El juego de María - Por: Eduardo Bechara Navratilova
El juego de
María
«Es la esperanza y la ventaja que uno tiene
de que
cuando menos podemos imaginar,
encontramos precisamente
lo que más deseamos».
Reinaldo Arenas
Primera
final
Primer set
Cero -
Uno
Apretó sus ojos con las manos y recordó el momento:
pisó mal el escalón, trastabilló y fue a dar contra la puerta del apartamento
de Esteban. Venía de jugar el partido de voleibol contra los enanos. Si no
hubiera ido, jamás habría pisado mal el escalón, pensó. El dolor era intenso.
Palpitaba en su tobillo. ¿Cómo era posible? Había jugado cientos de partidos,
saltado y aterrizado miles de veces sin que se le doblara. ¿Qué sería de ella
si no jugaba la final?
Uno -
Uno
Me sentí presa de un sueño loco. Estaba en la
cubierta de un barco al balanceo de las olas. La embarcación flotaba a la
deriva. Qué lugar extraño. El frío se aferraba a mi cuerpo como parásito
maligno. Náuseas, dolor de cabeza. Junto a mí: Mario y Josefina —mi amiga roba-novios—.
Esteban se reía con su aire sexy, presumido.
Uno -
Dos
Los cerros orientales de Bogotá se extendían con su
manto de pinos frondosos. Más hacia el norte, casas apañuscadas formaban barrios
de invasión en la montaña.
Su tobillo hinchado, el dolor punzante y un
hematoma, hacían presagiar
lo peor.
—Me muero si no juego.
—Espérate a ver qué opina el doctor —respondió
Esteban.
Dos -
Dos
Intenté abrir los ojos. Hice fuerza. Mi cuerpo
entero negado ante la
realidad: el tobillo lesionado, un yeso que me pesaba.
Dos -
Tres
—¿Acaso no entiendes lo que esto significa para mí?
Su pelo negro caía por su pecho. Cubría el emblema
de Bogotá estampado en la camiseta.
—Sí, nunca entiendo nada —respondió Esteban.
Dos -
Cuatro
Metió primera en su Peugeot 505 y aceleró. María
apartó los ojos y miró afuera de la ventana. Las puertas verdes, los balcones
de madera y las tejas de barro, le daban un aire colonial al centro comercial
Santa Bárbara. Siguieron por la séptima tras la nube de humo que un bus dejaba
a su paso, bajaron por la ciento diecisiete y entraron a la clínica Santa Fe.
Esteban descendió sin mirarla, le dio la vuelta al carro y le abrió la puerta.
El viento soplaba por la avenida del Ferrocarril. María sintió un escalofrío.
Se puso la sudadera. Salió con la mirada en el piso. Se apoyó en Esteban y
entró rengueando a la sala de urgencias.
Tres -
Cuatro
Correr, escapar de todo. El viento sobre la cara,
las zancadas, el esfuerzo en las piernas, los pulmones pidiendo aire, oxígeno
por las venas, saber que puedo lograrlo. «Eres una ganadora», solía decir papá.
Una ganadora que se había dado un beso con su mejor amiga para complacer a su
novio.
Tres -
Cinco
—Es un esguince de tercer grado en el cuello externo
del tobillo
—dijo
el doctor Arjona—. No puedes jugar voleibol durante un mes y medio.
—Tengo que jugar, soy la capitana del equipo. —María
llevó las manos a
modo de rezo—. La final del Nacional es en dos semanas.
—Lo siento. Tus ligamentos están distendidos. Debes
esperar a que
cicatricen, si es que quieres volver a jugar.
María hundió la cara entre las palmas. La enfermera
enderezó su pie a noventa grados, puso la gasa sobre el empeine y desenrolló
una venda desde la punta de su pie hasta la parte superior de sus gemelos.
Ungió el yeso líquido sobre la tela, le aplicó la segunda capa, esperó a que se
secara y le alcanzó un par de muletas.
—No lo puedes mojar —le advirtió.
