Cuaderno de viaje “En busca de poetas” – Reporte 2 - Paseo literario por Buenos Aires
El calor parece no dar tregua. Se
apodera del espacio con su energía, se va metiendo entre la piel, sofoca el
cuerpo como una cobija térmica que cae encima y te deja sin escapatoria.
Termino de enviarle un mensaje a Eduardo Escobar, bebo un vaso de agua, me calzo y meto el computador en
el morral. Me despido de Clara V., salgo al corredor del piso diez y desciendo
por el viejo ascensor de cierre plegadizo que frena de forma intempestiva en la
planta baja. Saludo al portero y salgo del edificio. El sol castiga las calles
de Palermo, las llena de esa brillantes que ilumina al verano.
La gran ciudad, ese Buenos Aires querido de
Gardel, late con su ritmo habitual. Los colectivos se detienen y aceleran por
la avenida Santa Fe al son de sus bufidos y silbidos particulares, los autos
sacuden el aire y los peatones caminan con prisa así sea sábado. Me entretengo
con el andar de una joven de piernas oliva, cuyas nalgas sinuosas visten a la
perfección unos shorts blancos con bordes rosados. Mantengo la distancia, sin
disimular las miradas, hasta la entrada de la estación Ministro Carranza. Bajo
por las escaleras que me llevan a la línea D del subte, compro el pasaje por
dos pesos y medio, entro al andén y espero algunos minutos. El tren de color
amarillo entra a la estación, desacelera y abre sus puertas. Me embarco en un
vagón en el que un hombre conecta su guitarra acústica a un parlante portátil.
Toca una interpretación de música flamenca con destreza admirable. Sus dedos
estimulan las cuerdas con precisión. El vagón entero se pierde en el fluido de
consciencia en el que nos sume la pieza dramática.
Con aquella música maravillosa
que supongo es una farruca, vamos entrando y saliendo de las estaciones
Palermo, Plaza Italia, Escalabrini Ortíz, Bulnes, Agüero, Pueyrredón, Facultad
de medicina, Callao y Tribunales. En la 9 de julio el músico deja la guitarra
de lado y pasa la gorra. Le doy diez pesos. Me bajo en Catedral, busco la
salida y subo al aire libre. Algunos turistas desapercibidos pasean por la
calle Florida con sus cámaras fotográficas y esa mirada exploratoria que todos
hacemos al llegar a un sitio por primera vez. Luce un poco deshabitada. Siempre
he tenido la impresión que el micro centro se vacía los fines de semana y aquel
halo melancólico del tango adquiere pleno sentido. Las fachadas clásicas, con los
edificios de arquitectura francesa tan llenos de adornos, como si cada uno de
ellos fuera en sí mismo una obra de arte, bordean la calle peatonal y las
grandes avenidas. Atravieso la Juan Domingo Perón, Sarmiento y la avenida
Corrientes en dirección a la Galería Jardín, aún con el sentimiento de novedad
que plantea el inicio del proyecto. Lo desconocido siempre será interesante. No
saber qué se encontrará, qué pasará, contrastar la idea que se tiene de algo
con la realidad y confirmar que son tan distintas, es un ejercicio que ratifica
lo circunstancial de la existencia. El reto de conseguir una meta, doblarle el
brazo a la situación y salir airoso, con aquella frente en alto, mueve a los
hombres hacia adelante. Imagino a los aventureros que descubrieron América, a aquellos
tres hombres que pisaron la luna por primera vez y la despojaron de su poesía —de
esa aura de inocencia que envuelve a la virgen—, e imagino a esos temerarios del
futuro que se embarcarán en un viaje a Marte sin saber a ciencia cierta qué van
a encontrar. Claro está, que de volver serán héroes cargados de convicción, leyendas
que reivindican la noción de que todo es posible. Y sí, en realidad todo es
posible si se hace con método, se planea y se minimiza el riesgo implícito que
trae salir al universo y exponerse ante los elementos.
Unos gritos de mujer me llegan desde
la intersección con Lavalle. Entre las personas que esperan el cambio de
semáforo, un par de tipos (uno de ellos con pantalón y chaqueta café clara, pasado
incluso un poco de peso), salen corriendo calle abajo. Los turistas se miran
unos a otros con esa sensación desabrida que produce ser testigo de un delito.
