La novia del torero - Eduardo Bechara Navratilova


Capitulo I



Camila vio al hombre sentado en la banca. Era el mismo que la había violado años antes en la estación del metro. Quedó helada, como si todos sus músculos y tendones se hubieran comprimido. La angustia la desbordó. Recordó la escena que había cambiado su vida por completo. Siguió caminando mientras miraba con disimulo las facciones bruscas que daban forma al rostro moreno y a los ojos negros que, de repente, la miraron.

Aceleró el paso. Se alejó del parque rogando que no la hubiera reconocido. Se escabulló entre la gente. Su corazón latía con fuerza. Era como si el tiempo se hubiera devuelto. Volvió a sentir su cuerpo aplastado una y otra vez contra el piso frío por el hombre que la penetraba con violencia.

Pensó en lo miserables que habían sido los días que vinieron después, en la humillación proyectada al mundo, como si fuera un espejo en el que se podía ver. Aquel extraño olor a sexo que se desprendía del hombre le volvía a su nariz.

Caminó por la Novena a ritmo rápido. Los carros y buses aceleraban y frenaban a su lado. Imaginó los pasos del violador tras ella. La respiración sobre su nuca. Un escalofrío la sacudió. En la calle Setenta y Dos miró hacia atrás. No la había seguido. Algunas personas esperaban un bus en la esquina. Su corazón seguía agitado. Subió hasta la Séptima ante los edificios de oficinas y los cerros orientales de Bogotá. Una manta de smog cubría el cielo. Respiró más tranquila. Se calmó al entrar al edificio de la aseguradora y sentarse frente al computador.

Algunas noches había tenido sueños donde aparecían los ojos del hombre mirándola mientras penetraba un cuerpo que dejaba de ser el suyo. Pasaron años antes de que Camila volviera a recuperar su cuerpo. Y, justo ahora que había dejado atrás sus miedos y recobrado su amor propio, volvía a verlo.

Prendió su computador. El signo de Microsoft apareció en la pantalla. Pensó en el torero. Le debía mucho. Con él había logrado reconstruirse. Con él, sus ojos habían vuelto a brillar. Con él, se había sentido protegida y se había dejado llevar por las circunstancias sin pensar en sus consecuencias. Hacía meses no lo veía. Desde el día

en que lo llevó al aeropuerto y él y su universo se fueron a España. Ahora que estaba lejos, el miedo le había vuelto.

Pulsó las teclas del computador e ingresó su clave secreta. Debía entregarle a su jefe un concepto sobre el seguro de vida al medio día. Intentó no pensar más en el violador. Deseó que se tratara de otro hombre de facciones similares, pero no, aquella mirada era inconfundible.

El resto del día transcurrió sin sobresaltos. Volvió a sentir temor cuando se preparaba para salir. El cielo estaba turquesa. Bajó a la Novena y caminó con paso acelerado desde la Setenta y Dos hasta la Ochenta y Una. El frío de la tarde se le colaba por su traje. Una fila de carros formaba la culebra citadina en cada semáforo. Miraba con desconfianza a las personas que cruzaban su camino. Entró a su apartamento y le puso seguro a la puerta.

Tomó un vaso de agua y recostó su cabeza sobre la almohada. Las manchas rojizas, azules y negras de un cuadro abstracto, dibujaban el rostro de un torero. Encontró refugio en sus facciones fuertes. Pensaba en el torero y en su propia soledad. En la ilusión de vivir a su lado de nuevo. Deseó que estuviera ahí con ella, abrazándola, protegiéndola. Volvió a ver su rostro por primera vez. Se acordó del día en que él se acercó a ella para decirle que le parecían muy lindos sus ojos. De una u otra manera, Camila había accedido a que un perfecto desconocido se le acercara en la calle y le tomara una foto.

A la semana siguiente la recibió por correo con una nota que decía: “De tus ojos al mundo, el espíritu de los pájaros y la fuerza del viento, como si la naturaleza fuera única y dinámica”. El torero la convenció de dejarse fotografiar por Bogotá. Las imágenes blanquinegras mostraban su feminidad ante los cerros, los parques arborizados, los barrios residenciales habitados por edificios de ladrillos, y sectores públicos en los que imperaban las construcciones en piedra del periodo republicano. “Mujer, naturaleza y ciudad, son los tres elementos que hacen de estas fotos obras de arte”, le había escrito en una nota.

El torero la había enamorado y luego se había marchado dejando con ella los recuerdos y las fotos. En una, Camila estaba al lado de unas enredaderas, entre un camino de árboles que se prolongaba hasta el final del papel rectángulo. La foto yacía al lado del cuadro. La trilogía era completada por un retrato a lápiz que había hecho de ellos un pintor bohemio en Santa Marta.

Sonó el teléfono. Era Isabel, su compañera de trabajo. A veces salían por la noche a tomar un trago. ––Acuérdate de la comida en casa de Santiago ––le recordó.

Camila colgó, fue a la sala del apartamento y puso “All That You Can’t Leave Behind”, el último disco de U2. Esteban se lo había regalado en la oficina. “Ahora que el torero está lejos podríamos ser más amigos. ¿No crees?”, le dijo con una sonrisa de boca torcida que le desagradó. Esteban siempre iba con la corriente que más le favorecía. ¡Ah!, pero U2 era su preferido y él sabía que ella se moría por el grupo irlandés. Sus canciones reflejaban los sentimientos más puros de la vida de las personas.

