Unos duermen, otros no - Eduardo Bechara Navratilova

Capítulo I



El día que conocí al Albatros murió mi hermano. Aquella tarde, luego del almuerzo bajaba distraído por la Jiménez pensando en la extraña reacción de Ofelia, cuando escuché unos gritos de alerta. No supe de dónde venían. Vi a una joven angustiada haciéndome señas. Sentí el brazo de un hombre apretando mi cuello mientras la mano resbaladiza de otro entraba a mis bolsillos. Los papeles que yo llevaba cayeron al suelo. Ella corrió hacia mí rociando un líquido a los ojos de uno de los ladrones. Me soltaron. Se echaron a correr por la Avenida. Revisé mis bolsillos. Aún tenía la billetera. Estaba agitado. La miré agradecido. Me agache a recoger los papeles antes que el viento los dispersara. Ella también lo hizo.

- Muchas gracias – le dije.

- No fue nada - Sus ojos penetraron los míos. Nos levantamos. - Estos atracadores tienen el centro atemorizado. Casi siempre están en la décima. Menos mal tengo este gas lacrimógeno que mi papá me regaló para que me defendiera.

- Si no hubiera sido por ti… – le dije arreglando el nudo de mi corbata.

- Espero que no se te haya dañado tu trabajo.

- No le pasó nada – respondí limpiando unas partículas de polvo – cuídate, de pronto estos tipos vengan a hacerte algo porque me ayudaste.

- No te preocupes. Son demasiado cobardes como para volver. En esta cuadra estoy segura. La gente me conoce – dijo sonriendo con aire presumido. - A veces te veo pasar por aquí.

- Trabajo en una oficina de abogados cerca. Yo también te he visto atendiendo la caja del Europeo.

- Parece que eres observador.

- En algunas cosas. En otras no, como te pudiste dar cuenta. Por que no me das tu teléfono para ir a tomar un café otro día, si quieres. Ahora tengo que irme rápido a la oficina.

- Claro, anótalo: Verónica Valdenbero.

Lo anoté. La sentí como una puerta que me sacaba de la cotidianidad generada por un trabajo monótono. Me estaba yendo cuando escuché su voz de nuevo.

- ¿Y tú cómo te llamas?

- Boris Estefan.

Seguí mi camino aún agitado. El brazo del ratero me había alcanzado a oprimir la garganta. El sol calentaba las fachadas. La Firma Pinillos, Barros & Segrera, queda cerca al edificio del periódico El Tiempo, al lado de los Juzgados Civiles Municipales y del Tribunal Superior de Bogotá. Entré. La edificación por fuera era vieja. Por dentro había sido remodelada con pisos de mármol, lámparas de cristal de Bohemia y papeles de colgadura importados de Francia. Hacía calor. El doctor Pinillos me llamó a su oficina. Caminé con temor pensando en lo que pudiera decirme. Algo sobre el regaño que había llevado a Ofelia a romper la foto de sus hijos.

- Parece que sucedió algo grave en su casa. Vaya a la Clínica del Country que sus papás están allá.

- Cómo así; pero ¿qué pasó?

No me respondió. Ni siquiera levantó la cara de un documento que estaba corrigiendo para mirarme a los ojos. Abandoné la oficina. Empecé a correr atravesando las calles y cruces del caótico centro de la ciudad. Luego de algunas cuadras atestadas de vehículos por fin logré tomar un taxi.

- ¡Rápido! A la Clínica del Country por favor.

- Eso está imposible por allá.

- ¿Por qué?

- Por lo de la bomba.

- ¿Cuál bomba?

- No ve que pusieron una bomba en el parque de la 93 y hay muchos muertos y heridos.