Termino de llegar a la intersección sin que nadie se aventure a perseguir a los
raponeros. Doy un vistazo hacia la dirección en la que salieron corriendo. Un
camión parqueado junto a la acera obstaculiza el panorama visual. Un par de mujeres
con los rostros colorados (una de ellas debe tener unos ochenta años, la otra
cincuenta), aún no salen de su asombro.
—¿Qué
les robaron? —Pregunto en inglés.
—Nuestros relojes.
—Fue muy rápido —dice la mayor
entre jadeos.
—¿Están bien?
—Sí, pero esto nunca nos había
pasado. Hemos recorrido el mundo entero y es la primera vez que nos roban.
—¿Los relojes eran caros?
—Sí, mucho.
—No hay que salir con joyas por
estas calles.
—Sí, ahora lo sabemos —vuelve a
decir la mayor con un marcado acento centro europeo.
—Pues lo lamento, yo no soy
argentino, pero lo lamento. ¿De dónde son ustedes?
—De la Fort Lauderdale.
—¿Originalmente?
—De Alemania.
—Che, qué vergüenza que pasen
estas cosas aquí —dice un hombre que se acerca con su familia y cuenta que es
tucumano.
—¿Dónde está la policía? —Le
pregunto.
—Nunca están cuando los
necesitás. Solo sirven para cobrar su “guita”.
Me despido de las señoras y sigo
por Florida. Un par de cuadras más adelante, en la intersección con Viamonte,
unos policías entre los que se destaca una oficial rubia con ojos felinos,
beben mate y comen medialunas junto a un pequeño auto de vidrios blindados. El
vehículo de aspecto aerodinámico parece salido de una película futurista. Me
acercó a la bella oficial enfundada en su uniforme —luce un chaleco antibalas
que le da un cierto aire de amazona contemporánea—, y le digo:
—Solo para que lo tengan en
cuenta, a dos cuadras de aquí les robaron los relojes a un par de “gringas”.
—Bueno, gracias —responde y se
voltea a hablar con sus compañeros.
En la Galería Jardín compro una
memoria externa en la que voy a ir haciendo copia de las fotos y textos que
vaya encontrando, salgo de nuevo a la Florida y busco mi camino hacia Alem. Esa
avenida está aún más desolada. Encuentro la parada del colectivo número 152,
espero durante unos minutos y le pregunto a una joven de ojos azules si se
demora en pasar.
—Los fines de semana lo hace con
menos frecuencia. Aunque no debe tardar.
Detallo su escote amparado en la
libertad que me dan las gafas de sol, la forma en que sus pechos forman
aquellas curvas suaves sobre la blusa. Hablamos algunas otras cosas hasta que
vemos al colectivo. La joven le extiende la mano y el bus acelera frente a
nosotros.
—¿Qué pasó?
—Esto es Buenos Aires. A veces
los colectivos no te paran.
—¿Por qué? Iba vacío.
—Para alcanzar a cruzar el
semáforo, qué sé yo. Ahí viene otro, por eso fue.
Señala otro que marca la ruta, frena
en el paradero y nos recoge. La joven se sienta en los puestos de atrás y me entretengo
viendo las calles. Bordeamos la Casa Rosada por su parte de atrás y seguimos
por la avenida Paseo Colon. La amplitud del espacio con las grande aceras y los
múltiples carriles da cuenta que Buenos Aires se pensó como una ciudad moderna
desde sus inicios. Me bajo en el paradero del parque Lezama (donde hace menos
de un año di una vuelta de reconocimiento con Eduardo Bechara Arcuri para
terminar de pulir algunas escenas de nuestra novela), y busco la intersección
con Brasil. Subo por la pendiente hasta llegar a la esquina con Defensa y ubico
el café Británico. Fredy Yezzed me citó aquí a las cuatro de la tarde. Entro a
un restaurante italiano que abre sus puertas en esa misma cuadra, pido una
milanesa a la parmesana que viene con puré y trabajo en mi computador personal
hasta que llega la hora. Pago, cruzo la calle y entro al viejo café con piso
ajedrezado y enchapados de madera. Me siento junto a un gran aviso amarillo con
bordes rojos y arabescos que publicita al local en su ventana.
