Cuaderno de viaje “En busca de poetas” – Reporte 5 - Poemas en una ciudad de viento - Parte I
Papá está vivo. Luce con su piel afeitada, su corbata de seda y aquella boina vasca que calza su cabeza a la perfección. Me mira con sus grandes ojos negros y hace esa sonrisa particular que me produce alegría. Tomo el morral y atravieso la puerta de salidas del aeropuerto de Bogotá. La escena es igual a la que viví en el 2007 al llegar de mi travesía de seis meses por Brasil. Voy a darle un abrazo y caigo en cuenta de que es un sueño. Papá se desvanece. Abro los ojos. La tristeza me muerde el pecho. Andrés se quita el gabán, dobla la ropa y se tiende en la cama. Alejandro entra al dormitorio y empieza a tirar sus cosas al piso. Espero a que libere el espacio frente a mi casillero, lo abro, saco los implementos de aseo, una muda limpia, cierro la maleta y me doy un baño.
Antes de las diez hago el “check
out”. Gerardo, un cordobés al que le acaban de dar el trabajo, me lleva a un
cuarto con una cama doble de madera, un par de mesitas de noche y un pequeño
escritorio en el que pongo el computador. Salgo y pico algunos duraznos y
ciruelas. Javier llega a mi lado, se acerca y susurra:
—Che, no te imaginás lo que terminó
de pasar el domingo por la noche. Después de que te fuiste del billar cruzamos
la calle a un puticlub, y este Omar, el marinero, empezó a bailar con una puta
gordísima, pero gordísima. Manuel se empezó a besar con la alta esa que estaba
en el billar, yo hablé con otra, nos fuimos un rato a hacer lo que teníamos que
hacer y cuando volví, llega Manuel y me dice: “Che, venía con premio, la mina
era un travesti”. Pero con todo y eso se lo cogió.
Me río.
—Yo sabía que esa noche iba a
terminar en algo así. Por eso me fui.
Javier me cuenta que se va ir un
par de días al parque nacional Tierra del Fuego y me despido de él.
Vuelvo al cuarto, respondo y envío mensajes. Almuerzo
con un sándwich de jamón y queso, y le dedico toda la tarde al cuaderno de
viaje hasta que Carla me pregunta en un mensaje de texto a qué hora debe llegar.
Le indico que a las ocho y empiezo a pasar al computador los pequeños poemas
desilusionistas que escribí en el aeropuerto de Buenos Aires.
No me gusta cuando
callas
Terminamos la comida
con
un silencio
incómodo.
Contrario a Neruda,
detesto
cuando callas…
Desahogo
Volví porque te lo
tenía que decir,
aunque fue mucho
peor.
Hubiera dado igual
No tuve tiempo de
decirlo…
Dudo que eso
hubiera servido de algo.
Camino perdido
Nadie
nos enseñó el camino.
Creo
que igual lo hubiéramos perdido.
Explosión
Los ánimos
explotaron…
Tú y yo nos
convertimos en
fragmentos de esa
bomba.
Todo muere
Adoré esa mirada de
ojos felinos,
hasta que la
empezaste a matar.
Reflexión
Deseé aterrizar una
y mil veces
con mis labios en
tu cuerpo.
Parece absurdo…
Recuerdos oscuros
Necesito olvidar tu
voz.
Me llega
distorsionada desde
algún lugar oscuro
de mis
recuerdos.
Ineludible
Intento poner la
cabeza en blanco,
dormir en esta
noche sin nombres.
Intento dejar de
mirarte,
pero tú buscas mis
miradas,
te apoderas de
ellas y empiezo
a odiarte.
Imposibilidad
Odio.
Qué palabra tan
fría.
Intento borrarla de
mi mente,
tacharla…
Algo me lo impide.
Transcribo “Viejos deseos”, “Un
imposible”, “Consuelo de tontos”, “Luego del adiós”, “Camino perdido” y algunos
otros poemas mientras espero a Carla. A las ocho y cinco golpea en la puerta,
le abro y entra con su linda sonrisa, esos ojos de mirada profunda que se
acentúa al sentarse en la cama.
—¿Qué hacés?
—Estoy transcribiendo algunos
pequeños poemas desilusionistas. ¿Te leo algunos?
—Dale.
Leo “Arrepentimiento”.
Te dije te quiero
muchas veces.
Lo dije con
sinceridad…
No pensé que me
pesara tanto.
Sonríe.
—¿Qué tal este? Se llama “Trampas
mentales”.
Amé tus labios
pintados,
la forma en que se
acomodaban
a mis besos.
Caigo una vez más
en las
trampas de mi
mente.
—Mira este otro, “Contrastes”.
Tu dulzura terminó
contrastando
con esa furia que
te hacía
rechinar los dientes.
Apago el computador personal y me
siento a su lado. Le doy un beso en el hombro y luego en su cabeza de pelo lacio.
—Qué lindo que estés acá.
—Sí, a mí también me parece lo
mismo.
—Vas a quedarte a dormir, ¿no?
—No sé.
—¿No sabes? Se me acaba de ocurrir
otro pequeño poema desilusionista:
Pudimos pasar la
noche juntos,
y no quisiste…
—Habría
que ponerle un título… ¿En serio no te vas a quedar?
—No, sí, yo me quedo.
Nos damos un beso y el sabor de
su boca alimenta la mía.
—¿Tienes hambre?
—No mucha.
—Yo sí. Había pensado que
podíamos ir a comer una pizza.
—Sí, dale. Vamos.
Salimos de cuarto. El hostal está
lleno de gente. Al parecer hay un cumpleaños de algún pariente del dueño. Salimos
al frío y subimos media cuadra a una pizzería. Pedimos una cerveza y una muzarella.
La bebemos despacio al tiempo en que seguimos hablando del vacío que le genera haber
perdido su casa en Ushuaia.
—Mi padre se operó del corazón y
tiene una enfermedad degenerativa de las arterias, por lo que el frío no le hace
ningún bien. Salta fue su elección.
—A bueno, pero su ida está
justificada.