Cuatro
- Cinco
¿Cómo negarlo? La lengua de la Gallo contra la mía
me generó un cosquilleo en el vientre. Mario se bajó los pantalones. Empezó a masturbarse
mientras Josefina y yo nos íbamos desnudando.
Cinco -
Cinco
Besé sus pechos desnudos, lo hice con besos cortos.
Su mirada de ojos profundos era más suave que la de un hombre. Llegué a su
pubis y recostó la cabeza hacia atrás. Mis mejillas sobre sus pelos como espigas,
la línea del bikini afeitada de forma perfecta. La punta de mi lengua en su
clítoris carnudo. La deslicé para un lado y otro. Su sabor, tan diferente al de
un hombre, me gustó. Temblé cuando ella lo hizo conmigo. Fue como lanzarse al vacío.
Ese delicioso dejar que el cuerpo caiga, sin pensar en el golpe que te
reventará las tripas.
Cinco -
Seis
Esteban la llevó hasta el carro. La noche caía con
su oscuridad aplastante. Los cerros de Bogotá lucían como sombras. Se lamentó. Si
hubiera ido directo a casa todo sería distinto. Pero no, pudo más la pulsión que
la llevaba a sentir las manos de Esteban por su cuerpo, oír sus respiraciones
profundas en aquel templo en el que daba rienda suelta a sus fantasías.
—Si me hubieras abierto antes no me habría resbalado
—lo
reprochó—.
¿Por qué te demoraste tanto? ¿Qué estabas haciendo?
—¿Ahora es mi culpa? ¿Qué tiene que ver una cosa con
la otra?
—Preguntó
él.
—Todo tiene que ver. ¿Por qué te demoraste tanto?
—María le
clavó
la mirada—. Te vale huevo ¿no? Lo puedo ver en tu cara.
Cinco -
Siete
Esteban metió tercera. Aceleró. Su mano derecha
sobre el timón, el codo izquierdo apoyado en la base de la ventana. Frenó y
aceleró en cada semáforo de la séptima. El tráfico era espeso. Miraba hacia un
costado de la calle. Ella miraba hacia el otro.
Al cabo de un tiempo parquearon frente al edificio
de María. La jugadora de voleibol entró al apartamento con las muletas. Tenía
la cara larga, sus gestos de amargura eran notorios en sus pómulos caídos.
Melancolía y rabia se mezclaban en sus ojos.
Seis -
Siete
La embarcación se movía de aquí para allá, de allá
para acá, de
aquí
para allá.
De aquí
para allá De
allá para acá.
De aquí
para allá De
allá para acá.
De aquí
para allá De
allá para acá.
Seis -
Ocho
Quiso romper el yeso dos semanas después y pararse
en la cancha al ver a sus compañeras alistándose para jugar la final. Cámaras
de televisión, ubicadas en diferentes puntos del coliseo, transmitirían el
partido.
Las tribunas abarrotadas, las banderas de Bogotá y
Valle del Cauca, el resonar de las cornetas y los cánticos, le daban un
ambiente festivo al espectáculo. El entrenador de la universidad de
Northwestern hablaba con Santiago Restrepo, famoso entrenador colombiano, y algunos
directivos de la Federación Nacional de Voleibol.
—Se fue a la mierda mi beca. —María apretó las
manos.
Siete -
Ocho
Me
balanceaba para un lado y para el otro. Mareo. Una necesidad
inminente de
echarme la ceba.
Toc,
toc, toc // toc, toc, toc.
Toc,
toc, toc // toc, toc, toc.
Toc,
toc, toc // toc, toc, toc.
El
pájaro carpintero en mi cabeza.
Toc,
toc, toc // toc, toc, toc.
Siete -
Nueve
Maldijo al ver a sus compañeras peloteando contra el
maderamen.
Clavaban
balones y ensayaban el saque. Las del Valle hacían lo mismo.
Mario
estaba en la tribuna con los Tigres de la Malasia.
—Lo que me faltaba, ver a este man. ¡Ando cagada!
—No te preocupes que todo mundo sabe que tú eres la
mejor jugadora del equipo —le dijo Cristina Botero en la banca de suplentes.