Fredy entra a los pocos minutos,
nos damos un abrazo y me regala “Sordomuda”, el libro de Jorge Boccanera,
dedicado y autografiado por el autor.
—Para que no digas que no se te
tienen regalos.
Lo huelo (primera cosa que hago
cuando llega un libro a mis manos), leo la dedicatoria y avanzo al primer poema.
“Pordiosera”:
“No es una musa
cantora ni el pájaro chillón,
ni el muñeco
parlante ni la dama que dicta.
Es una Sordomuda,
que te muestra la
lengua por solo una moneda.
La lengua está
vacía.
La moneda tiene que
ser de oro”.
Fredy pide una Coca Cola que el
mesero trae de forma automática junto con mi botella de agua. Me muestra otro
libro.
—Esta antología le puede
interesar a tu proyecto. —Me pasa una copia de “Si Hamlet duda le daremos muerte”, en una linda
edición publicada por Libros de la Talita dorada—. Una cosa es el proceso y
otra el producto. Este experimento que estás haciendo sirve para ir viendo si
el poeta inédito vale la pena. Hay que tener cuidado con eso a la hora de hacer
la selección, porque el libro debe ser de calidad.
—Claro, aunque le tengo fe a que
haya gente muy talentosa por ahí.
—El problema con los poetas
inéditos es que no tienen público. Su público es familiar. Aparte, no están
convencidos de su vocación.
—Muy cierto, un amigo mío es así.
Aunque yo voy en busca de aquellos que sí lo están.
—Lo hermoso sería que el día de
mañana le publiquen su libro.
—Esa es la finalidad del
proyecto.
—No me refiero a una antología
sino a un libro del poeta ganador.
—Eso sería buenísimo, aunque no
sé si haya presupuesto para ello.
—Podrías hablar con Fabio Jurado
y proponerle que al ganador le publiquen un libro en la colección “Viernes de
poesía” del departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia.
—Dame su correo y le escribo.
—Después te lo paso.
—Quería que Piedad Bonnett fuera
el tercer miembro del jurado junto con Eduardo Escobar y Elkin Restrepo, pero
está muy ocupada terminando de escribir una obra de teatro y no va a poder.
—Santiago Sylvester podría
remplazarla. Yo puedo darte su contacto. Él dirige la colección de poesía Pez
Náufrago de Ediciones del Dock. Es un muy buen poeta salteño.
—Sería buenísimo que uno de los
jurados fuera argentino. Eso le daría un carácter continental al proyecto.
—En Chile te puedo poner en
contacto con la poeta colombiana Carolina Cortés. Ahora te doy su correo. Y cuando
pases por Ibagué con Daniel Padilla, él es poeta inédito.
—Todos esos contactos me sirven
mucho.
—Qué lindo viaje. Tú lo que estás
haciendo es un performance —dice Fredy.
—Es verdad. Como una puesta en
escena. Vamos a ver a dónde nos lleva.
Viviana Abnur entra por la
puerta, camina hacia la mesa y Fredy me la presenta como una poeta argentina a
quien le pidió el favor de guiarme sobre el panorama de la poesía nacional. Se
pide un café, empezamos a hablar del proyecto y dice que me contacta con la
poeta Anahí Lazzaroni en Ushuaia, con Rafael Urretaviscaya en San Martín de los
Andes, y con Martín Araujo, el organizador del festival de poesía de Córdoba.
—Ahora que lo pienso, también te
puedo poner en contacto con Valeria Ildiko Nassr —menciona—. Es profesora de la
Universidad Nacional. Escribe mini-ficción, pero debe conocer varios poetas.
Fredy toma la cámara y nos hace
algunas fotos mientras Viviana y yo discutimos en dónde se traza la línea entre
un poeta inédito y uno publicado.
—Por ejemplo, ¿a alguien que haga
una edición propia en una editorial independiente lo considerarías un poeta
publicado?
—No lo sé —admito—. Ni siquiera
sé si alguien que ha publicado poesía en su blog o si publicó un librito hecho
con papel reciclado se considere inédito. ¿Tú qué opinas?