—Sí, pero igual…
—Claro, el vacío es el mismo. A
mi papá le diagnosticaron una fibrosis pulmonar y le recomendaron irse a vivir
al nivel del mar. No alcanzó a trastearse ya que la enfermedad se lo llevó en
menos de seis meses, pero pude sentir ese vacío tremendo de perder mi centro
del universo. El apartamento en Bogotá ya no es lo mismo sin él…
Comemos la pizza, nos terminamos
la cerveza y volvemos. El comedor del Refugio del Mochilero está repleto de
personas bebiendo junto al dueño. Algunas otras preparan un asado en el jardín.
—Nunca había visto este sitio así. Al parecer
el mismo dueño va a romper la ley de silencio.
Carla se sienta en la cama y
acaricio su cabeza. Nos damos un beso que se alarga a dos, tres, cuatro, cinco.
Nos vamos quitando la ropa de forma lenta. Disfrutando el momento de dos
amantes que se van buscando en la piel del otro, aquellas caricias que reclaman
sus propios deseos, los besos y lengüetazos que acercan las bocas a esos
lugares que marcan principios y finales como la propia Ushuaia, esa Tierra del
Fuego en la que el verdor de los bosques muestra su claridad, la mano perfecta
de una naturaleza que habita en cada ave, cada pez, cada zorro, habita en Carla
y habita en mí.
Hacemos el amor aislados del
resto del mundo. Disfruto esa mirada de ojos negros sobre mis propios ojos, los
gemidos leves que se pierden en la algarabía de un Refugio del Mochilero en el
que un beso persigue a otro, una mirada es testigo de la otra y en una caricia
se recibe o se da todo el placer del mundo.
Carla queda servida. Me tiendo
junto a ella y vamos regulando nuestras respiraciones. Apago la luz, apoya su
cabeza en mi hombro y nos quedamos dormidos.
Unas voces en el corredor nos
despiertan hacia las nueve de la mañana. La beso en la mejilla, beso sus pechos
y empiezo a bajar con mi boca por su abdomen fresco. Acaricia mi cabeza y me la
retira.
—¿Te ofendes si ahora no?
—Se me acaba de ocurrir un nuevo
poema desilusionista.
Abro la libreta y lo escribo:
“¿Te
ofendes si ahora no?
Eso dijiste”.
Vuelvo junto a ella y nos
quedamos dormidos. Una tranquilidad deliciosa nos envuelve hasta las once y
media.
—Increíble cómo pasa el tiempo de
rápido, ¿no?
—Sí —responde—. Es tarde. Tengo
cosas que hacer.
—Yo también.
Nos levantamos, Carla se viste,
quedamos en que podemos ir a escalar el Cerro del Medio si es que el día está
despejado y ella se desocupa de su trabajo a las cuatro. Nos damos un último
beso y se va.
Disfruto el acceso más directo a
mis cosas sin tener que cerrar la maleta o meterla al casillero. Me baño, pico
las frutas y respondo algunos mensajes hasta que se hacen las tres.
Salgo del hostal. El día está
brillante. Le envío un mensaje de texto a Carla, bajo a la calle San Martín y
busco las oficinas de la cultura provincial. Pregunto por Luis Comis y me
dirigen a un despacho en el sótano. Me saluda, se sienta detrás de su
computador y comenta que los poetas inéditos más interesantes están en Río
Grande, ya que todos giran alrededor del “Mochi” Leite.
—¿Aquí hay algunos?
—Vos vas a recorrer todo el
continente y terminar en Colombia y Venezuela, ¿no es cierto?
—Esa es la idea.
—En Ushuaia hay poetas inéditos,
pero aún están muy verdes como para poder competir con los muchos otros con los
que te vas a encontrar.
Le comento que también vamos a
hacer una antología de poetas publicados. Abre un archivo de su computador en
el que leo “Hondapalabra”.
“No cazo mariposas
ellas se dejan atrapar
para enseñarme
que la belleza
es efímera
que la vida
un suspiro
que la muerte
un paréntesis
y que tu amor
mujer
tu amor
mariposas”.
En otro archivo leo “Miradas”.
“Parece decir que sí
la mariposa
estrellada contra el parabrisas
del interno 22 de la línea 14
parece decir que sí
que la muerte es eso:
pura belleza
desplegada en contraste
con la puta realidad
del obrero que va colgado
de la puerta y piensa
que el arte
no es para cualquiera”.
“Memoria de ripio” también tiene
un alto contenido social:
I
¿Hay horizontes de alambres
y cielos que lloran
por estas tierras de sombras?
no/los latifundistas
nos han robado el sueño.
II
Aquel guanaco es un oasis
en este desiertoestepa
y mira con ojos humanos/
mi pobreza.
“Ojo” es bastante corto y
punzante.
“Estoy seguro/un ojo es el mar
¿con qué nos mira
entonces
la muerte?”
Igual que “Vientrenatura”.
“tu ombligo es la inspiración
donde me detengo
a contemplar
la imperfección
perfecta de dios”
—Son minimalistas.
—Busco seguir el haiku, una forma
de poesía tradicional japonesa. Consiste en un poema breve.
—Se me parecen un poco a los de
Anahí Lazzaroni. Ayer me reuní con ella.
Luis se sorprende.
—Yo nunca la he conocido.
—Vive a pocas cuadras de aquí. ¿Por
qué no te has animado?
—Debe ser por el respeto tan
profundo que le tengo.
Nos tomamos algunas fotos en las
que aparece detrás del computador de su escritorio, con los anaqueles llenos de
libros y archivadores, las gafas de marco oscuro, la camiseta tipo polo y el
cabello encrespado. Me muestra algunos de los libros que le ha editado a otros
poetas, me entra un mensaje de Carla en el que indica que llega al Refugio del
Mochilero en quince minutos para que subamos al cerro, hablamos algunas otras
cosas con Luis y me despido.
