Cuaderno de viaje “En busca de poetas” – Reporte 5 - Poemas en una ciudad de viento - Parte II
Al día siguiente es Javier, una vez más, quien me incita a dejar de trabajar e ir con él a Laguna Esmeralda.
—Tenés que hacer un poco de
turismo, che.
Me la muestra en el mapa, me
animo, acepto las setenta invitaciones que llegaron durante el transcurso de la
noche a la página de “En busca de poetas” que abrí en Facebook, leo los poemas
que algunas personas dejaron en el muro, termino de responder los mensajes de otras,
subo al dormitorio, me pongo el “corta vientos”, la chaqueta de cuero y voy a
buscarlo en su dormitorio. Javier habla de forma distendida con un chileno que es
el dueño de un hostal en Puerto Natales y un par de argentinas jóvenes de Bahía
Blanca a quienes invitó al paseo.
—Bueno, vamos entonces —les digo—.
Pensé que íbamos a salir ya.
—Sí, ya vamos —responde Javier.
Una de las chicas, una pelirroja
que luce unos chicles recortados, toma unos jeans de la cama, levanta una de
sus piernas, la pasa por la abertura del pantalón, recoge la otra y lo sube
hasta el inicio de su cintura. Lo abotona y cierra la cremallera. La escena me
parece bastante erótica, aunque me lo guardo.
Las apuro otro poco con cierta
molestia evidente al estar perdiendo tiempo. Terminan de arreglarse, bajamos y Maru,
la otra joven, entra a revisar algo a Internet.
—Pensé que estaban listas —le
digo a Sole, la pelirroja.
—Tiene que enviarle su número de
teléfono a la rectora de un colegio que la puede contratar como maestra. De
todos modos nosotras nos vamos a ir a dedo.
—Javier, se me va ir toda la
mañana. —Le hago el reclamo—. Disculpa, pero es que pensé que estaban listas y
es evidente que tenemos otros tiempos. Ustedes pueden dedicarle todo el día a
la excursión y yo tengo afán —le digo a Sole.
Le explico un poco el proyecto y le
cuento que debo recorrer todo el continente.
—Ya acabé. ¡Vamos! —Dice Maru.
Bajamos a San Martín y caminamos
hasta el supermercado. Compramos jamón, queso, pan, agua y chocolate, pagamos y
bajamos hasta la costanera. Javier y yo esperamos a que salga una camioneta. Sole
y Maru levantan sus pulgares al tránsito. Caminan por el borde de la calle hasta
perderse de vista. A los diez minutos nos embarcamos, bordeamos la había y las
alcanzamos a la salida de la ciudad. Nos saludan con las manos al aire.
Seguimos adelante por una Ruta 3 bordeada por montañas llenas de pinos. La
recorremos por unos veinticinco minutos y nos desviamos por una trocha de ripio
que se dirige a Valle de Lobos y nos deja frente a una cabaña de madera en la
que una mujer de Georgia que habla perfecto español, nos vende la entrada al
valle. Nos acercamos a unos huskies que duermen junto a barriles de plástico al
inicio de un bosque de ñires que se levantan con sus ramas frondosas.
—En una época los trineos que
halaban estos perros eran el único medio de transporte por aquí —explica
Javier.
—Deben sentir calor en verano —Acaricio
su pelaje—. Mira quiénes vienen ahí.
Sole y Maru llegan caminando con
una sonrisa en la boca.
—Aquí estamos, chicos.
Esperamos a que compren su
entrada, tomamos algunas fotos con los perros, emprendemos la caminata por un
sendero que atraviesa el bosque y salimos a un descampado. Las nubes le dan un
tono grisáceo al paraje. El pico de una montaña sobresaliente aún tiene algunos
parches de nieve que han resistido la estación. Vetas en la superficie de piedra
muestran, una vez más, la erosión que ha producido la presión del hielo.
Cruzamos un valle en el que algunos árboles esqueléticos muestran sus ramas
secas y seguimos adelante hasta llegar a un río de agua lechosa con una
tonalidad verde. Diques construidos con miles de palos inclinados forman
terrazas con diferentes niveles.
—Castoreras —explica Javier—. Las
construyen los castores para crear un estanque de aguas tranquilas y vivir ahí.
La explicación me vuelve a
remontar al viaje con mis papás. Hicimos un tour por estos parajes llenos de turberas.
Tomo una foto del río con los pantanos, las turbas pardas, los árboles
frondosos, el cielo encapotado y las montañas de fondo. Apuro el paso y camino
detrás de Sole. Es imposible no mirar la horma perfecta que los jeans le dan a
su trasero. Su cuerpo esbelto exhibe la tonicidad propia de sus veintiún años.
Va de la mano con su jovialidad, ese apuro por descubrir la vida que se
intensifica en la juventud y se nota en cada paso. Pasamos por un barrial en el
que hay que ir saltando de un tronco a otro para no hundir los zapatos en el
barro, y vamos ascendiendo por el borde de la quebrada pedregosa. A medida en
que lo hacemos la vegetación se vuelve un poco más árida. Escasos calafates crecen
sobre las turberas que forran la montaña.
Malu recibe una llamada de la
rectora del colegio, su rostro se ilumina, explica que está de viaje y vuelve
la próxima semana. Cuelga. Sole la abraza.
—El primer trabajo de tiempo
completo de mi vida, che.
—Qué lindo momento. Te acordarás
de él toda tu vida.
Javier le comenta que trabajar en
educación para el sector público en Argentina es mucho mejor que el sector privado,
ascendemos por una pendiente rocosa y llegamos a una meseta que la quebrada
corta de forma serpenteante. La llovizna pertinaz viene acompañada de un viento
helado que baja del glaciar y genera una sensación invernal, al punto en que
siento los dedos congelarse. Remontamos una última pendiente y la Laguna Esmeralda
se abre ante nosotros con su cuerpo circular rodeado por las montañas y el
glaciar de fondo. Buscamos refugio entre un bosque de cipreses, encontramos un
sitio protegido por las copas, nos sentamos en unas piedras y preparamos los
sándwiches. Sole masca el suyo y tiembla al mismo tiempo.