Un escalofrío me cruzó. En la radio informaban detalles del atentado. Los especialistas calculaban una carga de 200 kilos de dinamita, daños por mil setecientos millones de pesos y más de un centenar de víctimas. La culebra citadina se movía lenta. El tráfico era pesado. La ciudad convulsionaba. Llegué a la clínica después de cuarenta y cinco minutos. En el lobby reinaba la confusión. Los enfermeros no lograban contener a la gente. Hombres y mujeres lloraban. Algunos gritaban con ira. El ruido era tremendo. Logré escabullirme entre la multitud. Le pregunté a la recepcionista por mis papás. No me supo decir nada. Pregunté por mi hermano. Miró una lista que tenía enfrente. Cambió de rostro. El mío también lo hizo.

- Lo lamento – dijo.

Sentí un golpe en el estómago. Pasé a urgencias. Mis papás no estaban. Pedí verlo. El olor a clínica invadía los corredores. Criminalística ya se lo había llevado. Un recuerdo me volvió. Las clases de procedimiento penal y los levantamientos de cadáveres. Los cuerpos en bolsas negras embarcados en una camioneta de la policía a la que le decían ‘la paletera’. Sentí ganas de vomitar. Corrí hacia la puerta. Bajé por la escalera que daba contra un pequeño parque situado al lado de la Avenida Quince. Mi almuerzo se esparció sobre los geranios y la tierra. El olor a jugos gástricos se expandió. Me limpié. Miré la calle. El sol era picante. Hacía calor. Recordé la cara de Tufik. Acababa de llegar de Europa. La nueva ola de violencia que sacudía al país al fin nos pegaba. Tocaba a nuestra puerta aquel ser vestido de negro, que jamás pensamos pondría sus nudillos cenizos en nuestras vidas. El profeta me vino a la cabeza. El navío libanés de Khalil Gibran llegaba por mi hermano para llevárselo de una isla de la que era desterrado. Tufik, mi hermano del alma y mi amigo, parecía desvanecerse. Caminé hacia la casa de mis papás recordando su viaje a Polonia. Sus sonrisas. Tenía la idea de radicarse en Varsovia. Realizaba contactos para intentar establecer rutas de intercambio comercial entre ambos países. Compartíamos muchas cosas. Ambos podíamos resbalarnos en tijeretas ágiles, hacer mención de los momentos más gloriosos del fútbol mundial, recitar los nombres completos de los jugadores del equipo del Brasil del setenta, describir las jugadas plásticas que dibujaban sobre la cancha los integrantes de La Naranja Mecánica.

Mamá se abalanzó a mis brazos. Apenas podía contenerla mientras la apretaba con fuerza. Junto a la ventana que daba a la calle estaba papá momificado en sus gestos.

- Esto no es cierto Boris, dime por favor que esto no es cierto – gritaba desconsolada.

No dije nada, sólo la abracé.

- Esto no nos puede estar pasando a nosotros. ¿Por qué a nosotros?

Papá seguía en silencio. Nuestro mundo se había caído. Mamá gritaba. Yo la contenía. Las paredes de la sala se sacudían con sus lamentos. El dolor nos quemaba el cuerpo.

- Es tu culpa, Butrus – dijo.

Papá no respondió. Miraba la calle en silencio escuchando sus quejas. Se agudizaron.

- Si no te hubiera conocido esto jamás habría pasado - le terminó diciendo.

Me acerqué a él. Sus ojos estaban húmedos. Miró de nuevo la calle.

- Él tiene que venir. Lo estoy esperando para ir a cine. Vamos a ir a ver El Tigre y el Dragón – dijo papá en un susurro.

Andrés Villa llegó a casa y me abrazó. Dijo haber escuchado el nombre de Tufik en las noticias. Estaba alterado. Era mi mejor amigo desde transición. Mis papás lo trataban como a un hijo. Tufik, él y yo, andábamos para arriba y para abajo, salíamos juntos y jugábamos en los mismos equipos de fútbol, a tal punto, que la gente incluso pensaba que éramos hermanos. Caminaba de un lado a otro llevando la mano a su boca. Nunca lo había visto así.

- No sé qué pasó. Ni por qué estaba ahí – dijo.