Compro un sándwich de salame con
una Coca Cola y me lo empiezo a comer de subida por la 25 de mayo. Las montañas
se levantan con sus cuerpos forrados de árboles y picos quemados contra un
cielo sin nubes. La tarde es perfecta para la excursión y ver a Carla, por
supuesto, me emociona. Está en la puerta del Refugio del Mochilero. Le digo que
me espere un segundo. Dejo el morral en el casillero y bajo. Subimos hasta
Magallanes, tomamos otra calle asfaltada que serpentea por un barrio de casas de
uno y dos pisos con tejados triangulares, nos desviamos por un camino de
tierra, cruzamos un puente de madera y tomamos una foto en la que aparece
Ushuaia bajo un grupo de nubes. El Canal de Beagle con su azul intenso y la
isla de Navarino al fondo, tras la niebla propia que produce el mar en la
lejanía, le dan al lugar un marco maravilloso. Un par de cruceros, uno de los
cuales sobresale por su tamaño, atracan en el puerto.
Vamos subiendo por el camino que
bordea un riachuelo hasta que la sirena de uno de ellos resuena con su voz
ronca por entre las montañas. El crucero enorme zarpa. Su casco y cubierta
blancos contrastan con el mar y los picos de Navarino.
—Es el “Star Princess” —dice
Carla—. Me gusta mucho.
—A mí me gustas mucho tú…
Sonríe. Le doy un beso y vemos al
navío hacer maniobras hasta que se enfila hacia el Canal de Beagle.
—Se ve como un barco de juguete
desde aquí. Creo que nunca había visto un crucero tan grande en mi vida —añado.
Seguimos adelante por un camino
de tierra flanqueado por ñires y entramos a un bosque de coihues de tronco
grueso que le dan al paisaje un tono grisáceo. Esquivamos algunos charcos y
puntos llenos de barro en los que es fácil resbalarse, cruzamos un nuevo puente
de madera que pasa sobre el arroyo corrientoso en el que el agua forma
caracolas contra las piedras cubiertas de musgo, y salimos a un nuevo
descampado. Desde ese punto el contraste entre el azul del mar y el verde de
las montañas se hace aún más evidente. El “Star Princess” navega ya sobre el Canal
de Beagle.
—Increíble que vaya tan lejos. Se
dirige hacia el oeste. Hacia Chile —comento—. En el crucero que hice con mis
papás también llegamos desde la costa argentina, paramos un día en el Ushuaia y
seguimos hacia Punta Arenas.
Le saco algunas fotografías
frente a las costas de Navarino. Su cuerpo es notorio incluso a la distancia.
Debe estar a unos diez kilómetros más o menos. Desde la altura es posible
apreciar las vetas que el hielo ha generado en los picos de las montañas. Se
ven como rasguños marcados en la piel de la roca. Seguimos escalando por un
descampado lleno de piedras hasta que el cerro del medio se hace visible en la
altura. Terminamos de coronar la pendiente y tomamos algunas otras fotos en las
que se aprecia la cadena de montañas hacia el este. Las cicatrices son notorias
en sus picos pelados. El eco de una nueva sirena resuena por entre los montes: el
otro crucero maniobra y zarpa a paso lento seguido por otro barco de mucho
menor calado.
—Parecen caracoles que van
dejando su baba sobre el agua —comento.
—Mirá vos. Eso solo se le ocurre
a alguien con imaginación.
Un arcoíris se forma sobre
Ushuaia y nos tomamos unas fotos en las que se aprecian las rocas dispersas entre
la turba. El clima se ha enfriado y me veo obligado a ponerme la capucha de mi
“corta vientos”. Cierro la cremallera de mi chaqueta de cuero. Carla cierra la
suya y acomoda su bufanda alrededor del cuello.
—Hacia allá queda la laguna
Margot —señala en dirección al fondo de la meseta—, y para allá se va al cerro
del medio. La subida está llena de piedras.
Nos topamos con unos ingleses que
bajan. Nos dicen que no hay un camino estricto para subir. Seguimos por una
pequeña meseta hasta la laguna, llenamos nuestras botellas con el agua del
deshielo y nos tomamos unas fotos contra el rincón pedregoso en el que aún hay
parches de hielo sin derretir.
—Al inicio del verano la laguna
es mucho más grande —explica Carla—. Para este momento casi toda la nieve se ha
derretido.
Bebo un sorbo de agua fresca,
lleno mis pulmones con el aire limpio y disfruto del paisaje abierto. Las nubes
forman una línea divisoria entre el cielo y ese azul del mar cortado por el
arcoíris.
Reviso la hora. Siete y cuarto.
Saco el celular y llamo a Nicolás. Le comento que estoy con Carla y planeamos
subir al Cerro del Medio.
—Atardece a las nueve. Tienen el
tiempo justo si suben ya.
—Vamos le digo a Carla.
—¿En serio? Mis piernas no son
fuertes.
—Claro que sí. Son lindas y
fuertes.
—Nunca lo he escalado.
—¿En serio? Pensé que lo habías
hecho muchas veces… Bueno, yo te voy animando.
Enfrentamos la pendiente. Algunas
piedras con sus puntas angulosas se deslizan con nuestros pasos. Carla me
sigue. Se ayuda con un palo que usa de bastón. Voy subiendo paso a paso
enfrentado a la misión. Carla se va quedando.
—¡Vamos! ¡No pares! ¡No pares!
Sigue dando un paso tras otro —le digo una y otra vez.
—Estoy muy cansada. Ya no puedo
más.
—Falta menos de la mitad. ¡Vamos!
¡No pares! Si pudiste llegar hasta acá puedes llegar hasta arriba.
El esfuerzo quema mis muslos. Poco
a poco me voy acercando, doy los últimos pasos y corono el cerro. Baja hacia el
este como un enorme triángulo de roca que forma una hilera frente a la bahía
calcada en su esplendor. Navarino bajo las nubes, a lo lejos, los picos
desnudos y los picos nevados en los que se proyectan los últimos rayos de la
tarde.
Carla batalla contra la última
parte de la pendiente. La animo desde arriba hasta que termina de vencer la subida
y le digo que levante los brazos en señal de victoria. Lo hace, le tomo una
foto y camino hacia ella por el filo que marca el risco.
—¿Que tal la vista?
—Hermosísima.
—Esta montaña ahora es tuya y
mía.