—Todos menos el entrenador de Northwestern
—respondió
María.
Bogotá empezó ganando el primer set del juego. No le
gustó. ¿Qué sería de ella si ganaran?
Ocho -
Nueve
No era el pájaro carpintero sino el cuervo con toda
su carga
dramática:
“Once
upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary,
Over
many a quaint and curious volume of forgotten lore –
While I
nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping,
As of
someone gently rapping, rapping at my chamber door,
This
some visitor, I muttered, tapping at my chamber door -
Only
this and nothing more”.
Ocho -
Diez
Los últimos puntos del tercer set fueron tortuosos.
Los números digitales del tablero electrónico indicaban el marcador. Local: 24.
Visitante: 20.
24x21.
¿Cómo era posible que le estuvieran ganando al Valle
por tres sets a cero
sin ella? Era el derrumbe de sus aspiraciones. Entrelazó sus manos sudorosas.
Si tuviera a Esteban al lado, le enterraría las uñas.
24x22.
El último punto del partido terminó erigiendo a la
reina de la proeza. Josefina Gallo flexionó las rodillas, saltó con fuerza,
arqueó su cuerpo y clavó la bola. El público saltó en las gradas.
25x22.
Nueve -
Diez
¿Qué hacía el maldito cuervo de Edgar Allan Poe en
mi cabeza? Lo repetía una y otra vez como tortura…
Intentaba pararlo, dejar de pensar en su música. Y
volvía a la imagen de Mario, Josefina y yo enredados en el nudo de carne.
Nueve -
Once
Las suplentes brincaron hacia la cancha para rodear
a la Gallo, y María casi se cae de la banca. Los Tigres de la Malasia empezaron
a gritar:
—¡Josefina! ¡Josefina! ¡Josefina!
Pronto, todo el público de Bogotá estaba vitoreando
su nombre. La Gallo se abrazaba con sus compañeras, apretaba los puños y caminaba
por el maderamen como si levitara.
—Lamento no haberte podido ver —le dijo el
entrenador de Northwestern.
—Pero si tiene los videos de los otros partidos...
—respondió María.
—Cuánto lo siento —añadió el hombre.
Nueve -
Doce
Recibió la medalla de oro con una sonrisa fingida.
La cámara de televisión la enfocó mientras daba la vuelta olímpica en muletas.
—¿Qué vas a hacer? —Le preguntó Lina Jaramillo.
Lucía con orgullo la medalla de oro.
—Esperar un año más —respondió María.
—No me refería a eso. ¿Qué vas a hacer ahora? —El
sudor en su frente brillaba bajo la luz de los reflectores—. Vamos a ir a
celebrar.
—Quedé en verme con Esteban.
—Si te animas, llámame.
Nueve -
Trece
Salieron del parqueadero y Mateo tomó la treinta.
Manejó a través de la noche lluviosa. Las gotas sobre el panorámico empañado hacían
difícil ver la vía.
—Quedé jodida, —lo dijo, y mordió sus labios
carnudos.
—¿Por qué? —preguntó su amigo.
—De este partido dependía mi viaje a los Estados
Unidos.
—Te ves muy linda así: triste.
—Eso es lo único que se te ocurre. ¿No te das cuenta
de lo que te estoy diciendo? Crees que esto es una broma. ¡Es mi vida! —Apartó
la mirada hacia la calle. Algunas personas se refugiaban del agua bajo una
cornisa. Otras se bajaban de un bus y corrían a buscar resguardo—. Los sueños
son mentirosos, ¿sabes? —añadió con tono amargo—. Dependen de muchas variables.
Puedes matarte por ellos, pero al final te dan un golpe. Pensé que podía pagar
mi carrera de Literatura jugando voleibol.
—¿Tus papás no te ayudan?
—¿Con qué plata? ¿No has visto que papá anda jodido?
La crisis
casi
nos deja en la calle. Nadie tiene con qué comprar tapetes hoy en
día. Él
ya está diciendo que va a vender el apartamento.