—No vinimos preparados para esta
temperatura. El único es Javier —comento al ver sus botas, guantes, chaqueta
impermeable, su navaja suiza y el bastón de trekking.
—Este sector tiene su propio
microclima. Por eso es que el glaciar no se derrite —comenta.
La piel enrojecida de Sole, su
moqueo constante y tremor en aumento, nos hacen apurar el almuerzo. Tomamos algunas
fotos rápidas frente a la laguna y empezamos el descenso. Salimos del micro
clima y escapamos del frío. Desandamos el camino de vuelta a la cabaña inicial,
llegamos justo a las cuatro para tomar la camioneta e intentamos convencer al
conductor que lleve de vuelta a las chicas. Se niega.
—Lo siento —digo y le doy un par
de palmadas a Sole en
el hombro.
Caminan por la carretera de
ripio, nos saludan cuando las pasamos y tomamos la Ruta 3 de regreso. El
conductor nos deja en el centro de Ushuaia. Acompaño a Javier a sacar dinero a
un cajero y estamos de regreso en el Refugio del Mochilero a las cinco.
—Jajaja. Llegamos antes que
ustedes —se ríe Sole desde el computador comunal.
Le escribo un mensaje de texto a
Carla en el que le pregunto qué va a hacer esta noche, subo al dormitorio, saco
el computador y empiezo el proceso de aceptar invitaciones de Facebook,
responder correos, enviar otros e intentar escribir el “Cuaderno de viaje”.
Espero hasta las seis y media y le escribo otro mensaje de texto a Carla. A las
siete la llamo.
—¿Cómo vas?
—Aquí apurada.
—¿Nos vamos a ver hoy?
—No sé. Quedé de verme con unos
amigos.
—¿Vamos a ir mañana al parque
nacional con Nico y Patricia?
—No sé.
La llamada se corta justo cuando
voy a preguntarle por qué no me ha respondido los mensajes. Le marco una vez
más. El servicio telefónico me informa que me quedé sin crédito. Me veo yendo a
recargarlo a la calle San Martín. El bajonazo me inhibe. Me acuesto un rato a
pensar en la desilusión. De alguna u otra forma se encarga siempre de volver.
Ceno con cereal y trabajo a media
máquina con esa sensación que me destiempla. Javier se cocina un par de lomos
jugosos a la parrilla, Giacomo, un genovés, prepara un espagueti a la
puttanesca al tiempo en que va bebiendo una botella de vino tinto. Sole y Maru
comen arroz con pollo.
—Hoy nos vamos de joda, ¿no es
cierto? —Me pregunta Javier.
—No tengo muchas ganas, la
verdad.
—Che, es mi último día, mañana
temprano vuelvo a Buenos Aires, tenés que venir. Ustedes vienen, ¿cierto
chicas?
Sole y Maru confirman.
El tiempo se pasa mientras
trabajo al computador y espero esa llamada o mensaje de Carla que me pudiera
dar algo de sosiego, aunque es evidente que siendo las once ya no llegará. Giacomo
y Néstor, el chileno, se unen al plan. Salimos al frío de la noche y caminamos
hasta Dublin. Está igual de atestado que siempre. Un grupo deja una mesa y la
ocupamos con premura. Su ubicación nos da algo de resguardo.
Intento no pensar en ella, en la
forma en que cambian los momentos y el amor se disfruta así como se sufre. Ya
estoy muy curtido como para entregarme al dolor. Es evidente que era pasajero.
Acabaría rápido. Todo eso es cierto, aunque admito que jamás pensé que fuera
tan intempestivo. Necesitaba verla una vez más, terminar de moldear el encuentro,
separarnos en un punto alto. En las relaciones fugaces, propias de viajes como
estos, queda lo más lindo de un encuentro. Ese disfrutar intenso de la otra
persona y del que uno es con esa otra persona, sin que entren a jugar algunos
de los elementos propios de las relaciones largas como los celos, el compromiso
o la esclavitud. Lo mejor de todo es el corte limpio al final, carente de la
angustia y desequilibrio que genera el rompimiento de un noviazgo o un
matrimonio.
Javier ofrece comprarme una
cerveza. Lo agradezco, aunque rechazo su invitación. Intento animarme. Sole y
Maru están alegres. Beben de la cerveza que Javier les compró. Todo mundo parece
estar pasándola bien. Giacomo y Néstor miran a una argentina de pelo largo,
ojos verdes y una mirada de gato que parece embrujarlos. Por cosas como esta,
dejar de disfrutar los momentos por estar pensando en la otra persona, es que
he ido alienando la posibilidad de tener una pareja. Javier me extiende su vaso
y le doy un sorbo a la bebida. Por momentos miro a Sole. Me entretengo
admirando su sonrisa, el orden simétrico de sus dientes, su barbilla partida, la
forma de su nariz, el efecto que genera en su mirada la tonalidad clara de sus
ojos, ese pelo rojizo que se soltó y termina de darle aspecto de leona. De
cuando en cuando me bota una sonrisa, aunque es evidente que no está
interesada. Acepto con tranquilidad el universo que me separa de una joven de
veintiún años. Aun así, consciente de la desigualdad y comprensión de los
tiempos existenciales, en el que una mujer comienza a vivir y un hombre alcanza
su madurez, es imposible no mirar a estas jóvenes. La belleza siempre será
atrayente. La sexualidad se fundamenta en la estética. El mundo animal así lo
confirma. Las aves de plumaje más brillante, los leones más fuertes, los
mandriles Alfa y claro, nosotros, sentimos la necesidad de mostrar nuestros
mejores atributos… Si Carla estuviera aquí la estaría mirando a ella.
—Che, ¿qué te pasa? —Javier me pone la mano en el
hombro—. Te veo triste.
Ni sé que responderle.
—¿Estás pensando en la fueguina?
Asiento.
—¿En dónde está?