Sonríe. Nos damos un abrazo. El
panorama, como ventana al propio fin del mundo, un lugar recóndito en el que la
naturaleza es sobrecogedora, me acerca a esa espiritualidad que las personas de
la ciudad van perdiendo. El aire puro, cargado de liviandad, es un regalo
maravilloso. En momentos como estos se hace perceptible lo pequeños que somos
dentro del universo. El milagro de la vida, con la belleza de sus formas y la
crueldad de sus reglas, en las que un ser es depredador de otro, lo devora para
subsistir y lo honra al volverlo parte de su propio cuerpo, cobra sentido
dentro de ese rompecabezas de la existencia en el que la muerte es destino
ineludible. Esa nada en la que nos metamorfoseamos para empezar a estar en
todos lados, volver a la vida en forma de partículas de agua, ese rocío que se
posa sobre los pastos de madrugada, un copo de nieve, el cuerpo que nos
pertenece de forma parcial, hasta que deja de ser nuestro y la materia lo
reclama, lo recicla y transforma en millones de cosas. Me gusta pensar que papá
está en el agua, en todos los mares del mundo y que se materializa cada vez que
miro algún oleaje. Lanzamos sus cenizas en el golfo de Morrosquillo, ese Mar Caribe
de Colombia cuya temperatura cálida abraza y lo trae hacia mí en ese proceso de
transferencia de una partícula a otra como corriente eléctrica que llega a
todos los rincones del mundo. Que linda ilusión…
—Qué tal como se siente uno de
pequeño acá. El panorama es demasiado basto —añado. Carla mira por el visor,
enfoca el lente con la mano, apunta y toma una nueva foto—. Ves que sí podías.
—Che, en serio pensé que no.
—Para que veas que uno puede
hacer muchas más cosas de las que cree.
Tomamos algunas otras fotos en
las que queda retratada la inmensidad con algunas nubes bajas que sobrevuelan
la bahía, el relieve de las montañas lejanas en Navarino, el canal de Beagle
abierto a uno y otro lado, y un horizonte en el que se alcanza a ver la leve
curvatura que redondea el globo terráqueo. Nos quedamos unos minutos embrujados
por el paisaje y enfrentamos el descenso. Las piedras se deslizan con cada
paso. Generan un ruido de cascada que se detiene al reacomodarse. A medida en
que la tarde se empieza a desdibujar descendemos con pasos precavidos. Hay que ir
con pies de pluma para no resbalar. Alcanzamos la parte de la turba y
aceleramos el ritmo. La mata esponjosa funciona como almohadilla en cada paso. En
algunos casos la huella del zapato queda marcada como testimonio de la invasión
del hombre. Terminamos de bajar hasta los pastizales y entramos al bosque de coihues
en el que los barriales me juegan un par de malas pasadas.
—Cada vez que te resbalas así se
me para el corazón —comenta Carla.
Sigo adelante con paso fiero. La
luz del día se va y quiero llegar a tierra conocida. Desafío un nuevo descenso
barroso, intento nivelarme con los brazos pero el resbalón impulsa la gravedad
y aterrizo con mis nalgas en el barro. Me levanto sin perder tiempo, me sacudo
y doy un nuevo paso apurado.
—¿Estás bien?
—Sí, dale. No perdamos tiempo.
—Sabía que el cerro te iba a
cobrar su conquista.
Salimos del bosque y nos
relajamos un poco. Carla me cuenta que baila muy bien, pero baila para ella. No
le interesa bailar para nadie más.
—Una profesora me dijo que estoy
matando mi talento.
—¿Qué crees que sea? ¿Miedo al
fracaso? ¿Miedo al éxito?
—No lo creo. Me gusta bailar para
mí, eso es todo.
—Lo entiendo. Hay personas que
solo escriben para ellos. Aunque un autor escribe para un público. El que
quiera que sea al que le dirija sus textos.
—Este trabajo que he hecho aquí
con los chicos en la colonia de verano, me ha demostrado lo mucho que me gusta
el trabajo social… La verdad es que no sé muy bien lo que quiero. Es decir, sé
las cosas que me gustan, pero no me decido por ninguna.
—Tienes que seguir a tu voz
interna. Aquello que te atraiga más. Pero es necesario decidirse por una para
hacerla bien. En la adolescencia y post-adolescencias yo también pintaba. Y no
lo hacía tan mal. Pero la escritura me llamaba más y me llamaba desde aquí —le
señalo mi vientre.
Terminamos de recorrer el sendero
de tierra. Vamos buscando el camino hacia la casa de Nicolás por una calle de
ripio en la que perros ladran a nuestro paso. Los últimos rayos del sol se
apagan y la noche nos encuentra justo en frente de su reja de madera. Spaghetty,
Mora, Cabaza y Buseca nos saludan con olisqueos y el batir de sus colas.
Nicolás nos recibe en la puerta, nos pregunta cómo nos fue y al verme acariciar
a Spaghetty cuenta que tuvo un husky descendiente de los perros polares argentinos
que vivieron en la Antártida y eran el producto del cruce entre el husky siberiano,
el alaskan malamute groenlandés y el spitz manchuriano.
—Sucede que en los noventas
Argentina tuvo que sacar sus perros de la Antártida por una normativa del
Tratado Antártico de Protección del Ambiente. Al no ser naturales del lugar
podían contaminar de alguna manera las restantes formas de vida autóctona y
depredar a pingüinos, lobos marinos y otras especies. Fue una cagada, porque los
perros llevaban en la Antártida varias generaciones, estaban totalmente integrados
al eco-sistema y al sacarlos de allá todos murieron mal, pues los climas a los
que los llevaron eran muy distintos.
Nos hace seguir y nos sienta a la
mesa. Patricia nos saluda con cariño y trae un guiso de lentejas con mucha
cebolla y zapallo, panceta y chorizo colorado. Comemos y hablamos de nuestra
experiencia en el cerro del medio, Carla ayuda a Patricia a recoger y lavar los
platos, se da una ducha, vuelve a la mesa y Nicolás nos lee su cuento “Con la
poesía… ¡Ojo!”, en donde el “Mochi” Leite es un personaje. El Chacho Chaipa, un
vivaracho, intenta apropiarse de su ginebra, sin saber que la astucia del poeta
terminará haciendo que el avispado le pague la bebida durante toda la noche. Transcurre
en “El Caleuche”, un boliche de marineros y pescadores, que lleva el nombre de aquel
buque fantasma que según dice la leyenda, navega por los mares de Chiloé y los
canales del sur tripulado por brujos.