Nueve -
Catorce
Los viernes el tráfico era peor. La culebra citadina
reptaba de forma lenta y pausada. Las filas de carros detenidos para tomar el
puente hacia la autopista, aumentaban la congestión. Les tomó media hora llegar
hasta la noventa y dos. Subieron a la once y entraron a un nuevo trancón. Los
carros y busetas obstaculizaban cada intersección de la avenida. Avanzaron a
paso de tortuga hasta la setenta y siete. Subieron. En el semáforo de la
novena, algunos carros quedaron bloqueando el paso. María perdió la mirada en
los edificios de ladrillos. Era la peor noche de su vida. Mateo llegó a la
séptima, condujo hacia el norte y parqueó frente a su apartamento.
—Si necesitas algo déjame saber.
—¿Sabes qué? Mejor llévame adonde Esteban.
Diez -
Catorce
Desperté desorientada, con los labios cuarteados y
la garganta seca. Punzadas repetidas perforaban mi sien. Refregué mis ojos y di
un vistazo alrededor. Mateo en boxers. Se levantó de la cama y caminó hacia la
puerta. Mi almohada estaba vomitada.
Diez -
Quince
Mateo tomó la séptima hacia el norte. Fluía un poco
mejor, aunque el exceso de busetas y ejecutivos hacía que fuera pesado y
agobiante. María perdía su mirada en los cerros. Repetía el momento en que había
pisado mal el escalón. Pasaron frente al Batallón de Caballería, bajaron por la
ciento seis, bordearon el dispensario del ejército y el Grupo Mecanizado Rincón
Quiñones. Algunos soldados custodiaban el perímetro militar desde las garitas.
—Vas a ver que todo va estar bien.
—Esos son consuelos bobos.
Once -
Quince
—Son las once de la mañana, deben abandonar el motel
—le dijo un
hombre.
Limpié mi rostro. Levanté la espalda del colchón. Mi
pelo estaba untado. La almohada, las sábanas y cobijas apestaban. El hedor a vómito
se había impregnado en todo.
Once -
Dieciséis
Pulsó el timbre del citófono y se apoyó en las
muletas. Mateo esperaba en el carro.
—¿Dónde estará este güevón?
Lo dejó espichado hasta que se cansó. Timbró de
nuevo.
—¡No debe estar! —Exclamó Mateo.
María volvió al carro. Llamó a Esteban al celular.
La llamada le
entró
al buzón de mensajes.
—Odio que apague el celular. Se me está escondiendo,
lo puedo sentir —miró el teléfono en sus manos—. Se lo voy a apagar.
Doce -
Dieciséis
Mamá y papá debían estar preocupados. Mi celular
seguía apagado. Una excusa, rápido. Cualquiera.
Mateo cerró la puerta y se acercó a la cama. Miró mi
pelo vomitado.
—¿Sabes qué hora es?
—Ya oí.
—Dijeron que en veinte minutos tenemos que estar
fuera de aquí.
—Ya sé.
Doce -
Diecisiete
Tomaron la séptima hacia el sur. El pelo mojado y
las gotas que se resbalaban
por su cara, le daban un aire aún más sexy.
—¿Dónde diablos anda Esteban? Ya son las nueve y
media. — María apretó la mandíbula—. El viernes pasado me apagó el celular. No
lo voy a prender en toda la noche. Quiero que él vea lo que se siente.
Mateo parqueó frente a su edificio. La miró con ojos
tiernos, dejó
pasar
un momento y se lo dijo:
—Si se la quieres devolver, aquí estoy yo.
María se quedó pensando un momento.
—Mañana hablamos.
Trece -
Diecisiete
Mateo desvió los ojos a la botella de aguardiente
Antioqueño sin destapar. Dos paquetes de condones nuevos estaban a su lado.
Mi yeso seguía húmedo y el tobillo me dolía.
—Ayúdame a levantar.
