Mendigo por un día – Parte IV - Por: Eduardo Bechara Navratilova

Las casas de trescientos años con sus porches, barandas y dispositivos metálicos para quitarse la nieve de los zapatos, acompañan mi camino. La noche luce tranquila. Sería como cualquier noche si es que fuera ir a mi aparta-estudio a dormir. No sé a dónde voy. Solo camino por las calles. Tomo la quinta y paso junto a un gimnasio en el que se aprecian unos balones de ´pilates´ amontonados contra el vidrio. Las personas que van a un gimnasio tienen una intención. Desean ser atléticos, sanos, lucir bien. Les importa su aspecto, tienen una ilusión y una vida por la cual luchar. Es triste saber que hay personas que no tienen nada de eso.

Chestnut luce un poco más movida. Hay gente que sube caminando desde los bares de ´Old City´. Una joven con medias de rombos, botas negras y shorts del mismo color, se acerca por el andén en dirección contraria.

—Discúlpame, ¿tienes un dólar que te sobre?

Levanta su cara y me mira. Sus cejas son pronunciadas y su cara está maquillada. Cuando entiende lo que le estoy pidiendo aparta la mirada.

—No tengo —responde.

Sigo bajando hasta la ciudad vieja. Algunos borrachos salen de Rotten Ralph´s. Otra gente entra a Brazil´s. Me quedo ahí un rato. No tener a dónde ir me genera un sentimiento desagradable. De alguna forma me humilla ante gente que tiene sus necesidades satisfechas y van en busca de la fiesta. Sus prioridades no son comer o buscar una cama en dónde dormir. Ellos están en busca de sexo, o de conquistar al hombre o mujer de sus sueños.

Continúo mi marcha hacia el río. Cruzo la calle frente a una patrulla de policía con dos agentes adentro. Me observan caminar como sombra en la noche. Sigo de largo y llego hasta ´Penn´s Landing´. Las luces de los edificios en Camden se reflejan sobre las aguas del Delaware al otro lado del río. Es la ciudad más peligrosa de los Estados Unidos, seguida por Filadelfia. Las separa el puente Benjamín Franklin, el primer puente colgante del mundo con su estructura de acero alumbrado en medio de la noche. El rio hace parte de lo que se llamó el ´Mason Dixon Line´, la línea divisoria entre el norte y el sur. Hacia allá, Nueva Jersey, considerado en este punto aún como el sur. Del rio hacia el norte, Pensilvania, una tierra libre en la que se abolió la esclavitud. Es increíble pensar que un esclavo que pasara el río era hombre libre. Estas tierras tienen historia. Una historia sufrida y sangrienta. Para llegar a ser lo que son, sus gentes tuvieron que tragarse muchos escorpiones.

Me quedo un rato mirando los barcos anclados en la orilla. Hay una corbeta de la marina de los Estados Unidos. Más allá está el Mochulu de cuatro mástiles, famoso por ser uno de los principales barcos de vela que transportaba madera desde la costa oeste hasta Australia. Aún más allá, se ven las chimeneas del S.S. United States, el barco de pasajeros más rápido del mundo, hoy en día convertido en un barco fantasma.

Saco el celular y miro la hora. Una de la mañana. ¿Dónde voy a pasar la noche? Me pregunto de nuevo. La fatiga se cuela hasta mis huesos. Camino de vuelta. La patrulla sigue en el mismo sitio. Los policías me miran tras los vidrios polarizados. Pienso en lo que les diría si me paran y me preguntan a dónde voy. ¿Me creerían? Ni siquiera tengo conmigo el carnet de la Universidad de Temple que me acredita como estudiante.

Vuelvo a la calle dos. Algunas personas toman cerveza frente al bar “The Plough & The Stars”. Uno de ellos me para. —Tú te pareces a Cat Stevens, así con la nariz arqueada, la barba desordenada y el pelo largo. ¡Miren, Cat Stevens! —le dice a sus amigos.

—Cat Stevens. ¿Qué haces por aquí en Philly? —me dice una de las jóvenes borrachas.

Me alejo de ellos. No sé qué pensar. Me siento decepcionado al saber que no me tomaron como un mendigo. Por el otro lado me alegra que me hayan tenido en cuenta. La canción Moonshadow viene a mi cabeza: “Yes, I´m being followed by a moonshadow / moonshadow, moonshadow / Leaping and hopping on a moonshadow… And if I ever lose my legs / I won´t moan, and I won´t beg / Oh, if I ever lose my legs / Oh, if, I won´t have to walk no more… Did it take long to find me? / I ask the faithful light / Oh, did it take long to find me? / And are you going to stay the night?”.