—No sé. Estaba hablando con ella
y se me acabó el crédito.
—Llamala ya, boludo —me pasa su
celular.
—No, es la una de la mañana.
—¡Qué importa!
Niego con la cabeza. Vuelve a
poner su mano en mi hombro, me mira como pensando que la chica de la que le he
hablado es una ilusión, al fin y al cabo nunca la ha visto, se voltea, bebe un
buen trago de cerveza y habla con Néstor.
Me quedo pensando en ello.
Una mujer de piel morena habla
con acento colombiano en la mesa contigua. Giacomo viene a mi lado y me
pregunta qué tal es la cocaína colombiana.
—Ni idea. Nunca la he probado.
—¿Cómo así? Tú eres escritor.
—¿Qué tiene que ver una cosa con
la otra?
Me mira con desconcierto, bebe un
trago de cerveza y dice:
—No me vengas a decir que nunca
la has probado porque no te creo.
—Qué me importa si me crees o no.
Me alejo de él. Ya está demasiado
borracho. Javier me presenta a un colombiano de veintiún años llamado Sebastián
a quien conoció en el parque nacional, la colombiana de la mesa de al lado se
voltea hacia nosotros y nos dice que en la mesa de la esquina hay dos
motociclistas de Colombia que vienen desde allá y acaban de llegar esta tarde.
Los llama con la alegría típica de las colombianas y me los presenta. Uno es
antioqueño y el otro pereirano. Le pasa su cámara a una de las argentinas,
llama a Sebastián y nos toman una foto.
—Colombianos en el fin del mundo,
podría llamarse esa foto —le digo.
—Qué divertido, de un momento a
otro se llenó de colombianos.
Sonríe con su boca de labios
gruesos. Tiene unos ojos negros de mirada intensa.
—Qué hermosísimos ojos tienes.
Se sonroja un poco.
—Qué lindo escuchar algo así.
Hace tiempos que no lo hacía.
—A uno no se le puede olvidar
quién es uno.
Se presenta como Ruth Zárate, me
ofrece un poco de cerveza y me cuenta que vive en Buenos Aires hace dos años,
aunque se siente cansada de la gran ciudad.
—No dejes que te quite la
frescura. Aún eres joven. Estás viva —le digo.
—Tienes razón. —Se queda pensando
un instante—. Hoy estuve en el parque nacional y me llamó la atención la
filosofía del Maiá kú.
—¿Qué quiere decir?
—En yamanés alude a un sentido de
búsqueda. Cómo miras lo vivo, lo muerto, lo inamovible, lo grande, lo pequeño.
Cuando estás listo ese todo te muestra sus secretos. Te hace preguntarte cómo
estás mirando, qué sentido de búsqueda tienes que lo viniste a buscar al “fin
del mundo”. Lo más hermoso es condensar este sentido de la vida en una sola
palabra.
—¿Dónde lo viste?
—En la estatua que está en un
mirador de pájaros por la ruta del lago.
Me quedo pensando en lo que yo
mismo vine a buscar. Hablamos algunas otras cosas, nos tomamos un par de fotos
en las que aparecen el motociclista colombiano, Giacomo y Malu con una sonrisa
abierta en un segundo plano, intercambiamos nuestros correos electrónicos,
termina su cerveza, me da un beso apretado en la mejilla y se va con sus amigas
argentinas.
A Sole le brillan los ojos al
hablar con Sebastián. Cualquier hombre con buen ojo notaría que está muy
interesada, pero él parece no advertirlo.
—Es que ni se ha dado por
enterado —afirma Néstor.
Javier se bebe otra cerveza y
otra. A medida en que lo hace se vuelve más locuaz. Nos propone que vayamos a
un boliche.
—Boludo, ayer pasé por afuera y
no podía creer la cantidad de mujeres hermosísimas que se veían adentro.
Le hago cara de no querer ir.
—Che, vamos. Mañana me voy, no
seas aburrido.
—Sí, vamos todos —insiste Sole.
—Voy a ver, no a entrar.
Afuera nos reunimos con un grupo
de jóvenes con tacones altos, faldas cortas y ojos pintados que no deben tener
ni dieciocho años. Una de ellas habla sin parar. Luce muy animada. Dice que
conoce al dueño y nos dejan entrar sin pagar. Bajamos a San Martín, luego a la
avenida Maipú.
—¿Quién conoce a estas chica? —Pregunto.
—No sé —responde Néstor.
—Ni siquiera sé a qué estamos
viniendo —argumento—. Puedo jurar que no tienen dieciocho años.
Caminamos hasta el casino y
cruzamos la calle. La misma joven que no para de hablar se retoca el
pintalabios y empieza a disparar palabras como una ametralladora.
—Se debe haber metido una
pastilla de éxtasis —comenta Néstor.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho —dice con orgullo.
—¿Y tú? —Le pregunto a la hermana.
—Dieciséis.
Adolescentes hacen la fila en la
entrada. El ambiente efervescente se propaga por el aire.
—Entremos, che —sugiere Javier.
—Por ningún punto de vista. Pasé
por esas rumbas hace veinte años. No tengo nada que hacer ahí. Entren ustedes.
Sebastián se queda con Sole y con
el grupo de adolescentes. Néstor, Giacomo, Javier y yo nos devolvemos a Dublin.
Se piden una cerveza, los acompaño cinco minutos y me despido de ellos. Vuelvo
al Refugio del Mochilero, me alisto para irme a dormir, me cepillo los dientes
y termino acostándome a las cuatro de la mañana.
El despertador suena a las nueve.
Salgo de la cama con dificultad y me alisto. Pico mis frutas y las empiezo a
comer frente al computador. Néstor llega al comedor y me dice que Andrés echó
del hostal a Javier al volver de la rumba.
—¿Por qué?
—Supuestamente por hacer ruido,
aunque no es verdad. Le caía mal. Javier no estaba haciendo nada y le llamó a
la policía. Un oficial lo terminó sacando del hostal.
—Qué mala onda.
