Cuaderno de viaje “En busca de poetas” – Reporte 3 - Viaje a Tierra del Fuego
La noche de Buenos Aires es tan
cálida y quieta que ni el rasguño de un viento se insinúa por las esquinas de la
calle Fitz Roy. Aunque son las doce y media la ciudad luce viva. Los
restaurantes de Palermo atienden a sus comensales en mesas que pueblan las
aceras, algunas personas pasean a perros y otras hablan frente a las casas de
fachadas ornamentadas con balustros, ventanas con bajorrelieves y columnas con
capiteles dóricos que le dan al sector un aire distinguido.
En Santa Fe el tráfico de
colectivos y autos transita con su apuro de siempre. El afán de todos por llegar
a casa deja en la avenida aquella agitación en la que se transmite frenetismo. Terminamos
de subir algunas cuadras bordeadas por edificios sesenteros en los que sobresalen
balcones, cruzamos la calle Dr. Emilio Ravignani y subimos al apartamento.
—¿A qué hora debes estar en el
aeropuerto? —Pregunta Clara V.
—Hacia la una y media. El vuelo
sale a las cuatro y media.
—Estás muy bien de tiempo. De
aquí al Aeroparque es muy cerca.
Busco algunas posibilidades de
alojamiento en Internet —todas parecen dirigidas a millonarios por más de que
se trate de hostales juveniles—, termino de meter algunas cosas en la maleta y
espero al taxi. Llega justo a la hora convenida.
—Muchas gracias por alojarme.
Quedo en deuda contigo.
—Un placer, Edu. Gracias por la
invitación a Las Cabras.
Nos damos un abrazo, bajo, subo
la maleta llena de libros al baúl del auto y el taxista se pone en marcha. Transitamos
las avenidas y calles en silencio. La hora de la verdad con toda su carga
emotiva se abre frente a mis ojos. Lo hermoso es haber imaginado el proyecto y
materializarlo. Traerlo a este mundo. Tomar aquella idea platónica que se nos
ocurrió con Eduardo Bechara Baracat en Deán Funes, y hacerla realidad como el
artesano que le da forma al diván. El cansancio de los días de trabajo en
Buenos Aires se nota en mis ojeras, los parpados pesados y el dolor de mis
piernas engarrotadas. Las horas y horas de organización del proyecto y el
trabajo frente al computador parecen estar pasando su factura. Aun así, vivo
con intensidad este momento que transcurre en cada uno de los segundos y quedará
consignado como el inicio del emprendimiento.
Desembocamos en una avenida y bordeamos
el aeropuerto. A la orilla del río de La Plata unos hombres beben cerveza y
pescan con cañas largas.
—¿Qué están pescando?
—No lo sé. Ni siquiera sabía que
se pudiera pescar algo en estas aguas tan contaminadas, che.
El taxi me deja en la entrada. Ubico
los mostradores de Lan y me acomodo en los asientos vacíos de un café. A pesar
de ser las dos y cuarto el movimiento es nulo. Leo “Sordomuda” de Jorge Boccanera
hasta que el reloj marca las tres y comienzo a preocuparme. Aún no hay nadie en
los mostradores. Igual hay que esperar. Leo algunos poemas de “Si Hamlet duda
le daremos muerte” entre los que destaco este de Verónica Sánchez Viamonte
titulado “Vacas Gordas”:
“Me envuelven, se
pegan,
acosan, me tapan,
pieles de grasa
de infinito vacío
que va llenando,
vacas gordas
pastando,
sobre
mi cuerpo,
en
mi piel transpirada,
se cierran,
y quedo en el fondo
reservada,
muda”.
Tres y media. Más que evidente
que algo pasó con mi vuelo. Me acerco a un par de pasajeros que están frente al
mostrador y me dicen que abren a las cuatro y media. Esperar, ¿qué otra cosa
puedo hacer? Abro el libro. Los ojos se me caen. Temo quedarme dormido y que
alguien hurte mi morral con el computador dentro. Cada cinco minutos advierten
mantener las pertenencias vigiladas. Lo saco y empiezo a escribir pequeños poemas
desilusionistas que me llegan de forma automática:
“Ilusión
Te tuve un momento,
así fuera en mi mente”.