—Tampoco tengo el tema tan claro,
pero para simplificar y encontrar un criterio que abarque todas las
posibilidades de ediciones caseras, diría que si se lo pagó él mismo, el poeta
es inédito y ya. Lo
que se hace a pulmón queda como inédito. Un poeta editado es aquel a quien otro
le valoró el trabajo y le puso plata a la edición.
Fredy vuelve, discutimos el tema
un poco más, pagamos, él toma el libro “Al pie de la letra” de Álvaro Ábos, Viviana el mate y yo la libreta en la que iré
apuntando los datos interesantes del recorrido. Salimos y nos sacamos un par de
fotos con la fachada esquinera enchapada en losas de piedra. El farol, las
puertas y ventanas de madera, terminan de darle un aire de otra época.
—Sábato venía de joven a tomar
café en El británico. Aquí redactó alguna que otra línea de “Sobre héroes y
tumbas”.
En el parque Lezama padres
jóvenes pasean a sus hijos en coches. Algunos niños montan bicicleta. El
ambiente del lugar es distendido. A esta hora del sábado se vuelve un sitio de
recreo. Vamos hasta la estatua de Ceres y Fredy nos lee el primer párrafo de la
novela de Sábato.
—Transcurre aquí mismo —menciona.
Nos lee el poema “A la sombra del
parque Lezama” de Raúl González Tuñón, mientras que unas jóvenes de piernas
doradas juegan voleibol, unos niños corren detrás de un balón de fútbol, una
señora pasea un dálmata que camina junto a ella de forma cancina, una pareja de
jóvenes se abrazan sobre una banca y el resto de visitantes disfruta el parque a
su manera. Pareciera que Tuñón se alimentó de la cotidianidad de un día como
hoy, ya que su poema tiene coincidencias con el paisaje.
“La sugestión surera se ahonda en el paisaje
y es abril, una hora imprecisa en la tarde.
Flota en el parque una vaga niebla
y si ahora juntáramos los sueños de los niños
y los adolescentes que por allí pasaron
cubrirían su césped, la pródiga verdura
y el aire pensativo que aquí tiene Barracas.
Aquí empezó Juancito Caminador su viaje,
en el parque del sur anguloso y cordial
que el humo de las fábricas añora desde lejos
y cuyo territorio dos barrios se disputan;
en el lugar que aman apasionadamente
los gorriones, los pibes, las novias, los poetas,
las mariposas y los atorrantes.”
—La primera vez que leí “Sobre
héroes y tumbas” lo hice aquí en este
punto. Había un joven en la otra banca que también lo estaba leyendo. Nos
miramos, pero no nos dijimos nada. Lo único que sabíamos es que él tenía una
edición de Suramericana y yo una de la Nación. De esas de cinco pesos que
regalaban —dice
Fredy.
Nos tomamos algunas fotos con la
estatua de Ceres. Yace con su cuerpo desnudo de mármol blanco, en actitud de
movimiento. Un leve olor amoniacal se respira en el ambiente, como si algunos
de los habitantes de la gran ciudad, aquellos ángeles caídos que no pueden
encontrar un mejor lugar para hacerlo, vinieran a entregarle su ofrenda a la
diosa de la tierra en sus orines.
Caminamos hasta un sector del
parque en el que Fredy saca una foto de Sábato sentado en una banca, y ubicamos
el punto exacto desde el que debe haber sido tomada. La banca y un árbol torcido
ya no están. En lugar de ello se aprecia un sendero asfaltado y otra serie de
árboles. Lo que nos permite ubicar el sitio es el filo de la pendiente que
corta el parque, junto a un edificio en el fondo que sigue igualito.
Tomamos otras fotos frente a la
iglesia ortodoxa rusa de la Santísima Trinidad, con las cúpulas de cebolla
color turquesa y sus estrellas pintadas con dorado, pasamos frente al Británico,
caminamos media cuadra por la calle Defensa y esperamos a que Fredy entre al
altillo que alquila en una casa cuya fachada en piedra está invadida por
enredaderas. Del otro lado es posible ver los ladrillos limpios, como si
estuvieran a punto de caerse. El aspecto general da cuenta que el inmueble es
una ruina.