- Yo aún no lo creo. Pienso que Tufik va a timbrar en cualquier momento – respondí.

Se fue a media noche. Sentí desolación. Me dormí. Me desperté. A mi nariz volvió el olor a clínica. La presión del ladrón sobre mi cuello. Intenté descansar. No pude. Al final me dormí. Vi a Tufik caminando por los corredores. Es sólo un rasguño. No te preocupes que voy a poder estar para el partido del sábado. Me desperté. Mis ojos se perdieron en una oscuridad que me tragaba. La cama estaba caliente. A las tres de la mañana el agotamiento me venció de nuevo. Me desperté a las seis. Papá todavía estaba al lado de la ventana.

- La guerra ha tocado nuestra puerta – dijo.

Lo acompañé a las vueltas de la funeraria. El periódico decía que la Fiscalía había abierto la investigación, aunque no se tenían pistas de quién hubiera podido poner la bomba. Su entierro fue muy concurrido. Todo el mundo quería a Tufik. Acudió gente que ni conocíamos. Personas extrañas que veían nuestro dolor desde afuera. Andrés nos ayudó a cargar el ataúd sobre el tapete rojo de la iglesia impregnada del olor a flores. Papá no decía nada. La gente le daba el pésame y asentía con la cabeza. Afuera había unos hombres malencarados.

- ¿Quienés son estos tipos? – le pregunté a Andrés.

- Ni idea – dijo.

Una fila interminable de carros se tomó la autopista hasta el cementerio.

- ¿Qué estaba haciendo ahí Tufik? ¡Por Dios! Aún no lo entiendo – dijo mamá – necesito que alguien me lo explique.

Andrés me miró. La cinta morada con letras doradas del carro mortuorio indicaba el nombre de mi hermano. Tufik Estefan Porvorsky.

- ¿Tú sabes, Boris?

- No mamá. Aunque me he preguntado lo mismo todo el tiempo. Tal vez sólo pasaba por ahí.

- ¿Y tú por qué no dices nada Butrus? Parece como si te tragaras todo lo que piensas. Yo no me casé con un mudo.

- Ana, déjame en paz, por favor – dijo.

Andrés miraba la calle a través del vidrio. No quería mirarnos. Unas gotas de lluvia empezaron a caer sobre el panorámico. De chicos había ido con nosotros de viaje por la costa. Mamá solía decir que tenía tres hijos. Recordé esos momentos felices en los que recorrimos pequeñas poblaciones costeras. Papá paraba en todos lados a tomar fotos.

Llegamos al cementerio parqueando bajo un cielo cubierto. Acababa de escampar. Cargamos el ataúd hasta su tumba por unos jardines llenos de árboles. Nuestros zapatos se empaparon con el pasto mojado. Papá seguía sin decir nada. Miraba la fosa con espanto. El sacerdote echó su discurso antes de que las palas se levantaran dejando caer la tierra sobre el ataúd. El sonido de la tierra golpeando la madera me sacudió. Mamá se atacó a llorar. El ataúd quedó cubierto por completo. En el horizonte se formaba un arco iris. Caminamos de nuevo por el pasto mojado hasta el carro. Me volteé a ver su sepultura por última vez. Puedo jurar que lo vi. Estaba parado junto a su tumba. Me limpié los ojos. Ya no estaba. Le dije a Andrés que manejara, no me sentía bien. Nadie dijo nada de regreso. Yo miraba la calle recordando el viaje que habíamos hecho a Cuzco y a Machu Picchu los tres. Volví a sentir desolación a pesar de estar acompañado. Llegamos a la casa. Andrés recibió una llamada y cuando se marchó me recosté a descansar. De inmediato volvió a mi cabeza el ruido de la tierra cayendo sobre el ataúd. Cerré los ojos y me quedé dormido. Vi a Tufik de nuevo. Se acercó a mí. Mañana me voy a meter un gol en el partido, dijo. Abrí los ojos. No los volví a cerrar sino hasta tarde. Duré tres días sin salir de mi casa.

