseguido nada y estoy aburrido. Saco la cámara de mi bolsillo, paro a una joven y le pido que me tome una foto. Levanta la cámara y lo hace.

—¿Parezco un mendigo?

—Sí.

—¿Me vas a dar algo de cambio?

Responde que no y camina en dirección a ´City Hall´. Ya son las cuatro de la tarde. Los ´yuppies´ con trajes y corbatas pasan a mi lado hablando por celular. Mujeres jóvenes lo hacen luciendo pantalones apretados o ´shorts´ con los que exhiben sus piernas. Ellas no hacen parte de mi mundo.

Paro a una afroamericana de esqueleto, jeans desteñidos y dientes amarillos. El borde de uno de ellos luce negro pero sus labios son atractivos y sus facciones agradables.

—¿Puedes tomarme una foto? —Lo hace. Me devuelve la cámara con una leve sonrisa—. ¿Tienes algo de cambio que te sobre?

Saca un pucho desordenado de su bolsillo y me da un dólar.

—Muchas gracias. Eres la primera persona que me da algo en todo el día.

—No te preocupes.

—¿En dónde trabajas?

—En el Marriott, aquí cerca. Soy camarera. Aunque llevo cinco años y voy a renunciar. Ya estoy aburrida.

—¿Y tu teléfono? ¿Te lo puedo pedir?

—Estoy casada —responde con una sonrisa. Se va caminando hacia el sur por Broad Street.

Quedo sorprendido. La persona más humilde es la única que me ha dado algo. Miro orgulloso el billete en mi mano. Me quedo ahí hasta las cinco y media pero nadie más me da un centavo.

En la intersección con la calle Walnut un loquito sin camiseta grita: —Están aquí. Han venido del espacio a invadirnos. ¿No los pueden ver? —Lo repite una y otra vez.

De subida por Walnut hay otro de raza blanca hablando para sí. —Dios bendijo a Nueva York. Él va a venir a bendecir a Filadelfia, él dijo, adviérteles…

Un peatón para en el semáforo de la dieciséis y le da un mordisco a un burrito de Qdoba. Recuerdo que no he comido. Me detengo frente al restaurante Brasserie Perrier. Varias personas beben cócteles y cervezas heladas en vasos que sudan. Pienso en pedirles una moneda pero no me atrevo. La deshonra es difícil de manejar aún si es auto-impuesta. El orgullo me impide humillarme frente a una mesa de ´yuppies´. En las de Alma de Cuba, una pareja toma martinis. Acompañan sus tragos con una entrada apetitosa de palmitos.

Espere mañana “Mendigo por un día” – Parte II – Por: Eduardo Bechara Navratilova



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