“Flagelación
Quiero hacerme daño,
compensar con el dolor
la cobardía de no haberte hablado”.
Estos otro:
“Retroactividad emocional
Te vi esa mañana.
El mundo parecía girar
con su ritmo propio,
las olas reventaban sin prisa,
el océano besaba al horizonte
con su cuerpo de gigante mudo.
Jamás pensé que algún día
lamentara haberte conocido”.
“Leves diferencias
Caminas como si estuvieras
bailando.
Cuando bailas conmigo parece que
detestaras al mundo…”.
“Las apariencias engañan
Quién hubiera llegado a sospechar
que aquellos ojos de iris
amarillo,
fueran una trampa mortal”.
Una hora transcurre mientras
escribo “El precio de la felicidad”, “Lo que dejas”, “Pensándolo bien” y otros
cuantos poemas.
A las cuatro y treinta y cinco
los primeros funcionarios de Lan empiezan a ordenar las cintas. Se preparan en
los mostradores y permiten el ingreso de los pasajeros de un vuelo que va para Mendoza.
Una de las señoritas me llama y le muestro mi pasaje.
—Lo compré hace más de seis
meses.
Levanta los ojos de la pantalla y
dice:
—Ese vuelo se canceló hace cuatro
días.
—¿Por qué no me avisaron?
Los baja de nuevo a la pantalla:
—¿Lo compró directamente en la
aerolínea?
—Por Internet.
—Acá dice que se les avisó hace
cuatro días a las agencias. Su vuelo cambió para las nueve y veinte.
—A mí nadie me avisó.
—Pues la agencia lo debió haber
hecho.
—Llevo acá desde las dos. ¿No
tiene cómo indemnizarme?
—No es culpa de la aerolínea, ya
le dije.
Tiene unos ojos miel sobre los
cuales se extienden unas pestañas largas y bien arqueadas, labios delicados y
dientes ordenados a la perfección. Debe ser una mujer hermosa al sonreír. Con
la frente arrugada, los gestos rígidos y la boca torcida, luce horrible.
—Déjeme entrar a la sala VIP. Debo
esperar cinco horas.
—Este es un aeropuerto pequeño.
Aquí no hay nada de eso. Lo que puede hacer es traer la valija a las seis y
media.
Niego con la cabeza y ruedo la
pesada maleta de vuelta a donde estaba. Luego reflexiono en que es mejor no
hacerse mala sangre. Me siento y empiezo a cabecear. Voy al baño, me echo agua
fría en la cara, me siento en una cafetería y pido un café con medialunas. Abro
el computador y me llega “Para qué”:
“Hubiera querido decirte que lo
sentía.
Recordé esa mirada que hiciste
y guardé silencio”.
“Profundizando alejamientos
Una sonrisa tuya era todo
lo que necesitaba.
La guardaste en un baúl al
que le pusiste candado.
Luego escondiste la llave
en algún lugar de tu egoísmo”.
“Sin respuesta
Intenté comprenderlo,
descubrir la razón de ese mal
humor
tan enraizado…
Y la respuesta nunca llegó”.
Hacia las cinco y media los rayos
del sol le van devolviendo al río de La Plata su tono marrón. A las seis y
media me acerco al mostrador. Esta vez me atiende una joven de ojos verdosos
que contrastan con sus labios colorados. Su piel tiene la lozanía propia de la
juventud. Le muestro el pasabordo y pongo la maleta sobre la báscula.
—Tenés cinco kilos de sobrepeso.
Vas a tener que pagar ciento sesenta pesos.
—Son libros. Déjame poner algunos
en esta maleta de mano.
—Ah, tenés otra valija. Ponela
ahí. —Quito la grande y pongo la pequeña. La báscula marca ocho kilos—. Esta
también tiene sobrepeso. Tenés que pagar aún más.
—¿Sabes desde qué hora estoy
aquí? ¡Dos de la mañana! Lo mínimo que podrían hacer es darme una compensación
por las molestias causadas.
—Una cosa es el vuelo que te
cambiaron y otra que tengás sobrepeso.
Dobla la boca como la señorita anterior.
Su belleza desaparece. Su rostro duro, tan común en algunos habitantes de Buenos
Aires, está muy alejado de las sonrisas y actitud benevolente que hacen las
funcionarias de Avianca en el aeropuerto El Dorado de Bogotá.