El lunes volví a la oficina, Carolina Carvallo me recibió con un abrazo y una caja de chocolates. Ofelia, aturdida por una recriminación de Pinillos, me recomendó no pensar en Tufik.

- Eso es lo que yo hago cuando Pinillos me grita, intento pensar en otra cosa.

Eso era imposible. Realicé memoriales sin convicción y escribí cartas mientras en la pantalla del computador se reflejaba su rostro. De noche llegué a casa de mis papás. Prefería quedarme allá mientras disminuía el dolor. Papá estaba al lado de la ventana. Lo saludé.

- El informe de la Policía dice que lo encontraron junto a una cámara fotográfica.

- Debe ser su cámara. Acuérdate que trajo una de Polonia.

- Sí, ¿pero qué hacía con una cámara? Llevo pensando en eso toda la tarde, Boris. No he tenido un segundo de descanso desde que supe la noticia de su muerte. Fue muy duro reconocer su cuerpo despedazado. Esto no lo soporta nadie. Tu mamá se encerró en su cuarto desde el almuerzo y no ha querido salir.

- Mamá ¿no vas a abrir? – dije golpeando la puerta.

- Ahora estoy muy cansada.

Finalmente abrió hacia las once. Apagué la luz del cuarto. Me metí entre las sábanas frías. Cerré los ojos. Me dormí. Apareció Tufik. Debiste ir al partido, perdimos. Me levanté cansado. En la oficina Pinillos volvió a humillar a Ofelia. Volví a casa tarde. Mamá estaba encerrada de nuevo. Le abrió a papá a las doce. Me acosté. Llegó Tufik. Tienes que cuidar a mamá. Su dolor es muy profundo, está paranoica y puede hacer cualquier cosa. Me levanté. Era de madrugada. Tomé un vaso de agua. Mi papá estaba dormido. Me acerqué a la ventana. Vi la calle. Tufik estaba allí bajo los postes de luz, en el silencio de la noche. ¿Quiénes te mataron? quise preguntarle.

Algunos días pasaron. Mamá no volvió a cerrar la puerta. Nos sentábamos en la mesa sin que nadie dijera una palabra. En mi cabeza escuchaba una detonación, como metralleta asesina, que dejaba su plomo en las fachadas y monumentos de Varsovia y Bogotá. Nada que decir. Luego del almuerzo, volvía a la oficina para seguir viendo a mi hermano en la pantalla del computador, en los rostros de mis compañeros y en la ciudad, como si cada rincón guardara un momento de su vida aún expectante y él anduviera por ahí caminando con su cámara fotográfica. Un oscuro panorama se asentaba sobre nosotros. Andrés me llamaba a la oficina e intentaba motivarme. Yo me perdía en los recuerdos, en las imágenes de nosotros tres jugando fútbol, rumbeando, viajando. Por fortuna lo tenía a él. Sus palabras me animaban pero tan pronto colgaba volvía a la desolación profunda que me invadía.

Hacia el final de la semana el doctor Pinillos se acercó a mi cubículo malhumorado. Ofelia escondió su cabeza entre los hombros.

- ¿Este memorial es suyo? - preguntó, subiendo su bigote de medio lado. Levanté la cabeza del computador para verlo. Cerró la carpeta cuando yo la iba a mirar y la arrojó con violencia en mi bandeja de entrada. - Repítalo todo de nuevo; no entendió nada de lo que le pedí. Así como están las cosas su trabajo no le sirve a la Firma – dijo alejándose.

Un nudo se formó en mi garganta. Quise ir tras él, saltar y morderle la yugular. Carolina me miró mostrándome su apoyo.

- Es un intransigente – dijo ella.

- Es más bien un cabrón.

Repetí el memorial pensando en que había maneras diversas de decir las cosas. Recordé la dificultad que había tenido de conseguir el trabajo. Si tuviera otro a la mano mandaría a Pinillos a la mierda, un tipo que no devolvía el saludo a sus empleados cuando le daban los buenos días.