—Sí, me voy de este sitio hoy
mismo.
Termino mis frutas, lavo el
plato, me alistó, tomo mi chaqueta, me despido de la portuguesa que se embarca
en la tarde rumbo a la Antártida y bajo al locutorio en San Martín. Compro
treinta pesos de crédito y le marco a Carla.
—Aló.
—¿Cómo vas?
—Bien, ¿vos?
—¿Al fin vamos a ir al parque?
—Aún no sé.
—¿No sabes?
—Yo creo que sí. Déjame hablo con
Nico.
—¿Una pregunta? ¿Por qué no has
contestado mis mensajes?
—¿Cuáles mensajes?
—Los que te he estado enviando.
—No me ha llegado ningún mensaje
tuyo.
—¿En serio?
—Sí.
Quedamos en hablar más tarde, voy
a la compañía de teléfonos, tomo mi turno y lo verifico con la asistente.
—Estas cosas pueden llegar a
pasar. Se soluciona quitando la sim card.
Lo hace y se la vuelve a poner.
Salgo del local y le mando un mensaje de prueba a Carla. Responde con uno en el
que me dice que me aliste que a las doce pasa al hostal con Nico.
Me alegro aunque maldigo el
desperfecto del servicio telefónico. De no haber sucedido es probable que las
cosas hubieran sido distintas. Vuelvo al hostal y leo un mensaje de Eduardo
Escobar en el que me recomienda el tango “Al pie de la Santa Cruz” y me comenta
que hay un mito que ubica a Gardel estando preso durante algunos años en la
penitenciaría de Ushuaia. Lo busco por Google y me doy cuenta que la canción nació
como resultado de la crisis económica y social sufrida por Argentina tras el “crack”
financiero de los treintas. Denuncia la represión del gobierno de facto del
General Uriburu, en el que se sofocaban las protestas con fusilamientos,
encarcelaciones y deportaciones hacia la penitenciaría de Ushuaia. Al parecer,
con el tiempo, se fue convirtiendo en un himno contra los abusos e injusticias:
“Declaran la huelga, / hay hambre en las casas, / es mucho el trabajo / y poco
el jornal; / y en ese entrevero / de lucha sangrienta / se venga de un hombre /
la ley patronal; / los viejos no saben /que lo condenaron / pues miente piadosa
/ su pobre mujer; / quizás un milagro / le lleve el indulto / y vuelva en su
casa / la dicha de ayer…
El celular vibra en mi bolsillo
con un mensaje de Carla en el que me indica que están afuera. Guardo el
computador en el morral, lo monto al hombro y salgo. Carla me agita la mano.
Están en la esquina de Gobernador Deloqui. Bajo, le doy un beso en la mejilla y
me monto en el asiento delantero junto a Nico.
—Querido chamigo, ¿me pregunto si
Praga te está esperando con los ojos abiertos o en medio de un sueño?
Titubeo un poco y termino
respondiendo:
—Aún no lo sé.
—Es lo que vas a averiguar. ¿Te
llegó el mensaje que te envié?
—Sí. Me gustó mucho como jugaste
con los poemas.
Toma la avenida Maipú hacia el
sur y se orilla de forma intempestiva.
—Mirá quién está ahí, José
Zuñiga. ¿Saben quién es? “Pata e cañón”, el marinero que aparece mi cuento inédito
“El lobo y la ballena”.
Lo llama y un hombre de piel
curtida con varias décadas a cuesta, deja de trabajar en el motor de una vieja
camioneta. Se acerca a mi ventana. Saluda con efusividad a Nicolás. De cerca es
posible apreciar su boca desdentada, sus pequeños ojos achinados, las manos
fuertes con las que se ha ganado la vida. Habla con jerga marina y un acento
bien cargado.
Nos despedimos de él, avanzamos
algunas cuadras, Nicolás entra a una estación de servicio y se baja del Fiat. Me
volteo y miro a Carla.
—Me hubiera encantado verte.
—Pudiste haberme llamado.
—Te mandé mensajes.
—Nunca me llegaron.
—Ya lo sé.
Una canción muy triste sale de los parlantes.
Las palabras me cuelgan de la boca. Carla luce hermosa con el pelo recogido por
detrás de las orejas, esa pequeña abertura que forman sus dientes frontales,
sus ojos azabaches y esos gestos que la letra de la canción en francés parecen
entristecer.
—Te llamé ayer y me despachaste
en tres segundos.
—Iba cargando unas bolsas
pesadísimas. He estado trabajando.
—Igual dijiste que no sabías si
podías salir. Tampoco me llamaste después.
—Te mandé un mensaje.
—Nunca me llegó.
La canción termina de generar un
ambiente cargado de nostalgia. Nos miramos sin decir nada. Nicolás entra y
enciende el auto.
—¡Ah! “La chanson des vieux
amants” de Jacques Brel —comenta—. Era belga, no francés. Escúchenla bien. Es
muy romántica. La pone de nuevo en el reproductor digital y canta: “Bien sûr,
nous eûmes des orages / Vingt ans d´amour, c´est l´amour fol / Mille fois tu
pris ton baggage / Mille fois je pris mon envol / Et chaque meuble se souvient
/ Dans cette chambre sans berceau / Des éclats des vieilles tempêtes / Plus
rien ne ressemblait à rien / Tu avais perdu le goût de l´eau / Et moi celui de
la conquête”.
El panorama de las montañas con
los picos a los lejos, el cielo pintado con nubes, el mar de un azul profundizado
por la luminosidad y el viento sobre mi cara, hacen que el ambiente
apesadumbrado me cale un poco más.
Nicolás traduce la letra:
—“Por supuesto, tuvimos nuestras
tormentas / veinte años de amor, un amor loco / mil veces tú hiciste las
maletas / mil veces yo levanté el vuelo. / Y cada mueble se acuerda / en este
dormitorio sin cuna / de los destellos de aquellas viejas tormentas. / Ya nada
se parecía a nada / tú habías perdido el gusto al agua / y yo a la conquista”.