—¡Quiero hablar con el
supervisor!
—Ya lo llamo.
Se levanta con energía, deja el
mostrador y sale con su uniforme de falda apretada. Deja el repiqueteo de los
tacones en cada uno de sus pasos. Al minuto llega con una mujer pasada en años
y en kilos. Le explicó la situación. Corrobora que la agencia me debió haber informado
y con la misma expresión de boca torcida me dice que debo pagar el sobrepeso.
—Míreme la cara. No he dormido ni
un solo minuto. Aquí tratan a los pasajeros como maletas, sin ninguna
consideración. Podrían ser un poco más consecuentes.
—Ya le expliqué que una cosa nada
tiene que ver con la otra.
—Está siendo intransigente. Le
repito que usted tiene total autonomía para resarcir los perjuicios causados por
la desinformación al ahorrarme el exceso de equipaje.
—Una cosa no tiene que ver con la
otra. ¿En qué idioma se lo digo?
—¿Sabe qué experiencia me queda
de viajar con Lan? —La miro con los “ojos de águila” que aprendí a hacer en el
ejército de Colombia—. ¡Una pésima! Y no hay nada peor que un cliente
insatisfecho, así la tenga sin cuidado.
Doy media vuelta, busco el lugar
indicado y pago con la impresión de que la Gran Ciudad vuelve tiesas a las
personas, las desconecta con la naturaleza y el amor al prójimo. En última
instancia las deshumaniza, lo cual es terrible, puesto que acrecienta aquella
característica malévola que Hobbes describió en la metáfora del lobo.
Paso por el puesto de control
decidido a dejar atrás el incidente. No quiero que la mala onda de algunos
contamine mi buen humor, la expectativa del viaje y el inicio del proyecto. Al
fin y cabo no son culpables de ser como son. Las grandes ciudades producen ese
alejamiento entre los hombres. En Filadelfia la mala voluntad era incluso peor.
Bogotá también tiene gente que está peleada con la vida. Alejandro Barreiro,
aquel porteño que Eduardo Bechara Baracat me presentó en Itacaré, siempre
vuelve a mi cabeza como el ejemplo de esa persona que terminó huyendo de la
Gran Ciudad y se fue a uno de los sitios más apartados de la costa brasilera. Como
él, hay muchos que se fueron para reconectarse con la naturaleza y disfrutar de
la hermosura que trae una vida simple.
Llego a la sala, vuelvo a sacar
la libreta y continúo escribiendo pequeños poemas desilusionistas hasta que se
pasan las horas y una de las funcionarias llama a abordar. Muestro el
pasabordo, desciendo por unas escaleras hasta un bus que nos lleva a la entrada
del avión. Me embarco en el Airbus 320, abrocho mi cinturón y cierro los ojos.
Entre el ir y venir de la somnolencia vivencio el despegue y la primera parte
del vuelo. Me despierta una joven de piel morena. Sus ojos negros, de mirada
dulce y fugaz, me hacen pensar que sigo en algún tipo de sueño maravilloso. Su
pelo negro y liso termina de darle un aire de gitana que va a la perfección con
sus caderas sinuosas. Modela con curvas y líneas ciertas el uniforme de la
aerolínea.
Me pregunta si voy a comer y afirmo
con la cabeza. Como el alfajor a sabiendas de que es pésimo para mi
hipoglicemia, bebo el agua e intento dormir a pesar de los gritos y lloriqueos
de tres niños franceses en la fila de atrás. El ronroneo de las turbinas
consigue arrullarme. Duermo la mayoría de las tres horas y media de viaje hasta
que el avión inicia su aproximación a Ushuaia y la hermosa azafata me vuelve a
despertar. Esta vez me dice que suba el espaldar de mi asiento. Los llantos de
uno de los niños de atrás, un chico de unos tres años y medio, se intensifican
cuando su mamá le indica que se pasé al otro lado del corredor y se acomode
junto al papá. Los gritos y pataleos del niño se agravan con el cinturón puesto.