Al marcar el reloj la una de la tarde, apagué mi computador y llamé a mamá diciéndole que no iría a almorzar, debía revisar mi apartamento. Una fila de carros se prolongaba sobre la Jiménez dibujando a la culebra citadina. Hacía poco la habían reconstruido. Por ella bajaba un canal de agua desde Germania hasta la Caracas, emulando la olvidada imagen del río San Francisco. Aún no terminaba de digerir el enojo cuando la vi. Me miró. Entré al Europeo.

- Hola; ¿tienes un minuto? - me acompañó afuera. - ¿Te acuerdas de la bomba que estalló en el parque de la noventa y tres?

- Como no me voy a acordar, si ese día nos conocimos.

- Mi hermano murió en el atentado.

Me abrazó con fuerza. Advertí su cuerpo delgado contra el mío. Olí el aroma de su pelo largo resbalando por sus hombros hasta la mitad de la espalda. La suavidad de su piel me transportó lejos, llevándome a otros sitios donde no me acordaba de mi hermano.

- ¿Tienes tiempo para almorzar? – le pregunté.

- Una hora.

Caminamos a mi apartamento. Entramos subiendo por las escaleras. No paraba de sonreírme.

- ¿Hace cuánto trabajas en el Europeo?

- Desde hace un par de meses. Voy a trabajar hasta que me salga la visa australiana de residente.

- ¿Te vas?

- Sí a estudiar administración en Melbourne. Mi papá quiere que trabaje mientras me voy.

- ¿En el Europeo?

- Bueno, sí, él es el dueño. ¿Y tú?

- Yo soy uno más de los esclavos de Pinillos, Barros & Segrera.

- ¿Cómo así?

- Tengo problemas con mi jefe. Es un neurótico que maltrata a los empleados.

- Bueno, es un problema de muchos ¿no?

- Supongo.

- Gente así hay en todas partes.

Me miró con unos ojos verdes luminosos. Los espaguetis se cocinaban en agua hirviente. Abrí una lata de aceitunas y calenté unos tomates en una olla con agua.

- Me encantan los hombres que cocinan.

- No te hagas muchas ilusiones, yo sólo me defiendo.

La miré pensando en lo tranquilo que me sentía a su lado. Su rostro fresco me renovaba. Revolví la salsa con aceite de olivas y serví el almuerzo.

- Lamento mucho lo de tu hermano – dijo.

- Es muy duro.

- Había intentado evitar el tema pero no puedo.

- Yo sé.

- Necesitaba decírtelo.

- Gracias. Por momentos siento que no es verdad, que es sólo un mal sueño.

- Tengo un vacío muy grande en el estómago. Cuánto lo siento, en serio.

Sus ojos se perdieron en los míos. Sentí ganas de darle un beso. Su boca podía saber a aceitunas. Tomó mi rostro y lo acarició. Almorzamos. El reloj marcó las dos y cuarto. Debía darme prisa. Dejamos los platos sin lavar y bajamos por la Jiménez. La acompañé al almacén. Caminé con paso acelerado. Iba tarde. Albergaba la esperanza de que Pinillos no se diera cuenta de mi retraso. Entré. La oficina estaba hirviendo. Prendí mi computador. Ofelia me dijo que estaba buscándome. Me esperaba en su oficina. ¡Mierda! Me toca verle la cara a este hijueputa del Pinillos pero no puedo ver la de los asesinos de mi hermano, pensé.

- ¿Me necesita?

- ¿Ya me tiene el memorial listo? – preguntó enterrándome sus grandes ojos.

- Aún no.

- ¿Por qué no? Se lo devolví a las once de la mañana. No le permito que llegue tarde. Tráigame el memorial ahora mismo.

- ¿Qué quiere que haga? Usted ni siquiera me explicó qué fue lo que no le gustó en primer lugar -. Me sorprendí a mí mismo hablándole así.