Nicolás nos lee su cuento inédito
“El lobo y la ballena”, nos convida a un “café carretero” al que le hace caer
varias brasas encendidas de la salamandra, lo envenena con un toque de grapa y
nos muestra “Stamp”, una traducción al inglés que se hizo de su cuento “Pisotón”.
—¿Cómo te parece la traducción
del título?
—Un poco extraña.
—Eso me ha dicho mucha gente.
¿Cómo lo hubieras traducido vos?
—No sé bien, tendría que tener el
diccionario Webster para mirar. Yo hice la traducción al Inglés de “Unos
duermen, otros no”, pero con el Webster y el diccionario de Español-Inglés al
lado.
—¿Y el resto del texto?
Le digo que hubiera tomado un par
de decisiones distintas a las que tomó la traductora, le doy un par de leídas
más, comparo los dos textos y dada la dificultad de traducir su estilo colorido
y vívido, concluyo que la traductora hizo un trabajo razonable.
—Bueno che, eso me alivia.
—Déjame mirar lo del título y te
lo confirmo.
Nicolás baja del estante “Molino
rojo”, “Estrella de la mañana” y “Hecho de estampas” de Jacobo Fijman.
—El poeta recorrió el país
tocando el violín en los boliches para hacer un mango. Pasó muchos años
internado en “el Borda”, un hospital psiquiátrico en donde murió. Algunos
piensan es el mejor poeta argentino —comenta.
Miro su bibliografía en una de
las solapas. Fijman nació en Orhei, Besarabia, lo que es hoy Moldova. Sus
padres emigraron en busca de trabajo en 1902 y llegó a la Argentina a los
cuatro años. A pesar de padecer crisis mentales desde pequeño, hizo parte de la
“Vanguardia literaria” del grupo Martín Fierro. Su salud mental empeoró. Fue
internado en el sanatorio. Mejoró. Salió. Volvió a recaer. Fue internado de
nuevo. En 1970 murió.
Abro uno de los libros y leo “El
viajero amargado”.
“Gris andurrial de la mañana.
El mar descorcha sus botellas
de vinos espumosos.
Bailan como muñecos
mis anhelos, oreados por los
vientos;
y vanse a pique sollozando,
con las manos abiertas,
distendidas.
El mar embriaga mis sarcasmos
aguja de relojes negros,
trasnochadores;
conciencia amarga de la vida.
Hastío.
Zozobras.
Gargantas temblorosas.
De día en día
preparo mis maletas;
cambio los aires y las horas.
Las grises estaciones me han
dejado
el silencio de sus faroles
enfermos, de velorios;
y los puertos sus guinches y sus
barcos.
Afiebrados de esclavos y bocinas.
Se alargan las agujas de los
relojes negros.
Sarcasmos.
Bailan mis muñecos, oreados por
los vientos
en el gris andurrial de la mañana”.
“Mortaja” muestra aún más su
inestabilidad emocional:
“Por dentro;
atrás el rostro.
¡El pasado aniquila!
¡Es en vano que encuentre una
herradura
en el estanque turbio de mi
imaginación!
El árbol ha cubierto de palomas
mi soledad; pero es en vano.
Desnudo
siempre estoy como una llanura.
Para buscar un cerro
miro las multitudes.
Estoy siempre desnudo y blanco;
Lázaro vestido de novio;
una mortaja viva
entre el ayer eterno
y el eterno mañana;
una mortaja viva
que llora en mi garganta”.
Pienso en qué tanto pudo incidir en
su salud mental el haber emigrado a la Argentina a tan corta edad. Con
seguridad sus papás pasaron penurias así como lo hicieron mis abuelos paternos
al llegar a América del Sur desde el Líbano, y lo hizo mi mamá al huir de
Checoslovaquia y emigrar al Brasil a los doce años. En mi familia, quien
terminó sufriendo la realidad con su propia locura fue mi tío Nemesio, quien a
los veintiocho años tuvo su primer ataque de esquizofrenia. Como Fijman,
también murió en un sanatorio.
Nicolás sube al cuarto, baja con
Patricia y aprovecho para preguntarles si les gustaría acompañarnos a mí y a
Carla al parque nacional el fin de semana. Nicolás se ofrece a llevarnos al
centro y salimos al frío de la noche. Me subo en el asiento de adelante y
bajamos al canto de Ives Montand interpretando “Les Feuilles Mortes”. Nicolás se
orilla en la intersección de San Martín con 9 de Julio y me pone una mano en el
hombro.
—Te trata bien nuestro país.
Desvía la mirada en dirección a
Carla.
—No me puedo quejar —respondo.
Carla sonríe, se despide de
Nicolás y bajamos del auto. Subimos caminando a Dublin. La aglomeración junto
al ruido que forman las voces de las personas hablando alto me hacen arrugar la
cara.
—¿No quieres estar acá, verdad?
Bajamos a San Martín y entramos al
Café-Bar Tante Sara. Carla se pide un café y yo un vaso de agua. Los bebemos
con calma sin saber a qué hora se ha hecho la una y media de la mañana.
—Luces cansado —dice ella.
Pagamos la cuenta, volvemos al
Refugio del Mochilero y nos acostamos. Carla se explaya sobre la cama. Llevo mi
boca a sus pechos. Los beso por encima de la camiseta. Deslizo mis mejillas
sobre ellos. Recorro su abdomen. Nos vamos desnudando en ese ritual inagotable
en el que los amantes vuelven a buscarse, a hacer perceptibles las caricias,
redescubrir las formas y relieves de los cuerpos. Por mucho que nos besamos he
intentamos excitarnos, con el deseo atragantado, ahí, a flor de piel, tan lejos
pero tan cerca, tan necesario, elusivo, no consigo lograr una erección. Al cabo
de un tiempo me tiendo junto a ella. Miro el techo.
—¿Soy yo? ¿No soy lo
suficientemente atractiva?
—Qué cosas más absurdas las que dices.
Es increíble que hasta ahora no te hayas dado cuenta lo mucho que me gustas.
—¿Entonces?
—Estoy agotado. Necesito
descansar, recuperar fuerzas —digo con molestia.
