Sur de Brasil: Paraiso Perdido


Fotos: Luis Eduardo Fajardo

Salimos hacia Chuy temprano en la mañana. Dejamos Punta y su mundo nocturno de miles de ambientes discotequeros. La aventura nos llamaba. El color del Atlántico se abría bajo un sol que apenas comenzaba su ascenso. La brújula indicaba el norte. El bus hasta Praia do Rosa no estaba garantizado. Los trayectos directos Punta del Este – Florianópolis estaban reservados con dos meses de anticipación, de manera que no había otra alternativa distinta a la de buscar suerte por otro camino, ir escalando el continente de un punto a otro. Era posible que en Chuy lográramos conseguir uno que nos llevara hasta nuestro destino. Sentado a mi lado conectado a los audífonos de un ipod iba un norteamericano joven, que luego me dijo ser actor de una serie de televisión. Se alegró al saber mi nacionalidad. Su madre era colombiana. Al otro lado viajaba una finlandesa que parecía deslumbrada ante la belleza del paisaje, los pintorescos sitios como Playa del muerto, en donde paramos a dejar algunos pasajeros.


Me fui hablando con el actor mientras que mis amigos dormían el trasnocho de los días dedicados a la rumba. Me dijo que en Punta lo había robado una señora al haberle cobrado tres veces el valor real de un alquiler de apartamento. Lucía triste, pero la expectativa de ir a Brasil lo animaba. Integramos a la finlandesa a la conversación y nos fuimos hablando hasta que nos acercamos a la frontera. El bus frenó y atravesamos un puesto aduanero. Nos desviamos de la carretera principal tomando una ruta secundaria que nos llevó a la entrada de un pueblo desordenado y caluroso. Averiguamos cómo podíamos tomar un bus a Florianópolis y nos indicaron una agencia de buses al otro lado del pueblo en la parte brasilera. Lo cruzamos con nuestros morrales en la espalda. Los avisos cambiaron al portugués y de inmediato lo hizo la raza de la gente. Una actitud más tropical se insinuó de inmediato.


Preguntamos por tiquetes hasta Florianópolis. Una señora que atendía nos dijo que teníamos suerte. Aún quedaban algunas sillas en el bus. Revisó nuestros pasaportes y nos dijo que teníamos que sellar la salida de Uruguay en el puesto aduanero que habíamos pasado con el bus a dos kilómetros de allí. Fuimos en un taxi. Nos devolvimos a la agencia. El actor norteamericano exhalaba groserías al aire. Le acababan de decir que necesitaba visa para entrar al Brasil. Nos miró con desazón al saber que nosotros teníamos comprados nuestros tiquetes y continuaríamos nuestro camino esa misma tarde. Se despidió con afán diciendo que iba a ver si alcanzaba a sacarla. No lo volvimos a ver. Imaginé su rostro desencajado mientras el atardecer se dibujó en mi retina, en una combinación de rosados, verdes y azules que emocionaban el sentimiento de aventura. El bus se detuvo en el paso de inmigración y luego de un tiempo continuó su marcha a través de la noche por territorio brasilero. Recosté mi cabeza contra la cabecera del cómodo asiento abatible y mire la oscuridad penetrante. Mis amigos abrieron una botella de vodka y empezamos a beber algunos tragos mezclados con guaraná, hasta que el cansancio nos venció.


De madrugada, como una voz lejana me pareció escuchar en mis sueños un viejo cuento de mi padre. Cierto hombre una noche viajando en tren por el sur del Brasil, escuchó en portugués que estaban empelotas. Mis párpados se fueron abriendo mientras dilucidé que el hombre de aquel viejo chiste que no pasaba de ser un juego de palabras, era yo. El bus se había parqueado en la terminal de Pelotas y alguien había preguntado dónde estábamos. Hacía un calor infernal. Me froté los ojos y dejé a mis amigos tumbados en sus asientos. Fui al baño y bebí algo.


El bus inició su marcha de nuevo y sólo volví a abrir mis ojos cuando el sol se asomó por el horizonte entre amplias planicies llenas de árboles. Llegamos al Trébol de Araçatuba hacia las doce del día, a setenta kilómetros al sur de Florianópolis. La costa brasilera se abría frente a nuestros ojos. Invitamos a la finlandesa a quedarse con nosotros. Aceptó. Nos recogió una mujer con quien habíamos hablado desde Buenos Aires y nos llevó hasta Imbituba. Un lugar pintoresco se dibujó. Nos dijo que Praia do Rosa, Ferrugem y Guarda do Umbaú, eran los lugares más recomendados. Advirtió que algunos decían que recorrerlos es acercarse a Dios por lo paradisíaco que supone. Playas exuberantes con lagunas al lado del mar, pequeños caminos de arena que conducen a cabañas confortables sobre el filo de las montañas, restaurantes elegantes, pequeños poblados que parecen pintados a mano por un pintor, cafés en las playas, cenas románticas acompañadas de clásicos brasileros como Garota de Ipanema a la luz de la luna, un mar cálido, grandes olas, deportes acuáticos como el surf, mujeres hermosas, mucha zamba y música brasilera en vivo. Esos son algunos de los atractivos que brinda esta zona, continuó diciendo, que de manera inexplicable no aparece en los libros de viajeros. Con un acceso fácil, ya sea en avión vía Florianópolis o por tierra desde Punta del Este, Uruguay (dieciséis horas en bus), es necesario descender en la carretera principal en donde ella nos recogió. De ahí salen varios onmibus para todas las playas. Estos son los balnearios preferidos de los brasileros que viven en Porto Alegre, y los Uruguayos y Argentinos que quieren untarse del sabor brasilero que se destila por los poros, concluí al ver tanto hispano parlante.