Se lo quita. El papá se lo vuelve a poner. Forcejean. El niño grita como si fuera víctima de algún
tipo de tortura. Se vuelve a quitar el cinturón, logra escaparse de la silla y
termina acostado en el pasillo. El papá lo levanta, lo devuelve al asiento,
intenta ponerle el cinturón. El niño produce quejidos y bufidos. Toma un
segundo aire y vuelve a gritar de forma desconsolada. El poder de sus gritos me
rasga el tímpano. El resto de pasajeros mira la escena o la escucha imaginando
que el papá está matando a golpes al chico. El avión se enfila hacia la pista y
el canal de Beagle con su agua teñida de un azul profundo, se hace visible por
la ventana del costado izquierdo. Por las del costado derecho se aprecia el
relieve de las montañas con sus picos quemados. El avión empieza a moverse de
un lado a otro y el chico saca fuerzas para intensificar sus gritos. El papá lo
sigue conteniendo con la desesperación pintada en sus gestos, aquella mirada de
impotencia, los movimientos forzados con los que aferra al niño a su pecho,
intenta sujetarlo a modo de cinturón de seguridad que lo protege de los movimientos
bruscos del avión. El supervisor de cabina llega y le dice que tiene que poner
al niño en el asiento, asegurarle el cinturón. El papá vuelve a forcejear con
su hijo en una secuencia conocida. La turbulencia da la sensación de que el
avión es de cartón y la violencia del viento lo va a sacar del aire. El piloto
desacelera y acelera en una maniobra extraña. Una joven en la fila de al lado
tapa su cara con las manos. Su novio intenta tranquilizarla. La angustia
empieza a propagarse en los pasajeros. Una señora a mi lado se persigna. Su
esposo aprieta los descansabrazos del asiento. Por difícil que parezca el niño
intensifica aún más su llanto. Él papá luce extenuado, como si estuviera
viviendo una de las peores escenas de su vida. Su hermanita empieza a llorar
desde atrás de mi silla. El Airbus hace una última aproximación en la que el
piloto vuelve a desacelerar y acelerar entre los vientos cruzados. Las personas
se miran. El novio aprieta la mano de la joven que está del otro lado del
pasillo…
Tocamos tierra. Las turbinas
producen su rugido al desacelerar la aeronave y todo mundo aplaude y descansa a
excepción del niño que sigue gritando y forcejeando con su padre hasta que el
avión se detiene. Logra deslizarse por el frente del asiento y termina acostado
en el pasillo. Hace silencio. El papá lo deja tranquilo hasta que llega el
supervisor, dice que el avión no ha llegado al muelle y que el niño tiene que
estar sentado. El papá vuelve a levantarlo y el niño produce unos nuevos gritos
desgarradores.
—Por qué no lo dejan ahí
tranquilo —dice el señor a mi lado.
—Yo tampoco entiendo.
El avión llega al muelle, el papá
suelta al hijo y por fin se calla. Bajamos. Sigo a la gente por los corredores,
desemboco en la sala de entrega de maletas y me ubico junto a la cinta. La
pareja de jóvenes que venía del otro lado del pasillo me mira.
—Luego de la escena del chico y
su padre estoy reevaluando la paternidad.
—Viste, yo había dicho justamente
lo mismo —dice ella en dirección a su pareja.
—A uno los hijos se le salen de
las manos —añado.
—Fue horrible el aterrizaje. No
sé por qué lo trajo así al avión el piloto.
Hablamos un rato a la espera de
las maletas. Se presentan como Carlos y Margarita, me dicen que son de
Corrientes, pero viven hace años en Río Grande. Les cuento lo que vengo a hacer
acá y me dicen que me acercan al centro de la ciudad.
—Tengo una maleta grandísima. ¿Están
seguros que cabe?
—Sí, no hay problema —dice Carlos
al verla llegar por la cinta.
La rodamos por la salida. El
ambiente está fresco y agradable. Se respira la pureza del aire de estas
latitudes. Las montañas, con los picos nevados, se levantan contra un cielo
limpio. La intensidad de su tono verde, quemado en algunas cimas, le dan al
lugar esa magnificencia que recuerdo al haber estado aquí con mis papás en 2004.
Ponemos la maleta en el baúl y
Carlos acelera su Ford Fiesta. Me preguntan en dónde me voy a quedar y les
respondo que no sé.
—Los precios que vi por Internet
son altísimos.