Quiero decirle algo más, herirla
un poco con algún comentario punzante. Le pongo una mordaza y lo encadeno en
ese calabozo al que van a parar mis malos pensamientos. En vez de eso traigo la
cabeza de Carla hacia a mi pecho y acaricio su pelo sedoso.
Nos dormimos. La noche es corta. Abro
los ojos a las siete y media. Alcanzo a Carla con mis manos. Cargan ese deseo
que necesita salir. La despierto con caricias. Nos entrelazamos en un beso, esa
necesidad latente de satisfacer lo insatisfecho, elevar la pulsión y
descargarla en ese gran estruendo cuyo final encuentra una nueva calma, deja
servidos a esos esclavos en los que nos convertimos. Así, con caricias, los
besos y movimientos que marcan sus pautas, así sucede.
Le doy un beso en el hombro y
vuelvo a tenderme a su lado. La traigo hacia mí.
—Estabas molesto anoche.
—Sí, muy furioso.
—Se te notó mucho. Y se vio que
lo intentaste reprimir. Lo manejaste muy bien.
Le doy un beso en la cabeza. Dormitamos
un momento y vuelvo a besarla. Quiero ser víctima una vez más de la esclavitud
de aquel lívido que me reclama. Carla me aparta con suavidad y me dice que
tiene una reunión del trabajo a las nueve.
—Voy a salirme de este cuarto. Es
demasiado costoso y no lo puedo pagar. Tengo un presupuesto limitado.
—Dale.
Nos damos un nuevo beso y la
despido. Me alisto, hago el “check out” con Gerardo y vuelvo a ubicarme en el
dormitorio de arriba. Desayuno con unos duraznos, pongo el computador en el
escritorio que da a la ventana y reviso mis mensajes. Hay uno de Nicolás Romano
en el que dice: “Me gustó mucho este, tu amor a Praga, mujer, bohemia, esos
“silencios de esquina”. Supongo que recorrerás sus calles hasta encontrarte
ahí, donde todo se pierde, donde dejaste caer tu alma. También supongo que
volverás a ver ahí, a orillas del Vltava, a tu madre y a tu hermana, quizás,
saludándote. Y por qué no a tu viejo, vestido de arlequín haciéndote un guiño
sobre el puente. A tu abuelo Karel, omnipresente, lo verás por los ojos de
Bohemia. Espero que la escuches en el alba y que no te arrojes a las aguas del
Vltava”.
Busco el significado de “Stamp”
en el Webster, confirmo que era la única manera de traducir “Pisotón” y se lo
informo a Nicolás en un mensaje. La escritura intensa me consume hasta que
Andrés entra al cuarto y me quita la concentración. Saca su computador y me
empieza a leer el poema que escribió.
—En realidad se lee como un
cuento —le digo—. No es poesía, carece de sus elementos constitutivos.
—¿Cómo podría volverlo poesía?
—Tendría que escribirse de otra
manera. Se deben utilizar algunos giros lingüísticos. El ritmo y el lenguaje es
totalmente distinto. Hay que enfocarse en la musicalidad. Muchas veces lo
constituye una imagen, un momento, una situación particular.
Saco el libro “Bonus Track” de
Anahí Lazzaroni y le leo “En el fin del mundo”.
Hoy nadie se detiene
a mirar la lluvia.
“Escribir cartas
es huir de la ciudad”.
—Compárala con esto: “Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas
a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de
piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos…”. Es el inicio de
“Cien años de soledad”. Aquí García Márquez nos está introduciendo una historia.
¿Ves la diferencia?
—Sí, suena muy diferente. Pero
quiero escribir un poema. ¿Cómo podría comenzar?
Tomo algunas de sus primeras
frases, me alimento de algunas de las imágenes que puedo rescatar, le hago
preguntas para saber la secuencialidad del proceso de la pesca del hoki y
empiezo a escribir el poema con mis propias palabras. Se nos van unas tres
horas y media en la tarea. Le pongo el título “Pateando cadáveres” y se lo
vuelvo a leer.
Humor a sangre fermentada…
Lugares apretados en donde pasa la
vida.
Las piletas y cintas prestas a
recibir los cadáveres…
Los marineros enguantados,
con las cofias, las botas y la
ropa de agua,
todos listos para seleccionar a
las víctimas
que saciarán la voracidad del
hombre,
pasarlas por la sierra,
quitarles los parásitos,
limpiar de huesos los filetes,
pesarlos,
empacarlos en sus tumbas de
cartón,
guardarlos en la morgue helada.
La red llega con estrellas
y algas que cuelgan de sus sogas.
Todos expectantes…
Pendientes del peligro que asecha
en los cabos,
las cadenas de acero,
su chisporrotear al roce del
mamparo,
el escorar del barco en un
momento impreciso.
Cuarenta toneladas,
una buena pesca luego de días
pobres…
El oficial de cubierta abre la
compuerta del pozo.
Los pescados se resbalan dentro
de los compartimentos…
Nuestra mirada viva en procura
del hoki,
aquel hermoso ser de cola en
punta,
tono plateado,
ese destello celeste al contraste
de la luz…
Hay algunos dentro del marasmo de
cuerpos
en los que abundan las brótolas,
los abadejos,
las rayas y algunos tiburones
con ojos saltados que delatan su
asfixia.
El proceso se inicia.
La cinta se articula.
Produce su traqueteo,
las mangueras botan agua
y la sierra deja salir el quejido
del metal
al cortar los huesos.
Ocho horas de hurto al mar,
de convertir riqueza natural en
producción sistemática,
de ser una máquina consciente,
eso dura una guardia en la que
veo
cadáveres en el piso,
en los techos,
las columnas,
en las bachas,
en mi ropa,
en mi piel.
El hedor persiste,
mi salud también…
A pesar de los años.
Soy fuerte.
Enciendo la linterna,
ilumino el pozo.
Un hoki adhiere su cuerpo
a una de las paredes.
Me adentro
y pateo los últimos cadáveres…
Caen a la cinta.
Pateo al hoki,
el hermoso hoki plateado
se desprende.
Lo pateo hacia la cinta.
—Pero el poema es tuyo ahora.