- El memorial no es claro. No está haciendo una enumeración de los hechos que anteceden el recurso de reposición.

- No estoy enumerando los hechos porque ya han sido enumerados en memoriales anteriores que reposan en el expediente.

- Se equivoca, porque a los jueces siempre hay que llevarlos de la mano; un juzgado puede manejar más de mil expedientes. ¿Usted cree que los jueces se acuerdan de cada uno de los procesos que se adelantan en sus juzgados?

- No sé. Pero en la demanda siempre se encuentran los antecedentes del caso.

- ¡Pues no es así! Los jueces son despistados, desordenados y olvidadizos así como ustedes. En los recursos de reposición siempre se enumeran los antecedentes.

- La próxima vez dígamelo desde el principio para saber lo que quiere -. Di media vuelta y me alejé de su oficina. Llegué a mi cubículo. Miré a Ofelia. Tenía puestos unos audífonos. Se escondía del ambiente pesado que reinaba. Pinillos salió de su oficina y caminó hacia ella.

- ¿Qué es esto?

Sus facciones se desdibujaron.

- La apelación, yo pensé…

- No piense Ofelia – la interrumpió - Usted no está aquí para pensar -. Tiró la carpeta y se dio media vuelta.

Ofelia volvió a la pantalla. Vi cómo se le escurrieron las lágrimas. Carolina me miró: – No hay derecho – dijo.

Conduje a la casa de mis papás por la noche. Llovía. El tráfico era imposible. Llegué después de una hora. Papá miraba la calle. Sus ojos estaban ausentes.

- ¿Dónde está mamá? - le pregunté mientras aflojaba mi corbata.

- Se fue.

- ¿Se fue? ¿Cómo así?

No me miró.

- Ya te lo dije, se fue. No le pude sacar de la cabeza que yo no tengo nada que ver con la muerte de Tufik. La quiero tanto, pero es un ser tan difícil de entender.

Aquellas palabras se repitieron luego en mi cabeza. “La quiero tanto, pero es un ser tan difícil de entender...”.

- ¿En dónde está hoy papá? ¿En dónde va a pasar la noche?

- No lo sé Boris, no lo sé. Tomó alguna ropa, la metió dentro de una maleta y se fue.

Sentí rabia. Llamé a su mejor amiga. No sabía nada de ella. Llamé a otras personas. Tampoco sabían. ¿Cómo era posible que se hubiera ido? Miré las paredes de mi cuarto, viendo en ellas reflejado un sufrimiento que se extendía por el tapete hasta los guarda escobas de madera. Una depresión inusitada hacía mella en las cosas, como si éstas siguieran el destino de sus dueños. No estaba en disposición de hablar con nadie en aquel momento. Mi encuentro con el Albatros parecía un sueño salido de la realidad. Me acosté. Cerré los ojos. Di vueltas en la cama pensando en los gestos de dolor de mamá hasta que me dormí. Tufik llegó. Le tomé una foto antes de que se fuera. Deberías mirarla, dijo. Me acerqué a ella. No vi nada. Me desperté. ¿Dónde está mamá? Quise preguntarle pero temí despertar a papá.

A la mañana siguiente estaba sin ánimos. No quería ir a trabajar. Mi cuerpo desganado se levantó de la cama con dificultad. Mamá se había desvanecido y no sabíamos nada de ella. Papá observaba la calle. Fui a trabajar. Llamé a otras personas que pudieran saber de ella. Me dijeron que la última vez la habían visto en el funeral. Volví con papá. Almorzamos juntos. No hablamos. Al final le dije: - Es increíble que aún no sepamos de ella. No podemos quedarnos sin saberlo -. Manejé de vuelta al trabajo.

- ¡Ofelia! – gritó Pinillos desde su oficina. Ofelia saltó en su asiento. – ¡Ofelia! – volvió a gritar. - ¡Qué espera en venir!