Me acompañó hasta la puerta del baño. Abrí la llave
de la ducha y metí la cabeza bajo el chorro de agua caliente. Debía llamar
pronto a mis papás. Aún no sabía qué les diría. Eran paranoicos y podrían haber
contactado a la policía. ¿Y qué si hubieran llamado a Esteban? Esa posibilidad se
me había escapado.
Trece -
Dieciocho
Salió del carro, esperó a que el portero le abriera
y subió al apartamento. Sus papás no estaban. Se recostó en la cama, abrió Siddharta y empezó a leer. Levantó los
ojos de la página y enfocó un afiche en el que salía ella con el uniforme del
equipo de Bogotá. Se elevaba en el aire en un movimiento perfecto. Cerró el
libro y sacó su diario: «La vida te puede cambiar de un momento a otro. Abres los
ojos y te das cuenta que todo es distinto. Eres el mismo, pero de alguna manera
has cambiado». Más adelante escribió: «Cada evento se relaciona con el
anterior. Es un eslabón que conforma la cadena de tu vida. Pero cómo pudo haber
sido de distinto cada eslabón. Y qué difícil es predecir el que viene».
Se puso el pijama, apagó la luz y se metió entre las
cobijas. Su desasosiego era total.
Catorce
- Dieciocho
El agua caliente me relajó. Mateo no se le pasaba
por la cabeza a nadie. Me reí. Aún seguía borracha. Apoyé el yeso contra el
piso de la ducha y dejé que el agua entrara en su interior. Las paredes macilentas
habían perdido su solidez.
Catorce
- Diecinueve
La última clavada de Josefina gravitaba en su mente.
¿Se estaría acostando con Mario?
—¡Malditos!
Había quitado las fotos del corcho, pero aún las
guardaba en el cajón. Debía quemarlas, lo había pensado mil veces, aunque algo
la frenaba. Volvió a su mente la imagen de ambos en el Mazda 323. Ella balanceándose
sobre él. La sangre de su virginidad resbalaba por su entrepierna, manchaba la
tapicería del carro en aquel momento sublime en el que Mario la abrazaba con
todas sus fuerzas, la besaba de nuevo y le sonreía con su rostro aplomado.
«Siempre te voy a querer», dijo.
Agitaba en las tribunas la bandera de Bogotá que
ella le había regalado. Intentaba quitarse de encima las miradas de Los Tigres
de la Malasia. Con seguridad juzgaban su mala suerte, la espiral descendente en
la que rengueaba con el yeso detrás de sus compañeras.
Quince
- Diecinueve
Lavé mi pelo un par de veces. Enjaboné mi cuerpo y
desgarré la parte superior del yeso. Pedazos enteros se desprendieron sin dificultad.
La pasta blancuzca se resbalaba por la rejilla del sifón.
Dieciséis
- Diecinueve
Apagué la llave y salí de la ducha. Me sequé y
terminé de desprenderlo con facilidad. Salí del baño. Mateo se sorprendió al verme
sin él. Su mirada en mi entrepierna. Parte de mi vulva se alcanzaba a ver bajo
la toalla.
—¡Tranquilo, tigre! ¿Nunca has visto a una mujer
desnuda?
Dieciséis
- Veinte
El colchón se convirtió en una plancha hirviente.
Dio vueltas en la cama. Si se hubiera ido directo al apartamento de sus papás,
luego del partido contra los enanos, podría ser la heroína, en vez de la
mártir. Si no le hubiera seguido el juego a Mario cuando él insinuó el menáge à trois... Recordó el sabor de
Josefina. El gusto cálido de su vagina, el almizcle sudoroso en su boca.
—Los perdí a los dos. A mi novio y a mi mejor amiga.
Dio otra vuelta en busca de un espacio frío en el
colchón. Visualizó la
imagen nítida en su mente. Mario adentro de Josefina con sus ojos bien
abiertos. Se besaban con el sudor brillante en sus pechos.
—¿Por qué te estás haciendo esto? ¡Qué tortura!
Se volteó hacia el otro lado. El yeso aumentaba su
calor. La piel le rascaba adentro de la férula. Cambió de lado la almohada y se
acomodó de nuevo.
—¡Qué estúpida!