—No, es de los dos. Lo escribimos
en una coautoría.
—¿Podría participar en el
concurso?
—Con otro poema, claro que sí.
Me comenta un suceso ocurrido en
el Chaco, le explico cómo podría asumir su escritura, se quita el gabán, lo
dobla y se acuesta a dormir. Miro el reloj. Seis de la tarde y ni siquiera he
almorzado. Bajo a la cocina y me preparo unos raviolis. Guardo mis cosas en el
casillero, salgo a la tarde, bajo hasta el puerto y averiguo algunos de los
tures de navegación por el Canal de Beagle. Uno que va a la Isla Alicia, a la de
los pájaros, al faro Les Eclaireurs y termina el recorrido en la Isla Bridges, me
llama la atención por el precio accesible y porque a las siete de la noche zarpa
un barco. De todos modos me doy una vuelta para mirar otras opciones y le
pregunto a una joven de iris brillante, con una sonrisa hecha del calco de una
diosa griega, cuánto vale el tour para ir a la isla Martillo y poder acercarse
a los pingüinos magallánicos. El precio millonario me saca corriendo por mucho
que la belleza me pueda llegar a conmover, vuelvo a la caseta del tour inicial
y la chica que atiende me dice que está a punto de zarpar. Me decido, me
introduce con Juan Pablo, el guía, pago el impuesto de navegación y caminamos
por el muelle en el que aquel día de enero desembarque con mis papás.
El barco acelera sus motores y
mientras se aleja del puerto le escribo un mensaje de texto a Carla. Le cuento
que estoy en un barco rumbo al mal llamado “Faro del Fin del Mundo”. Me
responde al poco tiempo diciendo que disfrute mucho el paseo. Tomo algunas
fotos de un par de barcos cuyos contenedores relucen con los rayos de la tarde.
Un par de cruceros de mediano calado zarpan y bordean la costa en dirección al este.
Parejas, en su mayoría turistas
de varios continentes, se resguardan al interior de la cabina. Escapan del
ventarrón helado que un uruguayo y yo soportamos en proa. Juan Pablo nos hace
entrar, nos sienta alrededor de una mesa en la que nos enseña los cayos
circundantes en un mapa de navegación y clarifica que el faro al que vamos se
llama Les Eclaireurs.
—“El faro del fin del mundo”
queda a cinco horas de aquí. Hay que salir del canal Beagle y navegar al sur
hacia el cabo de Hornos. En realidad se llama Faro de San Juan de Salvamento.
Se encuentra en la isla de Los Estados y se volvió famoso a raíz de la novela
de Julio Verne que lleva ese nombre —explica Juan Pablo.
Nos da algunos otros datos de
interés mientras nos acercamos a la isla Alicia. Salimos al frío y empezamos a
fotografiar la colonia de lobos marinos que descansa en un islote de piedra.
Algunos entran al agua, se sumergen. Otros salen, van escalando la piedra hasta
la cima. El barco acelera sus motores y llega a la isla de los pájaros. Los
cormoranes graznan con sus picos ganchudos que facilitan la pesca. Sus cuerpos
de plumas negras y pechos blancos los hacen lucir parecidos a los pingüinos. Al
desplegar sus alas se ve la gran diferencia. Se impulsan, alzan vuelo, toman
altura y se lanzan en picada. Un fuerte olor a excremento invade la cubierta al
tiempo en que fotografiamos al islote extendido.
—De forma que estas son las aves
que se mantienen fieles a sus parejas durante toda la vida —le digo a Juan
Pablo.
—Eso está rebatido por la ciencia
moderna, che.
—Algunas mujeres las sacan a
relucir cuando discuto con ellas que los humanos no somos monogámicos.
—Lo verdaderamente excepcional de
los cormoranes está en que bucean. Pueden sumergirse unos diez metros y
permanecer más de un minuto bajo el agua.
El barco se aleja y se dirige
hacia el faro. A medida en que se va acercando se hace reconocible su figura
cilíndrica pintada con una raya horizontal blanca entre dos rojas. El contraste
de los colores vivos con el mar, el musgo verdoso que cubre el islote en el que
se erige, las montañas vestidas por vegetación y el cielo manchado de nubes,
sobrecoge a los turistas apeñuscados en la proa. Todos queremos tener la foto
en el mejor ángulo posible. El barco le da una vuelta a poca velocidad y
acelera en dirección oeste frente a una línea de montañas con los picos
cubiertos de nieve. Tomamos un chocolate caliente, unas galletas y a la media hora
descendemos en Isla Bridges y realizamos una caminata por un sendero por el que
Juan Pablo nos va haciendo una descripción de la flora. Nos juntamos alrededor
de una hendidura circular en el suelo y nos cuenta que los aborígenes yámanas vivieron
ahí por milenios, desnudos y sin cobijo, antes de que llegaran los
conquistadores.
—Ellos trajeron la gripe y otras
enfermedades que los afectaron y cambiaron sus costumbres.
—¿Cómo podían vivir sin ropa en
este frio? —Pregunta una porteña que recogen sus manos por debajo de su
chaqueta.
—Con su limitado ropaje, usaban cueros
de lobo marino en las partes del cuerpo donde el viento incide con mayor fuerza
como los hombros, el cuello, la cintura y los genitales, se evitaba la
saturación por humedad que acelera la pérdida de calor corporal.
Paramos alrededor de una turbera y
nos cuenta que está formada por distintas capas superpuestas de “sphagnum”, el hongo
que la va formando y crece a una velocidad de un milímetro por año, de forma
que el que estamos mirando tiene más de seiscientos años. Vivía por la época en
que los europeos “descubrieron” América para su propio mundo y la destruyeron
para tantas otras culturas. Caminamos por un montículo en el que se aprecia
Ushuaia con sus primeras luces titilantes bajo el Cerro del Medio. Saco el
celular. Le escribo un mensaje a Carla en el que le digo que estoy viendo a
Ushuaia desde una isla. Responde que debí haberla invitado. Hago caso omiso a
su mensaje y camino de regreso al barco tras una pareja de barceloneses que
toman las últimas fotos a los islotes difuminados en el mar grisáceo. Las nubes
cargadas, los picos con nieve, el tenue amoratar del horizonte en el poniente y
la turba despintada, le dan lobreguez al ocaso.