Ella fue. A los cinco minutos regresó llorando.

- ¿Qué te dijo? – le pregunté.

- Que le doy asco.

Por la noche volví a llamar a la mejor amiga de mamá. No sabía nada de ella. Nadie sabía nada. Trabajé hasta tarde. Llegué a las once. Papá estaba junto a la ventana. Lo saludé. Me acosté sin comer. Pasaron algunas horas. Tufik apareció. Aún no has visto la foto de mamá. ¿No quieres verla?

- ¿Qué sabes de ella, Tufik? ¡Dímelo! -. No respondió.

Por la mañana pensé en llamar a los hospitales. Algo le hubiera podido haber pasado. Llamé a algunos pero ninguno me supo informar. Desistí. Pensé en llamar a la morgue pero me contuve. No era posible. Trabajé hasta tarde. Llegue a casa, saludé a papá y me acosté sin comer. Me dormí. Tufik llegó a las tres. No estás buscando bien hermano. Ella se fue con una maleta.

- Dime en donde está si lo sabes - me miró impávido.

Al día siguiente llamé a Inmigración. Pregunté si me podían informar sobre alguien que hubiera salido del país. Me dijeron que no. Que ese tipo de información no se podía revelar. Manejé hasta allá en horas del almuerzo. Esperé a que abrieran. Un señor de gafas, calvo de cara redonda y papada pronunciada me atendió.

- Necesito saber si mi mamá salió del país – le dije.

- ¡Uhh! No, eso es imposible – dijo – bueno aunque nada es imposible, Usted entiende.

Salí del edificio, caminé hasta mi carro, le quité el seguro, se lo volví a poner. Caminé hasta un cajero, saqué plata y volví al edificio.

- ¿Cuánto quiere? – le pregunté.

Inclinó su cabeza hacia mí, miró a su alrededor y dijo: - Cincuenta mil estaría bien.

Saqué los billetes de mi bolsillo, los apreté en mi puño y se los di. Me miró con complicidad. Se volvió sobre la pantalla de un computador, presionó algunas teclas y dijo: - Su mamá salió del país el pasado tres de abril.

- ¿No sabe a dónde?

- ¡No joda! No pida tanto, si no sabe Usted que dice ser su hijo.

Llegué a la oficina a tiempo. Trabajé hasta tarde en unas demandas y llegué a casa hacia las once. Papá estaba en la ventana.

- Mamá salió del país – le dije – lo averigüé.

Mirando la calle respondió: - Yo ya te lo había dicho Boris. Tomó una maleta y se fue.

Me acosté sin comer. Me dormí recordando la cara regordeta del funcionario de Inmigración, sus últimas palabras. Tufik llegó después. Siempre te va bien cuando me haces caso Boris. ¿Ahora sí quieres ver su foto? Me acerqué a ella y una vez más no vi nada. Me desperté.

- ¿Está en Polonia no es cierto? - se desvaneció así como había llegado.

Me levanté a las seis y media, me bañé y me alisté para irme a la oficina. Papá estaba al lado de la ventana.

- Algo me dice que está en Polonia – le dije. No respondió.

Llegué temprano a la oficina. Trabajé en algunos memoriales y esperé que dieran las nueve. Llamé a la embajada polaca, hablé con la cónsul. Le expliqué la situación. Me dijo que la llamara por la tarde. Luego llamé a la embajada de los Estados Unidos. Mamá aún conservaba amigas en Chicago. Intenté hablar con alguien pero fue imposible. La contestadora remitía a citas para sacar la visa y nada más. Esperé a que fuera por la tarde. Volví a llamar a la embajada de Polonia.

- Tu mamá entró a Polonia por Varsovia – dijo.

Miré una postal que tenía de esa ciudad en mi cubículo. Le agradecí y colgué. Hice un memorial, unas cartas a clientes, unas llamadas de rutina, respondí una demanda y me fui por la noche. Llegué a casa. Papá estaba al lado de la ventana.

