Huida en Praia do Rosa – Crónica XXXV - Por: Eduardo Bechara Navratilova






Nota al lector: Esto no es ni una guía turística ni un manual de viajero.


Todo se queda en el pasado, en nuestro pasado, en esta playa que existe en la medida en que la miro, en los rostros, los sentimientos y los pensamientos que luego vuelven para condenarte o absolverte. Supongo que todos debemos afrontar las consecuencias de nuestras propias decisiones. Seguir adelante sin pensar en ese otro camino que pudimos haber tomado, en ese, tal vez hubiera sido, que te destruye si le das vuelo porque todo siempre pudo haber sido mejor. Qué sé yo, imagino que es inevitable, uno siempre piensa en eso.

Recojo mi ropa húmeda de las cuerdas, la sacudo, la doblo y la meto en una bolsa que introduzco en la mochila. Salgo a buscar a Pedro. La mañana está cálida y un agradable olor a flores se respira en el ambiente. Camino la escasa cuadra en dirección a la ‘Fazenda Verde’, hasta llegar a la tienda donde una señora de unos cincuenta años teje un bordado sentada frente a un televisor.

- Disculpa ¿Pedro está?

- ¿Para qué los buscas?

Le explico mientras compró un yogurt de ‘morango’ que bebo a sorbos lentos. Al poco tiempo vuelve con su marido, un hombre de tez blanca, frente ancha, nariz recta y ojos claros, unos diez años mayor que ella. Nos sentamos en un sofá rústico de madera, al lado de un corredor al aire libre que lleva a unos cuartos.

- Daniel, del ‘Engendro do Rosa’, me dijo que eras pescador.

- Lo fui hace algunos años, antes de que mi esposa y yo construyéramos esta posada.

- ¿Por qué no lo seguiste siendo?

- Me envejecí y la posada empezó a darnos para vivir.

- ¿Sabes de alguna leyenda de pescadores?

- Una vez me pasó algo que no entendí. Eran como las 10:00 p.m., estaba en la playa con dos amigos y pasó un rayo que nos quemó.

- ¿Un rayo?

- Sí, algo muy raro, una honda de calor intensa que cruzo de un lado a otro como un flash. Volví a casa sin entender. No tenía nada, pero mis amigos y yo duramos varios días con esa sensación de que algo nos había quemado. Nunca supimos qué había sido; jamás me pasó de nuevo.

- ¿Y qué hacían en la playa?

- Tomábamos cachaça -. Mira el horizonte con cierta melancolía estirando su largo cuello arrugado. – Hay muchas leyendas de pescadores, aunque varias de ellas se han ido olvidando. Mis papás siempre me hablaron de Voitatá; un pájaro gigante, como un chulo que hecha fuego. – Entrelaza una mano entre la otra, mientras continúa mirando el horizonte. - Yo estaba en la laguna de Ibiraquera pescando con unos amigos; tendría unos 12 años, y de un momento a otro lo vimos montado en un árbol botando llamas por la boca. Corrimos asustados sin mirar hacia atrás; nunca lo hice tan rápido. En casa mi mamá me contó que habíamos visto a Voitatá. Otras personas también lo vieron. Quedamos con miedo y no supimos qué pensar. Según la leyenda, Voitatá es la mezcla de un compadre y una comadre que se volvieron uno solo y se convirtieron en un ave que hecha fuego por la boca. Aquí estaba mal visto que un compadre y una comadre estuvieran juntos. Eso es todo lo que te puedo decir.

Vuelvo a la cabaña pensando en la genealogía de la leyenda y su mensaje sublimizar. Termino de empacar las cosas con un sentimiento extraño que anida como parásito en mi vientre. Saber que vuelvo a la carretera luego de una semana me genera expectativa pero también me agota. Éste maldito proceso de alistar la mochila tiene una carga psicológica angustiante. No sabes lo que viene, no estás preparado, te atropella cuando ni siquiera has terminado de digerir lo que pasó en el sitio que estás dejando.

Echo un último vistazo cerciorándome de no dejar nada. La montó en mis hombros, me cuelgo la pequeña por delante, cierro y salgo en busca de Daniel, a quien encuentro en su casa haciendo trabajos de jardinería.