—Es un lugar rarísimo —confiesa
Viviana—. Está medio demolido, es oscuro, gótico. Tiene unas escaleras sin
baranda. Hay que hacer equilibrio. No sé cómo no me caí de ellas hasta ahora.
—Como para llegar borracho.
—Tiene algo muy lindo, eso sí. La
luna entra por la ventana.
Fredy abre la que da al costado
derecho, justo debajo de la cornisa que se está descascarando y nos saluda con
la mano. Aprovecho y le tomo una foto. Baja con un librito anudado en hilos de colores
que se titula “Hálito”. Bajo una imagen en blanco y negro está el correo de
Carolina Cortés, la dirección a su blog y la palabra Colombia.
—Este es un buen ejemplo —le digo
a Viviana—. Es evidente que estas hojitas de impecable presentación, mira cómo
están de bien impresas, no se puede considerar como una publicación. Es prácticamente
una artesanía, está hecho a pulmón, como dices.
Fredy también me entrega una
copia del libro “¿Dónde está el perfume del árbol más reciente?”, escrito por
Florencio Salazar Adame. Pertenece a la colección “Viernes de poesía”.
—Para que te des una idea de cómo
son los libros de la Nacional.
Mientras seguimos por Defensa voy
ojeando los poemas de Carolina. Cuido mis pasos al tiempo en que empiezo a leer
“Cómo decir qué”.
“Tengo un día olvidado
entre los huesos,
que palpita en los nudillos.
Un encuentro que arrastra
los sonetos de la noche,
el cansancio de los zapatos
condensado
en lo irreparable de un domingo.
Una moneda argentina,
una firma ebria,
muchas malas fotos
y varias escenas de nuestros
rostros
acomodando tristezas
en el monólogo de las arrugas.
Tengo una boca cundida
de aguaceros,
de pequeñeces vacilantes,
de sórdidos caminos,
de historias andantes.
Ventanas sucias
que decoran los paisajes
y paisajes que fulminan
esperanzas
arruinando el espejismo de las
ventanas.
Tengo manos dormitando
los dolores del cielo,
cúmulos de desgracias
compartiendo madrugadas,
la esperanza de lo profundo,
lo inalcanzable de lo cerca,
lo absurdo de los simple,
el exceso de lo que falta,
lo abrumante de tener,
tengo”.
Alcanzo a Fredy y a Viviana.
—Carolina es buena poeta. Por eso
digo que le tengo fe a encontrar gente con mucho talento.
A medida en que nos acercamos a
la plaza Dorrego la confluencia del público va subiendo. El lugar me recuerda
una escena que viví con Tatiana y que en realidad quiero olvidar hasta que la
escriba algún día en mis memorias de “Brasil en dos ruedas”.
En la esquina de Humberto Primo y
Defensa, un café con ventanales altos, barandas desde las que cuelgan flores y parasoles
verdes que juegan con el color café de la fachada, reluce con los rayos de la
tarde.
—Uy, mira esa foto tan linda.
Saco mi cámara y la tomo.
—¿Por qué le tomaste una foto a
esa fachada? —Pregunta Fredy.
—Es hermosa. Resplandece con luz
propia. ¿No me digas que venimos ahí?
—Sí, es el café Dorrego. Tiene
más de cien años.
Nos tomamos una foto en la puerta
y seguimos. Las paredes son de mármol y están llenas de fotos. La barra de
madera y los acabados finos, aunque desgastados, le dan al lugar un ambiente
elegante.
—Viviana, cuéntale, por favor.
—No, dale vos… La primera vez que
me invitó a salir me trajo acá y me contó esta historia.
—Es el café donde después de
muchos años de pelea se reúnen Borges y Sábato. —Fredy nos muestra una foto de
los dos en la que están sentados cara a cara en una mesa—. Debió haber sido
ahí —indica un lugar frente a la ventana—,
y la debieron haber tomado desde ahí arriba. Se botan el chiste de que los dos
no se podía ni ver.
—¿Por qué?
—Porque Borges era ciego y Sábato
también estaba perdiendo la vista.
—Jajaja… ¿Tuvo algo de particular
el encuentro?
—Eran los dos grandes. Se
disputaban el protagonismo y un día decidieron reencontrarse. En un capítulo
titulado Informe sobre ciegos de Sobre héroes y tumbas, Sábato pone a
Borges de personaje y se burla de él.