Diecisiete
- Veinte
Subí el pie esguinzado, lo introduje por la abertura
de la tanga y repetí el movimiento con el otro pie. El dolor en el tobillo se acentuó
al apoyar el peso del cuerpo. Subí la tanga y retiré la toalla. Mateo levantó
sus ojos a mis tetas. Me puse la camiseta y terminé de vestirme. Los jeans descocidos
en mi pierna desnuda se veían chistosos. Lucía flaca, como si se hubiera adelgazado
por completo. La piel blancuzca, plagada de vellos, se veía extraña.
Dieciocho
- Veinte
Mateo no decía nada. Solía contar mentiras de sus
primas y de otras mujeres que supuestamente lo asediaban… Todo mundo sabía que
era virgen.
—Pásame las muletas. Necesito que me lleves al
hospital, me
tienen
que poner otro yeso.
Dieciocho
- Veintiuno
Encendió la lámpara. Los hipocampos de colores se
reflejaron en las paredes. Prendió el celular. Llamó a Esteban. Correo de voz. Lo
llamó al apartamento. No contestó. Le marcó a Lina. Esperó un momento y volvió
a llamar. Le dejó un mensaje. Llamó a Cristina. Tampoco contestó. Para ese
momento ya debían estar borrachas. Miró al techo. El recuerdo le llegó de un
momento a otro. «El día más triste de tu vida, cuando sientas que nadie en el
mundo te quiere, acuérdate que hay un hombre que te ama para siempre». Se lo
había escrito hacía más de dos años en una servilleta de La tienda del café.
Tomó el celular y buscó su número en la pantalla. Lo
dudó. Un afiche de Jorge Luis Borges se exhibía junto a uno de Julio Cortázar.
Un anaquel lleno de libros que había ido coleccionando, se levantaba contra la
otra pared. Sobre héroes y tumbas yacía tirado en el tapete junto a El libro de
la risa y el olvido.
—¿Qué pasó ahora? —contestó Mateo con voz
somnolienta.
—Ven por mí.
—¿Apareció Esteban?
—No. —Dejó pasar un par de segundos—. Tú y yo nos
vamos a tirar.
Diecinueve
- Veintiuno
El vómito sobre las sábanas lucía asqueroso. Su olor
inundaba la atmósfera del cuarto. Observé mi rostro ojeroso en los espejos que
forraban las paredes. El dolor de cabeza me agobiaba. Prendí el celular. No lo
creí. La pantalla mostró ochenta y cuatro mensajes. Mis papás debían estar histéricos.
—Vamos —dijo Mateo con la voz apagada.
Veinte
- Veintiuno
Nos montamos al carro y recorrimos un callejón
flanqueado por garajes que resguardaban el acceso a los demás cuartos. Salimos
a la bahía de entrada. Algunas azaleas adornaban la fuente de un ángel que
echaba agua por entre una trompeta.
—Abra, nos vamos —le indicó Mateo al portero.
—Un momento. Parece que hay un problema.
El hombre habló por un radioteléfono.
—¿Qué querrá esta gente ahora? —preguntó Mateo.
Veintiuno
- Veintiuno
Se bajó del carro a discutir con el administrador
del motel. Empecé a escuchar los mensajes de voz en el celular. Mamá
preguntando dónde estaba. Otra vez mamá, mamá, mamá. Iban cambiando de tono a
medida en que avanzaban. Uno de Esteban, hablándome con voz dulzona. Me decía
«mi amor». Estaba loco si pensaba que iba a llamarlo de vuelta. Lo maldije.
Marqué a casa. Contestó mamá.
—¿María? ¿Dónde diablos estás?
—Ando con Mateo.
—¿Mateo?
Alcanzaba a escuchar a papá rezongando en el fondo.
—Pensamos que estabas muerta. ¿Cómo no llamaste
antes?
¿Supiste
lo que pasó?
—No. —Era la verdad, no tenía ni idea.
—La guerrilla lanzó unas granadas en bares de la
Zona Rosa anoche.