“Mais mon amour /
Mon doux mon tendre mon merveilleux amour / De l´aube claire jusqu´à la fin du
jour / Je t´aime encore tu sais je t´aime”.
—“¡Oh! Mi amor / mi dulce, mi
tierno, mi maravilloso amor, / desde el alba clara hasta el fin del día, /
sabes que te amo todavía. / Yo conozco todos tus hechizos / tú conoces todos
mis embrujos / tú me has retenido trampa a trampa / yo te perdí de vez en
cuando. / Claro que tuviste algunos amantes / había que matar el tiempo / y dar
gusto al cuerpo. / Y al final, al final / nos hizo falta no poco talento / para
envejecer sin llegar a ser adultos.
Recorreros la Ruta 3 bajo un
grupo de nubes que forman líneas en el cielo, pasamos junto al “tren del fin
del mundo”, en el que los reos de la penitenciaría recolectaban leña en el
bosque de lengas, recorremos algunos otros parajes bordeados por montañas y paramos
en la entrada del parque nacional. Pagamos el ingreso y tomamos una vía
estrecha que desemboca en bahía Ensenada. Nos bajamos y tomamos algunas fotos
del redondel que forma el mar contra las montañas. Del otro lado del Canal de
Beagle se levantan cerros con picos de nieve. Nicolás abraza a Carla con
actitud de padre y queda retratado en la cámara con su bigote grueso, la boina
vasca, el “foulard” alrededor del cuello y la mirada de viejo lobo de mar.
Podría ser el personaje de alguna novela de Herman Melville, el narrador de ese
cuento maravilloso en el que un capitán cojo viaja hasta la Antártida para
arreglar las cuentas pendientes con una ballena.
Tomamos algunas otras fotos, Nicolás
entra a la caseta de correos Puerto Guaraní, ubicada sobre un muelle de madera,
saluda a Carlos Di Lorenzo, un viejo amigo, de la época en la que era baqueano
del parque, le pide que le estampe una postal con algunos sellos y el
funcionario moja el sello en la almohadilla de tinta negra. Lo estampa con
fuerza en el papel. Hace un collage en el que imprime un barco de velas entre
un círculo, el faro Les Eclaireurs, una pareja de pingüinos magallánicos y la
bandera argentina entre otros. También parece un hombre de otra época, con su
chaleco del Correo Argentino, la piel endurecida, unas gafas de modelo antiguo
corridas a la punta de la nariz y el bigote grueso que se extiende hacia sus
mejillas. Forma una barba frondosa de hilos gruesos. El mentón afeitado le da
una apariencia particular. Nicolás bromea con él, lo toma de las barbas y capturo
el momento en una foto.
Volvemos al auto y transitamos
una ruta en la que Nicolás busca la entrada a un sendero que nos lleva a otro
punto de la bahía Ensenada. Estaciona el Fiat a un costado del camino, nos
bajamos y buscamos la ruta por un bosque de lengas. Nos indica que son “nothofagus
pumilios” y sigue adelante con ayuda de su bastón largo de madera. Bordeamos
una cañada que serpentea entre los árboles y escuchamos un leve sonido de
martilleo.
—¡Mirá! Un pájaro carpintero.
—Señala el ave de cuerpo
negro con cabeza roja—. ¡Y ahí está la hembra! Che, es muy difícil ver a una
pareja junta.
Los observamos en su trabajo de
horadar huecos en los troncos. Duramos algún tiempo en reconocer la huella que
finalmente nos lleva a un brazo que forma la bahía. Una loma del otro lado le
da una sensación de encierro al lugar. Un ave de cuello blanco, plumas grises y
pecho rayado, camina por el pastizal que da a la playa pedregosa.
—Son cauquenes, así las llamaban
los aborígenes. En la provincia de Buenos Aires se las conoce como avutardas. Son
migratorias. —Nicolás levanta la mano y añade—. Esos pinos que bordean la costa
son coigües de Magallanes, “nothofagus betuloides”.
Nos muestra el punto desde donde
empieza la línea imaginaria que se trazó para dividir a la Argentina de Chile,
se lo explica a unos rosarinos que llegan. Se sienta en el canto rodado, saca
su cámara de rollo, toma unas fotos al paisaje y nos dice que nos paremos
juntos. Carla viene a mi lado, nos abrazamos y nos saca una foto en la que
salimos sonriendo. Su pelo recién lavado huele a manzanas. Le doy un beso en la
cabeza y sonríe.
—Qué lindo verte.
—Yo digo lo mismo.
Caminamos el sendero tras una
pareja de alemanes que toma fotos de forma exagerada. Volvemos al auto,
bordeamos una montaña angulosa que separa a la Argentina de Chile y llegamos a
Laguna verde. El fuerte viento crispa el agua y forma olas como si se tratara
de otro brazo del mar que se pierde entre el fondo de las montañas nevadas. Las
nubes grises que entran desde Chile oscurecen el color del agua.
Vuelvo al auto. Nicolás toma una
ruta que forma caracolas entre las montañas y un zorro cruza nuestro camino.
—Che, es un zorro colorado
fueguino. Qué suerte tenés. No son fáciles de ver.
El animal se detiene a un lado de
la vía y nos mira con sus ojos pardos. Su hocico alargado, los músculos maxilares
bien formados, la frente grande y orejas en punta podrían darle un aire intimidante
de ser otra su actitud. El cuerpo de pelaje amarillento con visos blancos y
negros, de apariencia rolliza antes que escuálida, da cuenta que por lo menos
en este parque los animales no se mueren de hambre.
Le tomo un par de fotos desde la
ventana y seguimos hasta una explanada en la que parquean los autos.
—Este es el final de la Ruta 3 —comenta
Nico.
Nos tomamos una foto con un
cartel que señala el punto en un mapa, caminamos junto a un aviso que indica
que estamos a tres mil setenta y nueve kilómetros de Buenos Aires y a diecisiete
mil ochocientos cuarenta y ocho de Alaska, caminamos por unas pasarelas de
madera que sobrepasan humedales y el panorama se abre ante las montañas. El
cuerpo del mar llena el redondel de bahía Lapataia.