—Toda la Tierra del Fuego es así,
—dice Margarita—. Amor, llévalo a la oficina de turismo y que ahí pregunte.
Avanzamos en el auto frente al
maravilloso panorama y reafirmo que la buena actitud atrae este tipo de
circunstancias. Lo lindo del cuento es que en el mundo también abundan las
personas que tienen un corazón grande y le quieren dar la mano a las otras. Nos
adentramos en la ciudad y pasamos junto a un barco encallado a la orilla de la
bahía. A medida en que nos vamos acercando al centro reconozco el puerto y los
lugares en los que estuve con mis papás aquel día en que el crucero atracó en
los primeros días de enero y dimos una caminata. La arquitectura alpina, con
los tejados en punta propios de las aldeas europeas en las que nieva, le dan al
lugar ese aire particular que la diferencia del resto de ciudades
latinoamericanas. Las fachadas coloridas, algunas recubiertas con latón y otras
construidas sobre vigas de madera, las grandes montañas y el mar con los
cruceros atracados en el puerto, terminan de llenarla de esa magia particular
que se extiende por la bahía y se respira en cada inhalación.
Parqueamos frente a la estructura
de madera lacada de la oficina de turismo, y una joven muy dispuesta nos indica
los diferentes hostales juveniles que van desde ochenta y cinco pesos hasta los
ciento treinta (de quince a veinticinco dólares aproximadamente), por pasar la
noche en un dormitorio con otras personas. Hace algunas llamadas y nos
decidimos por visitar los más centrales.
Carlos remonta las calles
empinadas y parqueamos frente a El Refugio del mochilero. Una joven atenta me
pasea por la casa de pisos y paredes de madera, me muestra un cuarto final en
el que hay una linda vista a la bahía y unos catres de madera con colchones
cómodos. Me decido. Bajo la maleta del auto, le agradezco mucho a la pareja de
rosarinos y los veo partir. La acomodo en el casillero y salgo. Mi cansancio se
disipó. Estar en Ushuaia, el lugar en donde todo comienza, me tiene entusiasmado.
Aquí tengo una historia. Vuelvo a verme en compañía de papá y mamá caminando
las calles de San Martín, frente a los restaurantes coloridos en los que se exhiben
centollas con sus cuerpos rojos y patas gigantes al interior de los acuarios. Lo
recuerdo con alegría y me maravillo al saber que puedo intentar pensar en papá
con felicidad y no con la desolación que se mete por mi piel y me va dando
mordiscos hasta llegar a mis huesos. Como un sándwich de salame con queso, tomo
algunas fotos de las iglesias de torre alta que sobresalen en la avenida San
Martín, de algunas otras edificaciones de colores vivos que se levantan bajo la
pureza del cielo y bajo hasta la había. Me apoyo frente a la baranda que da al
barco encallado y detallo su casco desvencijado, la cubierta con la pintura
cuarteada y la cabina de mando con los pequeños círculos que delatan su diseño
antiguo. Ayudan a darle al naufragio esa sensación de abandono que se posa
sobre los objetos que se vuelven inservibles.
Una joven llega con su mamá y le
pido que me tome una foto. Me entretengo hablando con ellas al saber que son de
Pelotas.
—Mi papá echaba un chiste que
tenía que ver con Pelotas. Estar empelota en Colombia quiere decir estar
desnudo —les comento en Portugués—. Aunque yo en realidad no me lo sé bien y
soy malísimo echando chistes.
La joven me dice que se llama Caroline
Antunes y estudia diseño. Tiene la espontaneidad a flor de piel, la sonrisa generosa
de las brasileras y unos lentes de sol que le dan un aire “cool” y la protegen
de la claridad del día, por más de que sean las siete de la noche. Les comento
un poco acerca del proyecto, intercambiamos correos, termino de dar una vuelta
por la había, retrato los picos con algunas nubes entrantes que se reflejan en
la claridad del agua, voy al supermercado, compro algunos víveres para cocinar
en el hostal y me devuelvo por la calle colorida en la que hay almacenes de
ropa y artículos electrónicos a precios exagerados. Los turistas que pasean las
calles me vuelven a llevar a esa imagen hermosa en la que me veo desde afuera
como aquel hombre que descubría el lugar en compañía de ese amigo entrañable que
era su papá.