- Mamá está en Polonia – dije.

- Ya me lo imaginaba yo.

Caminé a mi cuarto, me acosté pensando en las calles de Varsovia. Mi mamá caminando por ellas. Sus gestos eslavos se dibujaron en mi mente. Me dormí. Llegó Tufik. Papá está muy golpeado. Tienes que ser comprensivo con él. Me desperté.

- ¿Ahora si me vas a decir quiénes son tus asesinos? - se desvaneció.

Fui a la cocina, tomé agua. Me volví a acostar. El despertador sonó a las seis y media. Me alisté. Papá estaba al lado de la ventana. Me acerqué a él y le di un beso. Fui a la oficina. Volví. Almorzamos juntos. No dijo nada.

Todos los días fueron iguales. Almorzaba con él sin hablar y por la noche me acostaba sin comer. Tufik venía a visitarme. Pensaba en el Albatros recordando la imagen de sus ojos mirándome. Su boca fresca. Aún así, no lograba mitigar el desasosiego. No quería hablar con nadie, no quería verme con nadie. Tomaba un libro entre las manos y a los cinco minutos lo cerraba. Ni el sábado que en otra época implicaba placer, lograba animarme. No quería volver a jugar fútbol. Andrés me insistió. Dije no. Me alejé de las cosas que me producían felicidad: jugar fútbol, rumbear, leer.

Al cabo de algunas semanas me llamó Verónica.

- ¿Dónde conseguiste mi teléfono?

- Lo busqué. Tu firma sale en el directorio.

Acordamos vernos por la noche. Aún no había noticias de mamá. Al llegar al apartamento saludé a papá al pie de la ventana. Seguí al baño y me di una ducha de agua caliente. El vapor me hizo recordar la vez en que Tufik y yo nos bañamos con la Libélula luego de perder la virginidad con ella. Cómo la fuimos convenciendo de que se acostara con ambos al mismo tiempo. Recordé los ojos desorbitados de mi hermano penetrándola mientras ella chupaba mi verga. Eran ojos de fantasía, que observaban la escena pero que no daban crédito. Me vestí, saqué una chaqueta y salí del cuarto.

- Me voy, tengo una cita – le dije.

- ¿Crees que ya es hora de salir de nuevo?

- No sé. Pero voy a salir.

- Bueno; si piensas que ya estás listo.

Cerré la puerta y fui por Verónica, aunque mi mente se quedó con papá. Aquel que iba por Verónica no era yo, sino otro que se trashumaba llevándose mi cuerpo. Hacía frío. Salió de su edificio y caminó hacia el carro. Estaba arreglada. Fuimos a Maderos. Nos sentamos sobre unos cojines y tomó mi mano.

- Pensé que no nos íbamos a volver a ver. Estás desaparecido desde hace tres semanas - dijo.

- Sí, ya sé. Es que he tenido mil vainas. No logro superar la muerte de mi hermano. Aparte mi mamá nos abandonó y las cosas en la oficina no están bien. Tengo muchos problemas en la cabeza.

- Cuánto lo siento. Me ha hecho falta verte. Pensé que podrías distraerte un poco saliendo.

- Es verdad. Pero algo me pasa. No soy el mismo de antes. No me malinterpretes. Me encantaría estar contigo si supiera dónde está mi mamá, y mi papá no estuviera en casa mirando la calle como si fuera una estatua.

- Entiendo perfectamente. No he debido insistir. Es que me pareció verte feliz el día en que almorzamos en tu apartamento. Fue sólo eso. Pensé que si nos veíamos tu estado de ánimo mejoraría.

Sus ojos intensos intentaron animarme. Quise tener la actitud pero no pude. La llevé. Cuando volví al apartamento papá seguía mirando la calle como si no hubiera pasado un segundo.

- ¿Vuelves tan temprano?

- No estoy listo papá.

- ¿Si ves? - dijo sin mirarme - te lo dije.


De venta en las principales librerías de Colombia.

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