—Es un portal al fin del mundo.
¿Sabes qué le da tanto aspecto de puerta? Isla Redonda, que está atrás —comenta Nicolás.
—Ah, claro. Es una ilusión
óptica. La bahía termina antes.
—Dicen los navegantes que a
partir de los cuarenta latitud sur, no hay ley y a partir de los cincuenta no
hay dios. La latitud cuarenta se conoce como “The roaring forties”, los
cuarenta rugientes, por los vientos que soplan. A partir de los cincuenta el
viento aúlla. En los sesenta ulula.
Tomamos algunas fotos de los tres
y volvemos al auto. Otro par de zorros cruzan nuestro camino de vuelta. Uno de
ellos se para al lado de mi ventana y logro fotografiar su rostro en un “close
up” en el que se aprecia la textura de su pelaje, su iris anaranjado, la pupila
gruesa con esa profundidad que le da apariencia de asesino de gallinas, los
ojos delineados de negro, como si hubiera sido parido para la acción, el hocico
con el que rompe huesos, su nariz negra de canino con la humedad característica
y los bigotes largos.
—Cuando los hombres y los
animales cohabitan, ellos le pierden el miedo a los humanos —comento.
—Se perseguían hasta hace unas
décadas por sus pieles. Los cazaban así: echaban una cuerda sobre una rama con
un anzuelo de tiburón en el que había un pedazo de capón (el capón es el
cordero ya grande, capado, su carne es más dura), y lo colgaban a una altura
precisa en la que el zorro tenía que saltar, se enganchaba y quedaba colgando.
Aquí no se usaban las trampas de osos y otros animales en los que quedan
atrapados por sus piernas ya que al zorro le gusta tanto la libertad que se
quita a mordiscos su propia extremidad.
—Es algo feo, pero hermoso a la
vez. La libertad lo puede todo. Me hace acordar de la película en la que a un
explorador le cae una roca sobre el brazo, queda atrapado en una grieta durante
una semana y al final se corta el brazo.
—Se llama “Ciento veinte horas” —comenta
Carla.
—¿Cómo se corta el brazo?
—Pregunta Nicolás.
—Con una navaja.
—Uy, qué dolor.
—Lo hace después de una semana,
cuando su brazo está anestesiado por el aplastamiento. Se decide en un rapto de
desespero en el que clava el cuchillo en su antebrazo y se da cuenta que no le
dolió. Por lo menos eso es lo que da a entender la película —aclaro—. Igual
imagínate la escena.
Nicolás arruga la frente.
—Lo bueno es que la película no
es tan sangrienta —aclara Carla.
Salimos del parque y recorremos
la ruta a Ushuaia en compañía de Joan Manuel Serrat quien interpreta la versión
musicalizada del poema “Caminante no hay camino” de Antonio Machado. Me encanta
esa parte en la que habla: “Caminante son tus huellas del camino y nada más / caminante
no hay camino, se hace camino al andar / al andar se hace el camino y al volver
la vista atrás / se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar / caminante
no hay camino sino estelas en la mar”. Tomar impulso y canta: “Hace algún tiempo
en ese lugar / donde los bosques se visten de espinos / se oyó una voz de un
poeta gritar / caminante no hay camino se hace camino al andar / golpe a golpe,
verso a verso. / Murió el poeta lejos del hogar / le cubre el polvo de un país
vecino / al alejarse le vieron llorar…”.
Nicolás le baja el volumen al equipo
y nos recita un poema:
“...Nos salvará el amor,
pero no sé si hablamos de lo
mismo.
No el amor nido-caliente, que
hace habitable
el cascarón del pesimismo. El
otro amor,
el viejo cortaalambres, poncho
rebelde,
invasor de sueños,
desvirgador de códigos y beatas,
asistente del torturado,
caricia-compañero,
exorcismo del “no se puede”,
pata´e bolsa de la Historia.”
—Esta es la segunda estrofa de un
poema que salió publicado en un diario del “Encuentro Popular”, uno de los
tantos intentos que hicimos desde el campo popular, en el marco de una resistencia,
única manera de pensar en cultura en estos países que tienen pendiente la
liberación. El compañero que escribió no lo firmó. Hace años lo hice aparecer
en la lucha docente, y atravesó el conflicto docente a lo largo de toda la
Patagonia. Me preguntaron de quién era, y como no estaba seguro tuve que decir “anónimo”.
La Legislatura de la Provincia de Río Negro lo publicó entonces en la tapa de
atrás de un trabajo, con ese lema: “anónimo”, pero en realidad estoy seguro que
su autor es Daniel Cieza, uno de los fundadores de las F.A.P., Fuerzas Armadas
Peronistas, que existieron en los setentas.
Carla le pide que tome la avenida
Leandro N. Alem porque debe recoger un vitral que su mamá le pidió, tomamos una
calle en la que casas de colores con dos y tres pisos miran desde la montaña el
panorama colorido de la bahía y nos estacionamos.
—Nicolás, ¿Gardel estuvo preso en
la penitenciaría de Ushuaia? —Le pregunto mientras esperamos.
—Eso nunca ha sido probado.
Carla sale con la obra envuelta
en cartón, recorremos otro par de cuadras y pasamos por la que era su casa. La
linda estructura de dos pisos con fachada de madera muerde la montaña. Se
levanta con su techo triangular y aquellas ventanas cuadradas desde las que ella
miró el horizonte durante su niñez y adolescencia. ¿Cuántos de sus secretos
guardará el interior? La mira con esa melancolía que le recuerda todo lo
vivido, muerde sus labios y se despide de ella una vez más. Se aleja de nuevo
de ese pasado que se quedó atrás y se va llenando de telarañas.