Vuelvo al hostal y duermo hasta
que una joven en “chicles” apretados entra al cuarto y me despierta. Es
inevitable mirar sus nalgas perfectas. Tiene un cuerpo sinuoso, una piel
tostada en la que cualquier hombre podría firmar su condena de muerte y una
sonrisa de labios gruesos y dientes enfilados, como si un artesano se hubiera
tomado el trabajo de labrarlos uno a uno. La saludo y responde en un español
con acento aportuguesado que explica sus bondades. Es brasilera. La joven saca
algunos alimentos de una bolsa que está sobre uno de los catres, se despide y
deja el cuarto. Tengo hambre. Saco un pan, jamón y queso del “repelo” que
compré en el supermercado, y bajo al restaurante. La brasilera está con otro
par de amigas. Como el sándwich y trabajo en mi computador hasta que el lugar
se empieza a llenar de viajeros que hablan alemán y francés. Comento el
proyecto con una australiana y un joven de barba colorada se voltea, me mira
con ojos de interés, arquea un poco la ceja y me dice que es poeta.
—¿Inédito?
—He publicado algunos poemas en
un blog —añade con acento chileno.
—Sí, inédito —afirmo—. ¿Tienes
algún poema a la mano?
—Están en el blog.
Me da la dirección y entro a “La
pluma Psyco” al tiempo en que el joven bebe un trago de vino y me mira de forma
expectante. Encuentro su poema La alegría
que pasa:
“Tal vez sea sólo un arroyo de
melancolía,
el que fluye como un arado sobre
mi duro y viejo cuero,
el que corta y abre lo que es
tierra reseca a su paso,
así la riega y la despierta de un
largo descanso.
Tal vez sea sólo eso,
porque una tarde me puse a dormir
y no estoy seguro de haber
amanecido.
Tal vez sea sólo la coqueta luz
de esta mañana,
como una mujer joven y hermosa,
la que impulsa con nueva juventud
la cansada sangre de mi cuerpo,
la que camina conmigo hacia
futuros olvidados.
Tal vez sea sólo eso, o ni
siquiera.
porque un día quise olvidar
y no estoy seguro de cuánto borré
con mi mano en la arena.
Tal vez sea siempre pasajero,
este abrazo amante que de pronto
acosa a mi espíritu,
lo acosa y lo toma y lo une y lo
descuartiza luego.
Porque pareciera que ya no
volveré a amar a los hombres
cuando acabe de escribir esto:
cuando se acabe la música,
cuando se seque el arroyo,
y se me olvide el futuro.
Y tal vez sólo la poesía pueda
domesticar a un lobo,
en un mundo donde reinan los
hombres.
Tal vez sea sólo eso.
Porque siempre ha sido así
Y no estoy seguro de que haya
cambiado”.
Levanto la mirada con una sonrisa
notoria.
—Llevas el título de ser el
primer poeta que encuentro. ¿Cómo te llamas?
—José Antonio Mena.
—Me encantó el poema, es musical,
tiene anhelo profundo y una reflexión de la vida que marca el paso del tiempo.
—¿Qué edad tienes?
—Veintidós.
—Parece escrito por alguien
mayor. ¿De qué parte de Chile eres?
—Santiago.
—Encontré al primer poeta en el
lugar más insospechado de todos.
Levanta el vaso, bebé y muestra
sus dientes manchados por el vino. Saco la cámara, se la doy a su amigo
Bernardo, paso el brazo por su hombro, sonreímos con esa mirada satisfecha que da
cuenta de nuestra emoción y el momento queda retratado.
Espere nuevas crónicas y
fragmentos del cuaderno de viaje “En busca de poetas”.
Para mayor información visite la
página: www.enbuscadepoetas.com
Escríbanos a: enbuscadepoetas@gmail.com
Agradecemos a Pavimentos Colombia
S.A.S., patrocinador del proyecto.
Comments
M. A. Fayad
Les envío un abrazo muy fuerte,
Eduardo Bechara N.
Con mi novio queremos hacer un vaije asi
que tipo de alojamiento en ushuaia podrias recomendarme?
mas bien hotel? o busco depto? que zona m sugieren?