Se acomodó en el sofá y miró los cerros plagados de pinos mientras sonaba, irónicamente, “Beautiful day”. Si el torero no volvía, por lo menos le quedaba el recuerdo de haber vivido momentos mágicos. Las montañas se fueron oscureciendo. Encogió su cuerpo, tomó el teléfono inalámbrico y marcó el número de Isabel. ––Ve a la comida sin mí. No estoy de humor para las insinuaciones de Esteban.

Camila quería estar tranquila. Desde que se había mudado de la casa de sus papás su vida se había vuelto agradable. Llegaba del trabajo y se preparaba algo de comer, se duchaba con agua caliente y se ponía a leer sin que nadie la perturbara. Algunas veces desconectaba el teléfono para evitar llamadas inoportunas.

Agradecía no tener que escuchar las recriminaciones que su mamá le hacía a su papá cuando llegaba tarde de jugar billar en el club. Para Camila era inconcebible que después de tantos años no lograra perdonar su infidelidad.

Preparó una salsa de tomate a fuego lento. Abrió una lata de anchoas y las sirvió sobre la pasta con aceite de olivas. Comió escuchando “Stuck in a Moment” y otras canciones del disco. Las discotecas de La Calera titilaban entre los cerros.

Lavó los platos. Cepilló sus dientes y se metió entre las sábanas de la cama. Estaban frías. Recitó un Padre Nuestro y un Ave María. Le agradeció a Dios por todas las cosas buenas que le había dado. Apagó la luz, volteó su cuerpo y se acomodó. Por entre las cortinas se colaban los rayos del alumbrado público.

En su mente se pintaron de nuevo las paredes. Bajaba por las escaleras. Sus pasos acelerados. Su respiración agitada. El hombre cada vez más cerca. Corrió por el pasaje y desembocó en la estación del metro. No había nadie. Se detestaba por haber salido tan tarde de la biblioteca. Sabía que después de cierta hora era peligroso tomar el metro.

Su corazón latía con fuerza. El silencio de la estación era fantasmal. Escuchaba su propia respiración. Por entre los espacios que demarcaban el destino de su error, vio aquellas facciones gruesas y los ojos negros que la miraron penetrantes. El hombre caminó hacia ella con la seguridad que le brindaba el aislamiento de aquel ducto construido por el hombre. “No me haga nada, por favor, no me haga nada”, suplicó.

Camila dio pasos hacia atrás. Su victimario se acercó a ella. Del espacio a la circunstancia, momentos de apremio y soledad infinita. Intentó correr para salir de la estación. En un ágil movimiento el hombre la contuvo. Se cayeron al suelo.

Camila lloraba mientras rompía su camisa. El violador le lamió la cara. Ella pidió auxilio. Intentó lanzarle golpes. La fuerza femenina terminó vencida ante los músculos fuertes. El violador la levantó y le tapó la boca. Camila respiraba con fuerza entre las manos de un hombre que la fue alejando de la luz para empujarla a la oscuridad.

La arrastró por entre las baldosas de la plataforma. La forzó entre la abertura que llevaba a la carrilera y la tiró de forma brusca sobre el piso. Un tren se acercaba. El chillido de las ruedas contra el acero le llegó penetrante. El violador la levantó de su camisa y la acercó a la pared del foso. La forma rectangular del artefacto pareció envestirlos. Los vagones pasaban a poca distancia. Su respiración vertiginosa, su corazón quería salírsele del pecho. El hombre volvió a arrastrarla dentro del túnel y acarició su pelo.

Del destino a la manifestación de los seres, la represión y un sentido que no se entiende. Desgarró sus pantalones, los bajó y la dejó tendida en el suelo. Rendida a sus pies y más...

El piso frío fue el preludio de lo inevitable. De ella a la manifestación del olvido o de los cuerpos, un fugaz aliento y un sentimiento de culpa y reproche. Bogotá era un sitio peligroso. Sus papás le habían advertido no tomar el metro después de la seis de la tarde.

El violador sacó su falo y lo untó con su saliva. Camila tensionó los músculos.

Volvió a sentir su cuerpo aplastado una y otra vez contra el piso frío por el hombre que la penetraba con violencia.

Del delito a las percepciones había un camino perdido...

Del delito a las percepciones había un camino perdido...

Su cuerpo dejaba de ser su cuerpo. Era el cuerpo de otra persona o el del violador. En ella caían las babas del hombre, las caricias sobre sus pechos.

De ella al mundo un falo que la penetraba y que ella no sentía. De su vagina a la realidad, la sangre del himen desgarrado. El llanto frágil sobre sus facciones delicadas. El techo de roca era testigo. Los demonios aparecían. Durante varios años siguió viendo aquel techo en su mente.




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Comments

Anonymous said…
WOOOOW!!!!!!!!!!!!!
HERMOSA LECTURA...
ME AH ENCANTADO...
ME IDENTIFICO MUCHO, EN
LA PARTE DONDE EL TORERO SE
VA, YA QUE, MI EX NOVIO ES
TORERO...
GRACIAS POR ESATA HERMOSA
HISTORIA...
MIL GRACIAS...
Y OJALA HAGAS OTRA DE
PERSONAS ENAMORADAS
DE TOREROS!!!!!!
Anonymous said…
Que escrito tan maloooooo.

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