Le insisto a Nicolás que me lleve
al mural sobre la avenida Maipú, en el que Alejandro Abt lo retrató en la época
en la que le vendía café temprano a los fogones de los obradores. Me bajo del
auto y le tomo una foto a la imagen en blanco y negro, en la que aparece con
una boina, su bigote negro, unos rasgos más jóvenes, chaqueta larga y la
cafetera tomada de forma relajada en su mano. Está empotrado sobre una fachada
de latón.
Regreso al auto. Nicolás vuelve a
poner la canción de Jacques Brel. El tono dramático producido por esa voz grave
que arrastra las r´s en francés, el sonido dulce de la trompeta, el piano de
fondo y el sonido agudo de los violines (cuando la tristeza se intensifica),
nos vuelven a llevar a un estado de melancolía. Termina de recorrer las calles
que nos acercan al hostal y se orilla en la esquina de Gobernador Deloqui.
—Lo más seguro es que mañana me
vaya. No nos
volvemos a ver.
—Viaja de día para que puedas ver
el paisaje tan hermoso que hay pasando por el Paso Garibaldi. Eduardo, gracias,
chamigo. Fue un placer. Espero los hados te acompañen en este viaje que has
emprendido. Escribe de cuando en cuando.
Nos damos un abrazo y me bajo del
auto. Lo vemos alejarse y subimos al Refugio del Mochilero.
—Aún me sobran unos raviolis rellenos
de ricota, aunque falta la salsa.
—Yo puedo ir por una mientras se
calienta el agua.
Sale de la cocina, dejo que
hierba y arrojo los raviolis adentro. Carla vuelve con una crema de leche justo
para cuando los estoy colando.
—Fue lo único que encontré cerca.
Pongo los cuadrados de pasta humeante
en un par de platos. Les agrego la crema de leche y nos sentamos a la mesa.
Parte uno por la mitad, lo
unta y lo lleva a su boca.
—Quedaron ricos, che.
—Sí, nunca los había probado con
crema de leche, —confieso—. Me hiciste falta.
—Tú a mí.
—Lamento no haberte visto más,
aunque entiendo que debías verte con otras personas. Igual todo el desencuentro
me puso mal.
—Una pena, aunque no debiste
ponerte así.
—No respondiste mis mensajes,
cuando te llame me despachaste, te pregunté si nos veíamos y diste a entender
que no. Todas señales que interpreté como si no me quisieras ver.
—He estado ocupada en el trabajo.
Tuvimos un par de eventos con los chicos en la Secretaría de Cultura Provincial.
Nada más.
—Me dejé llevar por mi cabeza. A
veces pasan esas cosas entre los hombres y las mujeres. Todo está bien y luego
ya no.
—No soy de esas mujeres. Igual no
había pie para pensar eso —dice con cierta molestia—. Yo también te envié
mensajes que nunca me contestaste.
Terminamos de comer, lavo los
platos, subimos al dormitorio, Carla se acuesta en mi cama, le cuento la
historia de Andrés y leo “Pateando cadáveres”. Saco “El viento sopla” y leo
algunos otros poemas de Anahí Lazzaroni. Termino con “Graffiti”.
“Alguien
debería dibujar de un modo impecable
el mapa de una
ciudad loca
a la que abofetea
el viento.
Bordeada por un mar
gris y murallas de piedra,
con gentes de poco
hablar
navegando sus
propios océanos.
Nombro una ciudad
que no está muerta ni viva.”
Me tiendo a su lado, acaricio su
cabeza, la abrazo y nos damos un beso.
—Qué lindo sería hacer el amor —comento.
—No tenemos en dónde.
—Igual no lo necesitamos. Este
abrazo es suficiente.
Dormimos hasta que Gerardo entra
por la puerta. Se quita los zapatos y se acuesta. Nos quedamos entrelazados hasta
las nueve. Comenta que debe volver a casa de Nico y que mañana pasa a
despedirse. La acompaño a la puerta del hostal y nos damos un último beso.
Como un sándwich. Le mando un
correo a Alejandro Pinto en el que le digo que mañana viajo a Rio Grande. Otro
a Julio Leite. Me responde informando que llega el lunes de la Patagonia. Me
invita a una comida el martes en su casa. Trabajo un poco y me acuesto a dormir
hacia las doce y media. La almohada aún tiene el aroma a manzanas que dejó
Carla. Justo cuando estoy en el vértice de profundizarme entra una mujer y
enciende la luz en mi cara. Miro el reloj. Una de la mañana.
—¡Me mataste! —Le digo.
—¿Qué querés que haga? No veo
nada.
—Podrías apagar la luz. ¡Qué
falta de respeto!
Gerardo me mira desde su cama. La
mujer la apaga y deja la puerta abierta. El reflejo de la que viene del
corredor también me da en la cara. Otra mujer entra en compañía de una señora
mayor y una niña de unos diez años que tiene un timbre de voz alto. Se
secretean entre ellas y tienen estallidos de risa que hacen evidente su
embriaguez. Se terminan de alistar con ruidos de bolsas plásticas que generan
una gran perturbación en el silencio de la noche. La mujer que encendió la luz
trepa a mi catre con dificultad. La niña habla en voz alta y la mamá la calla.
Se acomodan en el catre de al lado.
—Dejemos la puerta abierta o nos
vamos a asfixiar.
Lanzo las cobijas al aire, salto
como un gato envalentonado, doy unos pasos decididos sobre el piso de madera,
cierro la puerta y vuelvo a la cama con la misma actitud. Escucho el sonido
enervante de las teclas de un celular.
—¡Deje de enviar mensajes! —Ladro.
Se ríen con una risa contenida,
pero quien quiera que está enviando los mensajes para. Doy algunas vueltas en
la cama y al cabo de un tiempo me quedo dormido.
Me levanto a las ocho con cierta
ansiedad. He estado más de una semana en Ushuaia y moverme implica romper el
estado de “confort incómodo” al que me he ido acostumbrado. Sea como sea hoy te
vas de aquí, me ordeno. Saco mis implementos de aseo del casillero sin que me
importe hacer más ruido del necesario, voy al baño, me ducho y vuelvo con el
pecho desnudo y una toalla alrededor de mi cintura. Abro la puerta del
dormitorio y pillo a la mujer saliendo del catre de arriba en calzones. Me ve y
se cubre con las cobijas.