—Mirá, tiene el mismo piso
ajedrezado, no lo han cambiado —menciona Viviana al detallar la foto.
Nos tomamos una con la cámara
dirigida desde arriba para que se vea el piso de cuadros blancos y negros,
salimos a la calle, seguimos hasta Independencia, subimos a la altura del 858 y
nos detenemos en una casa de entrada blanca custodiada por dos columnas de
piedra. Los pisos superiores tienen ventanas con arcos de media punta. Su color
verde oscuro contrasta con el ocre de los ladrillos.
—Aquí vivía Juan Carlos Onetti.
Él es el Borges de Uruguay. Me hacía daño leerlo porque me ponía a escribir de
forma desesperada.
—¿Y eso por qué te hacía daño?
—Cuestiono a Fredy.
—Porque es una obra que me invita
a escribir. (Su prosa es igual de perfecta que un poema). Y entonces escribía
poemas sin saber en cuál proyecto ubicarlos.
Fredy empieza a leer. Onetti
tenía treinta y nueve años cuando vivía ahí. Un día antes de la tormenta de
Santa Rosa sintió que su novela “La vida breve” le caía del cielo. “…Y la vi. Y
me puse a escribirla desesperadamente”.
—Así es como le llegan a uno las
obras... Muchos escritores concuerdan en decir que vinieron desde otra
dimensión.
El texto cuenta que Onetti estaba
casado con una holandesa a la que le decía “la Peke”, había dejado la agencia
Reuters y el trabajo en una revista de publicidad de Walter Thomas, cuyo cierre
parecía inminente. El apartamento tenía un solo ambiente con la cocineta
incorporada.
—Como tu casa —dice Viviana.
—Y como el aparta-estudio que yo
tenía en Filadelfia.
—De noche “la Peke” e Isabel
María, “Litti”, la hija de ambos, dormían en la cama mientras Onetti escribía.
A las siete de la mañana “la Peke” se encerraba con “Litti” en el baño para que
el escritor descansara mientras ella tecleaba hasta las tres de la tarde, las
traducciones que ayudaban a pagar las cuentas.
Miro la fachada y pienso en los
sacrificios que han tenido que hacer los grandes escritores para llegar a
escribir sus libros y ser reconocidos.
—Es importante la obra de este
escritor. Él, al igual que “Gabo”, quien inventó a Macondo, creó una ciudad
nueva, Santa María.
—Eduardo Bechara Baracat también
está concibiendo una ciudad propia en una novela. La suya se llama Villa
Providencia.
Seguimos el paseo literario por
Piedras, una avenida en la que somos los únicos transeúntes a esa hora de la
tarde. Bajamos por Venezuela a la altura del 615 y nos paramos frente a la casa
en la que vivió el escritor polaco Witold Gombrowicz, “el conde polaco”, en uno
de los cuartos con ventana a la calle.
Fredy lee que el 22 de agosto de
1939, Gombrowicz llegó a Buenos Aires en el trasatlántico Chrobry, junto a
Strazewicy, otro escritor polaco. Unos días después, antes de que volvieran a
embarcarse, supieron que Hitler había invadido Polonia. El mismo Gombrowicz
escribió: “No puedo más. Es el momento más trágico de mi vida”. Caminó de
espaldas para no ver partir el barco en el que se fue su amigo. Se ganó la vida
dándole clases a los hijos de algunos de los miembros de la colonia polaca y al
cabo de un tiempo retomó la escritura en polaco. En ese periodo produjo varias
novelas incluyendo “Pornografía”. Fue rechazado en los círculos de la revista
Sur. En una fiesta de Bioy Casares en la que estaba Borges, se peleó con ellos
al mirar de forma crítica a los escritores locales. Después de los años, Sábato
y Carlos Mastronardi lo defendieron. Habitó en varios lugares, pero lo más
parecido a un hogar fue esta habitación en la que vivió desde 1945 hasta 1963, con
los muebles decrépitos que le regalaron.
Fotografiamos la fachada simple
de puertas altas y balcones, a la que le roba su protagonismo la gigantografía de
un hombre con peinado a la moda en lo que parece ser una sala de belleza,
dejamos atrás el lugar, viramos por Perú y luego de algunas cuadras llegamos a
intersección con Moreno,
lugar en el que se encuentra El Querandí, el bar que frecuentaba Rubén Darío.