El barco se enfila hacia Ushuaia
y aprovecho para fotografiar la ciudad iluminada. Atracamos tras un par de
cruceros franceses cuyas luces delinean su cubierta, me despido de Juan Pablo y
salgo del puerto. En otro mensaje le digo a Carla que llegué. Responde que está
comiendo con una amiga. Camino al hostal con el sentimiento del deber cumplido.
Podría visitar alguno de los glaciares que tanto he oído nombrar, ir al parque
nacional y dar por concluido el inicio del proyecto. Necesito empezar a subir
el continente.
Entro al dormitorio y me
encuentro a una mujer escribiendo en su computador personal.
—Estás en mi cama —le digo.
—Lo siento, no sabía —dice con
acento portugués.
—¿Eres brasilera?
—Portuguesa.
—¿Roncas?
—No.
Se pasa a la cama de arriba, se
acuesta boca abajo exponiendo sus nalgas, me cuenta que es bióloga y se va a
embarcar en un barco que hace investigación científica en Antártida. Vuelve al
trabajo en su computador. Bajo a la cocina, me preparo un sándwich y ceno junto
a un par de israelitas que comen un arroz pegajoso. Los ojos verdes de una de
las jóvenes se desvían de cuando en cuando en mi dirección. Tiene una piel
broncínea, las curvas propias de una Amazona moderna y una sensualidad que
podría llegar a incomodar incluso al más recatado de los machos. Va por un
salero a la cocina y aprecio la redondez de sus nalgas forradas por unos
chicles ajustados.
Javier llega y me saluda de forma
efusiva. Me cuenta que le fue muy bien en el parque nacional.
—Hermoso el contacto con la
naturaleza. Incluso los zorros se acercaban a la carpa.
Le cuento acerca de la excursión
marítima, hablamos de algunas otras cosas y al darse cuenta que la israelita me
sonríe dice:
—Che, te está dando “bolilla”.
—¿Qué tal está el arroz? —Le
pregunto a la joven.
—Se deja comer.
—¿Puedo probarlo?
Recoge un poco en su tenedor y me
lo pasa. Me mira la boca mientras lo pruebo.
—No está mal.
—Lo hicimos para salir del paso —levanta
los hombros.
—¿Che, y vos qué vas a hacer? —Pregunta
Javier.
—Tengo que trabajar un poco.
Necesito enviar algunos correos a poetas patagónicos. Ir haciendo los contactos
en cada ciudad. Aparte había pensado adelantar el cuaderno de viaje.
—Invitalas a salir. Yo me voy con
la gordita.
—Estoy bien con una chica. Una
argentina que conocí.
—¿Y dónde está?
—Comiendo con una amiga.
—Bueno, por eso. Estás libre.
Paso las palmas por mi cara.
—¿Qué hacen ahora después? —Les
pregunto.
—Aún no sabemos. De pronto vamos
a salir.
—¡Viste! Deciles que vamos con
ellas.
La maldita tentación juega con mi
cabeza. Es imposible no mirar el escote que forma el esqueleto en sus pechos.
Sus hombros desnudos, de tamaño perfecto. Se nota que hace deporte.
—Me estás dando malas ideas.
Necesito concentrarme en mi trabajo —le reclamo a Javier.
—Che, solo te digo que le
interesás a la mina.
Me abstengo de hablarles.
Terminan el arroz, se paran y lavan con desidia la olla en la que cocinaron.
Van a su cuarto y me concentro en revisar mensajes. Hay uno de Anahí Lazzaroni
en el que considera que mi poesía es exuberante y calma a la vez. “Ahora
entiendo por qué te mudarás a Praga”. Escribe. Respondo otros hasta que
Alejandro llega a la media noche y apaga las luces.
Cierro el computador. Javier está
sentado en el escalón que marca el límite entre a cocina y el acceso a los
cuartos.
—¿No vas a hacer nada, entonces?
—Voy a dormir.
La israelita pasa con los labios
pintados, unos jeans y una chaqueta cortada a la cintura. Deja una estela
perfumada a su paso. Javier me mira con esos ojos que lo quieren decir todo.
—¿Preguntale a dónde va, che?
¡Vamos!
Debería hacerlo, en realidad
debería, pero al pensar una vez más en Carla me abstengo.
—Voy a dormir, Javier.
Igual me quedo ahí un rato. Lo
acompaño en la penumbra. El hostal tiene un ambiente encendido. Una pareja de
holandeses susurra frente a la pantalla de un computador personal y unos
ingleses toman vino entre la oscuridad. Andrés se acerca al comedor y les pide
que hagan silencio.
—Vos tranquilo. Aquí hacer
silencio —le dice uno de ellos con su español roto.
—No pueden estar aquí. Se inició
la hora del silencio.
—Vos tranquilo, che. Terminar
vino en silencio.
—Voy a tener que llamarles a la
policía si no se van de aquí —responde Andrés en un acto desesperado —Vuelve a
la recepción.
—Bien hecho —susurra Javier—, hay
que resistirse.
—Está haciendo su trabajo —lo
justifico—, aunque lo de la policía era innecesario. Alguien con mando no
necesita recurrir a esas cosas.
Andrés vuelve con su actitud de
guardián de patio de reclusos.
—¿Siguen acá?
—Pero che, dejanos tranquilos. No
te preocupar. Nosotros hablar bajito.
Se sirven un poco más de vino y
Andrés se va con la rabia entre los dientes.
—Bueno, voy a dormir.
Me despido y bajo con el cepillo de
dientes. Javier sigue ahí. Voy al baño. Subo. Busco el celular en la oscuridad.
Le envío un mensaje a Carla: “Me encantaría estar contigo”. Acomodo la espalda
en el colchón. Me quedo esperando una respuesta. Nunca llega.
Espere nuevas crónicas y
fragmentos del cuaderno de viaje “En busca de poetas”.
Para mayor información visite la
página: www.enbuscadepoetas.com
Escríbanos a: enbuscadepoetas@gmail.com
Agradecemos a Pavimentos Colombia
S.A.S., patrocinador del proyecto.
Comments