—Estás desnudo —dice.
—Sí.
—¿Entonces?
—Nada. Eso es tu problema.
Me siento en mi cama, me pongo
los calzoncillos por debajo de la toalla, los pantalones y la camiseta.
Alejandro también está con el
pecho al aire y una toalla alrededor de la cintura. Tira sus cosas al piso como
siempre, solo que esta vez las mete en una mochila.
—¿Te vas?
—Sí, me despidieron.
—Yo también me voy hoy —le
comento sin que me importe por que perdió el empleo.
Termino de arreglarme bajo la
vista de las mujeres, espero a que Alejandro libere el espacio del casillero,
saco mis frutas y bajo a desayunar. De vuelta en el dormitorio me vuelvo a encontrar
con la mujer que me prendió la luz en la cara. Me comenta que se llama Cecilia
e intercambiamos algunas palabras amables que nada tienen que ver con el
incidente de la noche anterior.
—¿De dónde eres?
—Colombia.
—¿Estás de turismo por aquí?
Le explico el proyecto y le
comento que hoy me voy a Río Grande.
—¿En serio? Nosotras vivimos en
Río Grande. Hoy vamos para allá. Si querés te llevamos.
—En serio, mira que tengo una
maleta grandísima —se la muestro dentro del casillero.
—Cabe en el maletero. Nosotras
vamos a ir al parque nacional y de vuelta te pasamos a buscar hacia las siete.
—Bueno, dale, quedo muy
agradecido.
Hago el “check out” con Gerardo, bajo
las maletas al depósito, le mando un mensaje a Carla en el que le comento que
estaré aquí hasta las siete (responde que pasa luego del almuerzo), vuelvo al
cuarto y me pongo a trabajar de cara a la bahía. Me concentro en la escritura
del cuaderno de viaje hasta que Carla me envía otro mensaje hacia las tres, en
el que dice que está afuera del hostal. Salgo y nos damos un beso.
—Me encantó conocerte
—A mí también a vos. ¿Vas a
escribir de mí?
—Claro.
Se sonríe y deja salir un cierto
aire vanidoso visible en la mirada.
—Cuidate mucho.
—Nos vemos cuando pase por Buenos
Aires.
Nos damos un fuerte abrazo, el
último beso y camina calle arriba. Me decido a visitar la penitenciaría y recorro
Gobernador Deloqui hasta la vieja construcción de ventanas verdes y paredes de
cemento pintadas con color crema. La entrada costosa que incluye la visita al
museo marítimo, me inhibe entrar. Vuelvo al hostal y trabajo en el cuaderno de
viaje. Hacia las seis y media apago el computador. Bajo a la recepción y espero
en compañía de Amelia, la recepcionista. Hablamos algunas cosas mientras se
pasa el tiempo. Siete y media, ocho.
—¿Será que no vienen por mí?
—Sí van a venir —dice ella.
Le entra curiosidad por conocer
mis libros y le muestro “La novia del torero” y “Unos duerme, otros no”.
—Se ven interesantes. ¿Me los vas
a regalar?
—No puedo, la gente no aprecia un
libro sino cuando lo compra.
—Yo lo quiero regalado.
—Te lo puedo vender.
El reloj marca las ocho y cuarenta
y cinco.
Bebi, el dueño del hostal, se
sienta a mi lado y fuma un cigarrillo debajo del anuncio de no fumar.
—¿Qué lindo es romper las reglas
así, no es cierto? —Le bromeo.
—Ya ves —dice con su voz
tranquila.
Se hecha a toser.
—Bueno, por lo menos sabe uno de
qué morirá.
—Ahora sí creo que te dejaron plantado
—comenta Amelia al ver que el reloj marca las nueve.
—Sí, es evidente. Voy a tener que
hacer el “check in”.
—El dormitorio en el que estabas
está todo ocupado. Te puedo poner con tres colombianas que entraron ayer y
están en este cuarto —señala la puerta frente a la recepción.
Las he visto por ahí. Son tres
morenas de caminar sensual que tienen la sabrosura propia de las colombianas.
—¿Me vas a comprar las novelas?
—Estoy esperando a que me las
regales.
—Te las cambio por el alojamiento
de esta noche.
—Sí lo oíste, Bebi.
—¿Qué libros son? —Le explico—.
¿Y vos los querés?
Amelia asienta con la cabeza.
—Dale, cambiale los libros por la
noche.
Se los dedico, saco mis maletas
del depósito, me instalo en el cuarto de las colombianas y voy a la cocina.
Hierbo agua, cocino unos espaguetis, los sirvo en un plato y les pongo la crema
de leche que me sobró de ayer. Me siento y enrollo el primer bocado en el
tenedor. Gerardo se asoma y dice:
—Llegaron por vos. Te están
esperando. Tienen mucho afán.
Dejo el plato servido en la mesa.
Salgo y hablo con Beatriz.
—Ya no las esperaba. Estoy
comiendo.
—Nos vamos ya, sacá tu valija.
Entro al hostal.
—No sé qué hacer —le digo a Bebi—,
tengo la comida servida en la mesa. Aparte quería ver el Paso Garibaldi de día.
—Aprovechá el aventón. Es bueno
conocer gente de la ciudad.
Saco las maletas del cuarto y le
entrego las llaves a Amelia.
—No te voy a devolver los libros.
—Claro que no. Quédatelos.
Nos damos un abrazo, le doy la
mano a Gerardo, me despido de Bebi y salgo a la calle con mis dos maletas
pesadas y el morral al hombro. Cecilia está parqueada al final de la cuadra con
el baúl del auto abierto. Me llama con alborozo.
Espere nuevas crónicas y
fragmentos del cuaderno de viaje “En busca de poetas”.
Para mayor información visite la
página: www.enbuscadepoetas.com
Escríbanos a: enbuscadepoetas@gmail.com
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