Su entrada principal, la que da hacia la equina, luce clausurada. Unos turistas
se bajan de un bus e ingresan por una puerta ubicada al costado de la calle
Perú. Nos acercamos a la ventana y le damos un vistazo al lugar de mesas
ordenadas con los cubiertos respectivos, copas y botellas de agua y vino. Cada
una de ellas tiene una lamparita propia y un pequeño florero con una rosa roja.
—Lo que pasa con este lugar es
que se volvió un bar tanguero —explica Fredy.
Sube el texto y lee una pequeña
biografía del poeta nicaragüense que vestía como hombre de negocios. Llegó en
1893 a Buenos Aires dispuesto a triunfar como cónsul de Colombia, luego de que
conociera en Cartagena de Indias al presidente Rafael Núñez, quien lo comisionó
para tal fin. Mientras que Fredy lee y va mencionando los aportes que Rubén
Darío le hizo a la poesía, como el de incorporar musicalidad, uno de los rasgos
que lo hacen ser el fundador del Modernismo con su libro “Azul”, me entra una
melancolía repentina. De un momento a otro recuerdo que estuve comiendo en El
Querandí con mi papá y mi mamá en diciembre de 2003, antes de embarcarnos en un
crucero por el cono sur. Me parece ver a papá brindando con ese destello en los
ojos que era tan habitual en él, a mamá sonriendo en uno de esos momentos de
placidez que le afloraban en las vacaciones, y verme a mí bebiendo una botella
de vino tinto entera, bailando con unas brasileras hermosas que aprendí a amar
durante el tiempo en que duraron las canciones, ya ni siquiera me acuerdo —no
sé si fue por la borrachera o por el paso del tiempo—, de qué tipo de música. Para
esa época, si bien tenía más de treinta, viajaba con mis padres como si fuera
un adolescente. Había tomado la decisión de dedicar mi vida a la escritura
después de trabajar como abogado, estaba de regreso en la facultad de
literatura y carecía de un peso en el bolsillo. Claro, yo tenía ese apoyo
familiar que muchos escritores no han tenido y sin el cual, muy seguramente, me
atrevo a afirmarlo, no hubiera podido sentarme a escribir. La evocación de esos
grandes viajes que hicimos juntos y de esos momentos felices al contraste con
la desolación que nos dejó la muerte de papá, me cae como una atmósfera sombría.
Llena al lugar de fantasmas.
Fredy lee que el puesto de cónsul
le llegó a Rubén Darío hasta que Rafael Núñez murió y comienza un nuevo
párrafo:
—“Se ha hecho de noche”. Mirá, se
ha hecho de noche —le dice a Viviana y observa al cielo turquesa que cierra la
tarde—. “…allí, a pocos metros, brillan las luces de la plaza de Mayo,
fantasmal y desierta. Aquí inicié una mañana mi viaje por la ciudad de la
alegría y el desconsuelo, y aquí lo termino, con las suelas de mis zapatos muy
gastadas, la cabeza febril por tantas imágenes que en ella llevo, y el corazón
exaltado por las emociones vividas. Y aquí pronuncio la oración de los viajeros
que llegan a destino. “Feliz quien, como Ulises, ha hecho un bello viaje”. Mirá,
aquí termina el libro.
—Me llegó un “flashback” del
pasado. Sentí una tristeza demasiado fuerte.
Les cuento de qué se trata, entramos
un momento al café, un funcionario nos lleva a las bodegas en las que tienen
los vinos, nos tomamos una foto, salimos de nuevo a la calle, Fredy y Viviana
me acompañan hasta la estación Catedral, nos despedimos con un abrazo y me voy
pensando en que papá también llegó a destino, así me cueste trabajo aceptarlo y
me quede la frustración de que jamás vio el fruto de mis esfuerzos.
Espere nuevas crónicas y fragmentos del cuaderno de viaje En busca de poetas.
Para mayor información visite la
página: www.enbuscadepoetas.com
Agradecemos a Pavimentos Colombia
S.A.S., patrocinador del proyecto.
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