No son las primeras personas que me lo dicen. Claire Lenahan, una estudiante de teatro, también lo dijo. Me regaló un disco con sus canciones favoritas de Cat Stevens porque yo le acordaba de él. Stevens también quiso experimentar con su identidad: se cambió el nombre por uno islámico y ahora se hace llamar Yusuf Islam. Con todo y eso, al final del día ambos volveremos a ser quienes somos. El cansancio sepultará la rebeldía y despertará nuestra identidad verdadera. Mañana habremos olvidado todo y volveremos a nuestros prejuicios.

Cruzo la calle y paso al lado de un vago sentado frente a Cuba Libre. Mira hacia el piso con la cara entre una gorra. La levanta y me mira. —¿Tienes cambio?

—No tengo plata —le respondo.

Su rostro no tiene brillo así como dijo Carlos.

Me corro algunos metros y me quedo ahí. No tengo a donde ir. No tengo un derrotero, ni un plan, ni nada. No tengo nada.

Me quedo mirando al vago por un momento. Prende una colilla de cigarrillo a la que le da dos chupadas antes de botarla sobre el andén. Camino hasta Market Street. Los oficiales de otra patrulla me tienen los ojos puestos encima. Me doy cuenta que me están supervisando. Quieren saber a dónde voy, qué estoy haciendo ahí en la calle vagando sin ningún destino. Ante sus ojos podría ser un ´jibaro´ intentando vender alguna droga. Vuelvo a los bares y me siento a poca distancia del otro mendigo. Me quedo ahí. Meditó por qué hago estas cosas y por qué soy tan distinto al resto de la humanidad. Siempre voy en busca del dolor cuando la gente va en busca de la felicidad. La misma Tatiana me lo ha dicho: “¿Si puedes ser feliz por qué no lo eres?”. Yo mismo me lo he preguntado muchas veces. Algo me lleva a hacer esto. El dolor agudiza mis sentidos, me hace sentir vivo y me deja percibir el sufrimiento humano. El dolor me hace mejor escritor. Si estuviera en una zona de confort mis temas serían completamente diferentes. Sería un escritor que expondría la felicidad y la ilusión.

Ahí sentado no perturbo a nadie. Soy invisible incluso para los policías. Me quedo tranquilo hasta las tres de la mañana y veo a los últimos clientes salir de los bares. Algunas jóvenes caminan abrazadas de un lado a otro con sus vestidos desajustados. Un par de tipos encienden unas motos de alta cilindrada. Las aceleran produciendo un rugido ensordecedor. Una mujer con un vestido de rayas de tigre se monta con uno de los motociclistas. Otra, con uno de rayas de cebra, se monta con el segundo. Se ponen los cascos y las dos motos salen disparadas por la calle. Voltean por Samson y el bramido de su motor se pierde en la distancia.

Un taxista pasa y rompe su espejo contra el del carro de un rapero. El rapero sale a verificar el daño. A su espejo no le pasó nada. Se monta de nuevo y se ríe con otro rapero.

—Por qué siempre tratas de pegarle a alguien —dice un tipo que pasa en compañía de otro.

—Porque te estaba mirando mal —responde el amigo con los puños cerrados.

Camino hasta Market Street. La patrulla sigue junto al andén como caimán en playa. Esperan a que algo ocurra: una pelea callejera, alguna persona manejando borracha o un ´business´ de cualquier tipo en el que se lleven una medalla por capturar a un ´jibaro´ desprevenido. Subo hasta la calle tres. La avenida está bien concurrida para ser miércoles. A medida en que me acerco a la cuatro y la cinco, se empieza a respirar cierta soledad. Las personas están en sus apartamentos durmiendo.

Una rata gigante se pasea por el borde de un andén y se esconde en una cañería. Estas son las calles por las que se pasearon los grandes próceres de la independencia norteamericana como George Washington, Benjamín Franklin, Thomas Jefferson y John Adams.

Paso frente al Hall de la Independencia. Hace menos de un mes estuve con mis papás por aquí. A mi papá le brillaron los ojos al saber que estas calles vivieron el grito de independencia. Tomamos un vehículo anfibio de esos que desembarcaron en las playas de Normandía en la Segunda Guerra Mundial, y hoy pasean turistas por las principales ciudades de los Estados Unidos. Terminamos el tour navegando por el Delaware. Como niños, papá, mamá y yo, soplamos los silbatos aflautados que producen un resoplido de pato. La imagen es aún vívida en mi memoria. Tener a mis papás lejos incrementa mi sensación de orfandad.