Dejamos nuestro equipaje y sin perder tiempo fuimos a Praia do Rosa entre los finos pasajes que conducían hasta ella. La bahía acogedora alberga una playa de arena delgada aprisionada entre unas montañas. La finlandesa miraba el océano absorta. Uno de mis amigos escuchaba Love generation de Bob Sinclair en su idpod, mientras los otros se tumbaron a recibir el sol. Algunas personas nadaban en la laguna mientras que yo pensaba en cetáceos. En el catálogo de la zona dice que se ve la ballena franca de junio a noviembre.


Frente a un paisaje esculpido por la naturaleza hace millones de años, tomamos el sol y saltamos olas en un Atlántico cálido, muy diferente a la fría agua de Punta. A nuestro lado unas personas tomaban clases de surf. Observamos el panorama con una caipiriña en la mano, a la espera de que el sol se ocultara y el horizonte se tornara anaranjado. Sin duda es la playa más idílica, aconsejable para parejas que quieren tranquilidad. El equivalente a la isla de Santorini en Grecia.


Al ocultarse el sol luego de un atardecer de venado volvimos caminando a nuestra cabaña. Nos alistamos para salir. Caminamos por uno de los caminos hasta Imbituba y entramos a un restaurante al aire libre. Ofrecía mariscos y carnes brasileras en una loma en la que se ve todo el paraje. Nos servimos del bufete que tenía toda clase de delicias marinas. Cobraban por el peso de la comida del plato, sin importar si se trataba de langostinos o papas. Nos sorprendió su precio económico. Disfrutamos de la comida y la vista acompañados de los acordes y cánticos de un trío de brasileros que cantaban los grandes clásicos al son de una guitarra. Luego de un rato, dos brasileras se unieron a ellos y comenzaron a bailar moviendo sus cuerpos con un erotismo inusitado. Entrada la noche nos fuimos de rumba a una fiesta electrónica que organizaba un argentino simpático de esos que dicen que se acuestan con dos mujeres al mismo tiempo, cada vez que organiza una fiesta. De madrugada caminamos hasta nuestra cabaña bajo un cielo despejado, en el que vimos la galaxia de Milky Way con estrellas fugaces quemándose a los lejos. Una vez en mi vida había visto un hemisferio parecido al que nos acogió esa noche de cielo estrellado en tercera dimensión. De chico con mi padre en el planetario de Bogotá. Cuando el día empezaba a clarear y los tímidos haces entraron a través del velo, llegó a casa la finlandesa pidiendo cama de otra variedad.


Al día siguiente tomamos un omnibus a Ferrugem. Una playa entre el mar y la laguna de Garopaba. Mucho más concurrida que la anterior, es el lugar ideal para jóvenes en busca de rumba. Todas las tardes hay fiesta en un café en el que las personas se conocen mientras cae el sol y algunas brasileras se roban el show moviendo sus caderas al ritmo de zamba y pagoda. Nos tumbamos en la arena durante toda la tarde recreando la vista con las mujeres al lado nuestro. Muy cerca de allí hay un río que baja por una loma formando cataratas. Un salto de ocho metros se dispone para los más aventureros. Pagamos un tour que el argentino organizaba desde Praia do Rosa y fuimos a desafiar el vértigo. Cuando llegamos el sitio estaba atestado de jóvenes argentinas bañándose en el río. Lucían sus cuerpos como trofeos ante una cámara fotográfica. Escalamos por la loma hasta la plataforma y sin pensarlo dos veces nos lanzamos. Disfrutamos del panorama por unos minutos y fuimos a Guarda do Umbaú. Almorzamos en un restaurante popular de esos que ofrecen platos gigantescos por un muy buen precio y nos encaminamos a la playa. Para llegar a ella es necesario atravesar una laguna que da contra unos riscos. Algunos de los bañistas van caminando con el agua a la altura de su pecho, mientras que otros lo hacen en coloridas canoas impulsadas con pértigas que recuerdan las góndolas de Venecia. Siendo la más concurrida de todas, se extiende por más de 2 kilómetros de arena abierta. Sus olas de gran tamaño, la hacen el sitio ideal de los surfistas. Esta es la primera playa en el mundo que conozco, en la que es necesario cruzar una laguna de agua dulce para llegar al mar. En época de verano el nivel del agua es bajo, de manera que izamos nuestras pertenencias y nos encaminamos. Pasamos caminando aunque en algunas partes el agua nos cubría hasta el mentón. Tuvimos miedo de que la cámara fotográfica se mojara. A Mariana le tocó nadar en ese pedazo. Cerca de ahí están las Dunas do Siriú en donde es posible deslizarse por lomas de arena. Pasamos el día y por la noche volvimos a comer a Imbituba en un restaurante de crepes lleno de jardines al aire. Luego nos fuimos de rumba para despedirnos de aquel lugar mágico, bebiendo cerveza en los bares dispuestos al lado de los caminos de arena, brindando con turistas de todos lados del mundo. Al día siguiente fuimos temprano a la playa para aprovechar nuestras últimas horas en un sitio al que hay que ir por lo menos una semana. La finlandesa y yo nadamos la laguna de Praia do rosa. Retornamos a la cabaña para alistarnos. Nuestras amigas colombianas continuaban a Florianópolis. La finlandesa a las cataratas de Iguaçu. Fuimos al trébol de Araçatuba. Nos tomamos unas cervezas de despedida y nos embarcamos en el bus de regreso a la Argentina, maldiciendo la hora en que le muestran a uno el paraíso y luego se lo quitan.


Comments

Popular Posts