Hubo más de treinta y cinco muertos. Varios muchachos quedaron
irreconocibles.
Veintiuno
- Veintidós
Mateo llegó a los veinte minutos. María salió con
las muletas. Vestía jeans descocidos en la pierna del yeso. Una tanga negra se asomó
bajo sus pantalones al entrar al carro. El hilo dental bajaba por entre la
línea que formaban sus nalgas.
—Llegaste rápido.
—He esperado este momento toda mi vida.
—Compremos una de «guaro».
María recostó su cabeza en el espaldar del asiento.
Aún llovía.
Veintidós
- Veintidós
El dolor en mi tobillo se acentuó. Mateo discutía
con el administrador.
—¿Qué pasa?
—Dicen que dañamos el colchón. No nos dejan salir
hasta que lo paguemos.
—¿Cómo así, y tú qué les dijiste?
—Que no hemos dañado ningún colchón.
—¿Cuánto te están pidiendo?
—Un millón de pesos.
—¡Qué les pasa! ¿Nos vieron cara de marranos?
—Manoteé con rabia—.
¿Qué les dijiste?
—Ya te dije, que no lo habíamos dañado, pero están
insistiendo.
Mostró sus palmas.
—No se los vamos a pagar, Mateo, están locos. ¿O es
que tú se los
vas a
pagar?
Veintidós
- Veintitrés
Mateo paró en la licorera de la séptima con ciento
dieciocho. María se quedó en el carro. Su mente aún fija en las miradas de los
Tigres, la última bola del partido, el rostro satisfecho del entrenador de
Northwestern. Volvió a marcarle a Esteban. Su celular seguía apagado.
—¿Por qué me haces esta mierda? —Apretó el teléfono
entre su puño.
Algunos hombres bebían una caja de aguardiente
Néctar en el carro de al lado. En otro, una pareja tomaba un vino a pico de
botella.
—¿Te gusta el Antioqueño? —preguntó Mateo desde la
puerta de la licorera.
—Cualquiera me da igual.
Corrió el asiento hacia atrás y estiró la pierna
enyesada. Mateo se montó sin decir nada. Hundió el embrague, metió primera y
aceleró de forma apresurada.
Veintitrés
- Veintitrés
—¿No te das cuenta que nos quieren estafar?
Mi cabeza estaba a punto de estallar. Las
palpitaciones presionaban mi cerebro, el mareo enrarecía mi cuerpo.
—María, no nos van a dejar salir. Mírales la cara.
—Entonces vamos a ver dónde está dañado el colchón.
Me bajé del carro. Timbró el celular. Era Esteban.
Mi corazón se aceleró. Contesté:
—Hola churro. // Sí, sí, muy bien. // No, claro que
no. // Bueno, listo. // Oye te llamo más tarde, ahora estoy ocupada con algo urgente.
// Después te cuento // Chao.
Veinticuatro
- Veintitrés (Set Point - Bogotá)
Echamos reversa frente al portón e iniciamos la
marcha de vuelta hacia el cuarto. El Mustang azul, modelo 1968, de cojines de
cuero y espejos de aluminio, completamente original y con placas de antiguo y
clásico, el que llegaba de cero a cien en nueve segundos, la «joya» en la que
contadas veces me había montado Esteban, porque, según él, no estaba asegurado,
se acercó en cadencia lenta hacia la salida del motel. Logré verlo de refilón, acompañado
de una mona de pelo liso que fumaba.
Veinticinco - Veintitrés
Me volteé para verlos mejor. De espaldas se parecía,
aunque no podía asegurar que fuera ella. El vigilante les abrió la puerta y salieron.
—¿Quién era? —preguntó Mateo.
—Pensé que era alguien conocido, pero no.
Quedé muda. Maldije y lloré en silencio. ¿Cómo podía
ser? Mi dolor de cabeza se intensificó. Pensé que había tocado fondo, pero me
di cuenta que faltaba mucho, que los hombres no eran de confiar y los seres
humanos estaban todos condenados: ratas hiriéndose unas a otras dentro de una
gran cloaca.
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