- Ya me voy – le digo.

- Te deseo mucha suerte.

- Vengo a pagarte.

- Eso nunca; ponelo en el patrocinio de los niños.

- No sabes cuánto te agradezco.

Me da la mano, un par de palmadas en el brazo y salgo a la carretera. Las mochilas se mueven al ritmo de mis pasos, presionando el disco roto en mi espalda. El dolor en la pierna se extiende hasta llegar a mis gemelos. Miro el reloj y constato que son las 11:40 a.m. Tengo 20 minutos para alcanzar el bus que lleva al Triangulo de Araçatuba, desde donde pasa otro que va a Florianópolis.

Un conglomerado de sentimientos encontrados me atormenta. Paso junto a la posada rodeada por bambúes y mandrágoras en donde comí con Tatiana por última vez. Siento un desgarro interior que acompaña cada zancada que doy por la polvorienta carretera. El viento mueve las hojas de los árboles mientras apuro el paso.

Por lo menos me voy de aquí; todo lo que viene es nuevo. Si pero el sentimiento de ruptura persiste. Ya se ira, todo pasa; estoy cansado de esto. Eso crees, buena suerte. ¿Por qué me estas torturando ahora? Sólo digo, irte de aquí cambia el lugar pero no la situación; si me lo preguntas, creo que estas escondiendo el sol con las manos.

Llego al paradero cinco minutos antes de las 12:00 p.m. Los rayos caen tostando los adoquines con su calor. Busco la sombra bajo el techo de una caseta en la que también se refugia la pareja de argentinos que siempre come en el hostal. Están en compañía de su amigo surfista. Luego de un momento me entero de que también van para Florianópolis. Esperamos el bus por quince minutos pero no parece venir de ningún lado.

- Che, esperá acá - oigo que le dice el surfista.

Aguardamos unos diez minutos más, bajo el calor sofocante. Si pierdo la conexión Luis Evelio se quedará esperando en la ‘Rodoviaria’ y el asado colombiano que tiene preparado se ira a la mierda.

- Si no llega pronto vamos a perder el bus a Florianópolis – le digo.

- Nuestro amigo ya fue a ver si alguien nos puede llevar. Si quieres puedes venir y dividimos el costo en tres.

Al poco tiempo el surfista llega en una Cheroke de color marrón, que tiene el panorámico quebrado. Metemos las maletas con prisa, los argentinos se despiden de él, cierran la puerta y nos vamos. Atrás se queda Praia do Rosa y su millón de imágenes antagónicas, los momentos de felicidad que compartí con mis amigos hace un año, la desolación que Tatiana y yo vivimos, el delirio que me invadió esta vez, la desazón que medra en mi alma. Atrás se queda el tormento, la desesperanza, el martirio, el hoyo temporal que me atrapó con sus tentáculos, mientras el mundo seguía su curso habitual. Atrás se queda el dolor.

A medida en que el carro acelera y siento el viento golpear mi rostro, un aire renovado infla mis pulmones, estoy vivo, supongo que eso es lo mas importante. Siempre y cuando uno esté vivo, todo puede cambiar.

A quien engañas, hablas como si acabaras de responder los problemas más profundos de la humanidad; ya te lo dije, estás tapando el sol con las manos. ¿Por qué me dices eso? ¿Por qué te digo eso? ¿Por qué te digo eso? Jajaja… dime en serio, que no te has dado cuenta de que nada de esto se va a quedar atrás; dime en serio, que no te has dado cuenta de que eres un masoquista.


Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje. Espere los jueves reportajes gráficos). Para ver más fotos del viaje y todas las crónicas, diríjase a las páginas http://www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com/ y www.eltiempo.com/participacion/escarabajomayor Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Hanna Estetics Bogotá, Jugos Blast, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.



Comments

Anonymous said…
Bacana parce.
Anonymous said…
Metele otra foto del caballito
Anonymous said…
Me gusta mucho el manejo del lenguaje y la forma en que expresa sus pensamientos.
Anonymous said…
Yo he estado en Brasil y estoy esperando ver cómo describe a Rio y el litoral nordestino.

Popular Posts