Un par de vagos duermen en la entrada de un local entre las calles ocho y nueve. Hay otro que hace lo mismo una cuadra más adelante. Camino hasta la calle once y me siento en la banca del paradero de buses. Me quedo ahí un rato hasta que el cansancio me vence. Son las tres y media. Debo buscar un lugar para dormir. Podría acostarme contra una fachada en el andén pero no me atrevo. Camino hasta Filbert Street en el barrio chino y miro los cuatro andenes subterráneos de la estación de trenes Market East. Están desocupados y las puertas con llave. Un mendigo llega a mi lado.

—¿Tienes marihuana? —me pide llevando sus dedos a la boca.

—No.

Me cruzo con una mujer sin dientes camino a la calle doce. Me compró un café con leche en Wawa con los dos dólares que Carlos me dio. Lo pruebo. Me sabe delicioso. Los ojos de otro vago me miran con antojo. Bebo la mitad disfrutando cada sorbo y le regalo el resto.

—Dios te bendiga.

Doy algunas otras vueltas por ahí. Estoy desesperado. El calor no disminuye y de nuevo me siento cocinado. Debo encontrar un lugar dónde pasar la noche y dormir un rato, si es que quiero llegar a las dos de la tarde del día de mañana. Un bus de Greyhound pasa por la calle y se me ilumina la mente. La terminal de buses queda a cuadra y media. Camino bajo los avisos luminosos que publicitan los restaurantes de comida asiática y entro a la agradable terminal climatizada.

Me siento junto a una latina despeinada. Su vestido está deshilachado en las puntas. Frente a mi hay un afroamericano con ´dreads´ y los jeans rotos. Junto a él espera un hindú recién bañado y una joven de ojos rasgados con ojeras marcadas. Una viejita de gafas blancas no desatiende su maleta. Soy el único blanco a excepción de otro hombre con rasgos latinos. Todas son personas humildes pero tienen un destino. Van a algún lugar en el que intentan descubrir algo, reconciliarse o simplemente seguir con sus vidas.

Una joven de trenzas y shorts de satín llega con su tiquete y me mira de forma desconfiada. Cierro los ojos e intento descansar un poco en el asiento incómodo. Las fibras metálicas forman cuadrados que se marcan en mi trasero. Su espaldar curvo es pésimo para mi hernia discal. Me lo aguanto. Necesito dormir. Desconectarme un poco de esta ficción que me auto-impuse pero es la realidad para muchas personas. Mi mente me lleva a Bogotá por un instante. Alguien me toca el hombro. Abro los ojos. Es el guardia de seguridad.

—¿Tienes tu tiquete de Greyhound?

—No lo tengo.

—¿No planeas conseguir uno?

—No.

—No puedes estar aquí si no tienes un tiquete de Greyhound.

Me levanto bajo la mirada de la gente. El guardia se dirige hacia otra mujer que tiene los brazos cruzados y también le pide el tiquete. No lo tiene. Salimos al calor de la calle. Me siento en el andén. Algunos pasajeros con maletas se bajan de taxis. Me quedo ahí, viendo a la gente llegar e irse. Todos ejercen una acción activa menos yo y otro par de vagos que merodean. Apoyo los codos en mis rodillas y hundo la cara entre las palmas. Permanezco algunos segundos así. Levanto la cara. Mi reloj marca las cuatro y media.

¡Al diablo con esta mierda! ¡Yo tengo una cama!

Me levanto como un resorte. La decisión me devuelve la fuerza y el espíritu. Doy algunos pasos en dirección a la calle doce.

Un vago me llama desde atrás. Me volteo. Tiene los ojos inyectados. Usa gafas cuadradas y traje desteñido. Aunque es de mediana edad su piel luce acartonada. Debe tener menos edad de la que aparenta.

—¿Tienes con qué ayudarme? Voy a casa y me hacen falta unos dólares para el bus.

—Tengo algunas monedas.

Hundo la mano en el bolsillo y saco veintitrés centavos que le paso a su palma extendida.

—Algo es algo, —le escucho decir mientras retomo mi rumbo—. ¿Sabes a dónde vas? —Me volteo—. ¿Tienes alguna idea de a dónde vas? —repite de forma insistente.

—Sí —respondo.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Me volteo y sonrío. Sigo sonriendo en Market Street. Pienso en mi cama y mi pequeño hogar. Los veo como un regalo del cielo. No puedo esperar a poner la cara en la almohada. Agradezco tener un destino, un camino que yo mismo me he trazado. Algunos pajaritos cantan frente a mi edificio. Son las cuatro y cuarenta. Entro a su recepción enchapada en azulejos. ¡A la mierda con ser mendigo! Ojalá todos pudieran elegir no serlo.



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